UNA INTELIGENCIA DIFERENTE

sobre la semiotización de la IA

Frente a un periodo histórico marcadamente poshumanista, la especificación y masificación de la inteligencia artificial no ha hecho más que subrayar aquel lugar común que insistimos en señalar cuando planteamos una separación entre el hombre y la máquina, entre “natural” y “artificial”. Generalmente, esta temática es abordada desde dos perspectivas o tópicos opuestos, ampliamente revisados en otras épocas: uno de ellos se centra en las problemáticas que esta “nueva” tecnología, cualquiera sea, trae a la condición humana y su aparente cualidad intrínseca; la otra por el contrario, con una aproximación menos conservadora, realiza una lectura transformativa sobre esta existente condición dual humana-tecnológica. Pero, como todos sabemos (y sobre todo: como la experiencia nos ha demostrado): la realidad suele encontrarse más cerca de los grises.

De estas pulsiones o instintos de distopía y utopía que la humanidad pareciera cargar desde su cuna, las lecturas e interpretaciones de la IA han oscilado a lo largo de los años. Pero su diagramación parte de una premisa simple; desde su concepción teórica en el ’43 junto con la primera ola de la computación como la conocemos, hasta el día de hoy con los avanzados y nuevos algoritmos, todo resulta parte de un mismo intento: emular la estructura neuronal para el procesamiento y análisis de información. Y es ahí a donde vamos. Nos interesa repensar la forma en que estas tecnologías son pensadas y definidas, tomando una perspectiva semiótica y poshumanista, entendiendo que la definición de cualquier concepto afecta directamente la interpretación, el uso y la evolución de éste. Creo que Donna Haraway podría coincidir conmigo en esta cuestión: ¿qué más importante, en esta era vertiginosamente tecnológica, que repensar la semiótica detrás de nuestros aumentos y extensiones instrumentales? Ya que, lejos de estar agotada, esta ventana abierta al mundo del código fue ensanchada en el último tiempo por la presencia de los avanzados algoritmos de IA que hoy conocemos. Este corte de época, marcado por la virtualidad, la robótica y la inteligencia y la percepción técnica no-humana, nos proporciona la posibilidad de repensar y reposicionar nuestra propia perspectiva antropocéntrica, que por tanto tiempo ha dominado el pensamiento occidental. Es imperioso y necesario continuar repensando nuestra propia habitabilidad, no sólo en relación a un ecosistema físico en inminente peligro, sino también a uno en florecimiento sostenido. Uno de fauna y flora extrañas pero no desconocidas, constituido por chips, cables y software: un ecosistema cibernético.

Para ello considero basal y de suma importancia retomar el trabajo de uno de nuestros investigadores nacionales más insignes: Eliseo Verón. Este estudioso de la semiótica nos propone repensar la creación de sentido no como un proceso lingüístico encajonado, sino latente en las interconexiones entre los interlocutores y el ambiente circundante. Retoma la teoría de Pierce sobre el signo triádico, estableciendo una clara relación entre el binomio significado-significante y quien —o quienes— lo interpreta. Por consiguiente, la significación no es sólo algo heredado o pautado sin intención alguna, y que sólo pareciera ocurrir en el lenguaje descontextualizado. Verón nos plantea que es un fenómeno con una dimensión social. Así como la web y las demás herramientas a las que estamos acostumbrados, la visión de Verón sobre la construcción de sentido comparte con los dispositivos la característica de su naturaleza primordialmente interconectada (objeto-signo-interpretante). Una perspectiva en la cual comprendemos que lo que nos rodea no está libre de condicionar la forma en la que interpretamos el mundo, así como el pensamiento-lenguaje (como dispositivo y técnica) no está libre de condicionar nuestra construcción del mundo. La construcción de sentido es una constante retroalimentación socio-semiótica. Esto queda claro en su libro “La semiosis social”, cuando nos dice dos cosas fundamentales que es posible transpolar para llevar a cabo un análisis de la construcción semiótica de la IA: 1. toda producción de sentido es necesariamente social: no se puede describir ni explicar satisfactoriamente un proceso significante, sin explicar sus condiciones sociales productivas; 2. todo fenómeno social tiene una dimensión significativa que no puede dejarse de lado en su análisis. Aunque si bien no es la intención de este texto profundizar demasiado al respecto de estas cuestiones que de algún modo culminaría en un academicismo indeseado y extenso, sí es necesario rescatar de estas premisas una conclusión sumamente clara: la significación es inseparable de la sociedad que da lugar al proceso. Y es justamente en pleno auge del Antropoceno, la edad de los medios masivos, las comunicaciones intercontinentales, las campañas políticas sensacionalistas, el crisol de lenguajes, etc., donde la producción de sentido tiene un ineludible componente social. Es por esto que debe considerarse fundamental y necesariamente interdisciplinario releer la tecnología en clave de semiosis, para darle perspectiva a la producción y reproducción tecnológica, ya que estas definen y obturan nuestra acción y percepción del mundo por consecuencia.

Aclarado esto, podemos comenzar a notar cómo la inteligencia artificial, así como lo fue cualquier tecnología que se adueñó de su tiempo, no sólo es un recurso y herramienta invaluable sino una forma que construye y significa nuestras realidades dentro de su marco.

Desde la construcción y la utilización de estos sistemas, se nos presenta a las inteligencias artificiales como conexiones neuronales complejas de entender y de trabajar. Pero contradictoriamente a esta complejidad, se nos afirma que está muy lejos de poseer inteligencia. Los perceptrones, sus pesos, sus funciones de activación, las diferentes tipos de algoritmos y maneras de filtrar la información no son suficientes para despertar siquiera la curiosidad de algunos estudiosos. Con lo cual estoy parcialmente de acuerdo: es cierto y muy probable que su inteligencia no sea inteligencia humana. ¿Cuánta distancia existe entre nuestra inteligencia y la inteligencia artificial? ¿Es imposible compararla con la inteligencia de otras especies o formas de vida? ¿O acaso aún nos creemos capaces de arrogarnos conceptos tan amplios como “inteligencia” para una sola forma de pensar, interactuar y significar el ambiente que nos rodea? Mientras tanto… la semiosis de las ciencias continúa relegada en un cajón, apartada de cualquier posibilidad de incidir en su producción y reconocimiento. Pero volvamos a las preguntas que nos interesan: ¿Es la inteligencia artificial un paso primitivo al borde de la creación de otras formas y modos de inteligencia no-humanos, no-biológicos? Con esto en mente, considero que resulta insuficiente tratar la complejidad (por momentos insondable) de los algoritmos entrenados, como si fueran una simple destilación instrumental de nuestra propia inteligencia, o mejor dicho, de nuestra propia (in)capacidad y percepción humana. Por el momento, hemos relegado a la IA a encargarse de tareas de iteración con la única función de resolver y facilitar. Pero me pregunto: ¿sería imposible descentralizar la idea de inteligencia y entender que de cada diccionario de datos, de cada [dataset] colectado y coleccionado para entrenar estos sistemas de aprendizaje automático, tanto supervisado como no supervisado, tanto técnicamente sesgado como no, se contiene una posible visión del mundo? Porque de nuestra voluntad por analizar y comprender la realidad más allá de nuestras capacidades “naturales” pareciera existir una ilusión tácita pero enorme: encarnamos a Prometeo, programando y apadrinando múltiples extensiones de nosotros mismos, cuando en realidad muchas veces (sino siempre) son nuestras extensiones, tecnologías e imaginaciones, las que acompañan y completan nuestra forma de percibir y actuar en el mundo. El cuento fue mal contado: Prometeo ha sido infectado por su propia invención.

Y en relación a la construcción, a la programación del conocimiento, del sentido, de la realidad, podemos también preguntarnos: ¿que algo sea programable lo vuelve humano por extensión? ¿Qué sucede con estos organismos, apadrinados entre lo humano y la biología cibernética? ¿Aplicar la epistemología humana en “la realidad”, a nuestros instrumentos de conocimiento, nos convierte en dueños de una única e irrepetible significación?

En el amplio sentido de la palabra, quiero decir: ¿contar con una percepción técnica de la realidad nos eleva sobre la propia técnica utilizada para recabar estas perspectivas y conocimientos? ¿Acaso no nos han enseñado las metodologías de la investigación científicas o la historia completa de las ciencias y el conocimiento, que el entendimiento está configurado por default en contingencia?

Cabe preguntarnos, entonces, ¿qué sucede cuando estas tecnologías son encasilladas en producciones de sentido antropocentristas? ¿Y qué sucede con estas materialidades virtuales, si las dejáramos escapar a nuestros conceptos y parámetros humanos de lo que es considerado como “inteligente”, e intentáramos darles autonomía semiótica? Existe un punto en el que, al entender la IA como una extensión de los conocimientos se acaba pretendiendo que la IA personifique lo humano. ¿Cabe acaso la pregunta de si no hemos fabricado algo más? ¿Algo diferente? ¿Un otro tipo de inteligencia? ¿Algo que responde a otras normas, otros procesos de obtención del conocimiento, otras percepciones (o la falta de estas) que culminan en la capacidad de construir otras posibilidades de significación y de reconocimiento? ¿Existe un futuro en el que podamos trabajar junto a la IA y no con la IA?

Si pudiera atisbar una conclusión en relación con las preguntas planteadas arriba, diría que, en el sentido semiótico y epistemológico, queda claro que la tecnología no construye: nos constituye. Y que quizás no es imposible, pero sí muy poco acertado, ahondar en las posibilidades de la IA sin tener en cuenta que toda construcción de sentido es social. Es imposible negar que tenemos una vida híbrida, entre lo físico y lo virtual. Nos encontramos sumergidos en plena algoritmia y tecnología; somos los anfibios de una era que posiblemente poco le queda de humana.

Por último, a modo de cierre -y en un tono si se quiere más poético-, una simple pregunta:

 

¿los androides sólo sueñan con ovejas robóticas?

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