POR FIN

El hombre acomodó su reposera distraídamente en el patio. Sostenía el libro con la otra mano, mientras pensaba en que por fin podría sentarse a leer, harto como estaba de su trabajo, de sus compañeros de trabajo, de sus propias necesidades vitales. Se sentó dejándose caer y recordó al pesado de Herrera que hoy le había contado un chiste sobre suegras antes de irse y se había reído tanto de su propia gracia que no notó que su interlocutor se había limitado a esbozar algo lejanamente parecido a una sonrisa de compromiso.

Por fin, pensó y abrió el libro que había comprado cuando volvía de la oficina. Se llamaba La metamorfosis. No lo conocía más que por su nombre: sabía que era un libro famoso, un libro importante, aunque, meditó, muy pequeño para ser tan importante. Ese razonamiento fue el que activó su curiosidad. Lo vio en la estantería de la librería de usados, vio que el precio no era irracional y decidió llevarlo.

La primera página se abrió frente a él y casi automáticamente un mosquito se posó aproximadamente en la tercera palabra. Pretendió espantarlo con la mano, pero lo aplastó y lo desparramó por la cuarta y la quinta palabra. La puta madre, pensó. Lo limpió como pudo y se deslizó por el primer párrafo, a la vez con curiosidad y con cierta indiferencia.

Una abeja se acercó casi hasta su nariz cuando estaba ya en el segundo párrafo. El zumbido le dio piel de gallina. Automáticamente, sin sacar la vista del libro y probablemente creyendo que se trataba de otro mosquito, quiso apartarla con la palma de la mano, con el gesto de quien indica que hay olor feo y trata de disiparlo. La abeja le clavó su aguijón, se diría, con ese desdén ancestral del instinto. La concha de la lora, pensó mientras decía ¡Ay! en voz alta. Sabía que no era alérgico así que buscó minucioso el aguijón y se lo quitó con sus uñas alargadas por el abandono. Le ardía un poco, pero siguió leyendo al mismo tiempo que aplicó su zapato con señorial soberanía sobre la abeja ya muerta, quizás para humillarla.

Cuando ya iba por la mitad de la segunda página, una libélula se paró con muchísima indiferencia sobre el dedo pulgar de su mano derecha que sostenía el resto del libro detrás de sí. Las patitas o tal vez las alas le hicieron cosquillas en el dedo. Me cago, pensó y movió el pulgar para hacerla volar. La libélula se fue y el libro avanzó unas diez o doce páginas dada la distracción del pulgar, que pronto logró frenar el proceso.

El hombre decidió que seguiría leyendo a partir de ahí. “Decidió” es mucho decir. Simplemente siguió leyendo a partir de una página que comenzaba con una palabra cortada proveniente de la página anterior. Leyó quizás dos o tres párrafos breves, hasta que sintió que algo caminaba por su tobillo. Pero… ¡la puta que lo parió!, pensó. Se rasqueteó por encima del pantalón con la mano izquierda, inclinando el torso hacia sus rodillas. El libro se cerró sobre su pulgar derecho que, esta vez, cumplió su misión.

Sea que lo que caminaba había muerto por efecto de la presión de su mano o que se había vuelto más sigiloso, el caso es que ya no sentía nada, así que abrió nuevamente el libro siguió leyendo.

La cagada de paloma cayó justo sobre la frase que estaba leyendo, al punto de que no pudo saber cómo terminaba. La concha del mono, pensó. Ni siquiera trató de adivinar qué palabras podían ser las que el excremento había tapado y se anticipó a la frustración de que tampoco podría leer algunas de las palabras que seguían en renglones posteriores, por la misma causa.

Un abejorro comenzó a rodear parte de su cabeza con un zumbido ensordecedor, pero el hombre pensó Me chupa un huevo y avanzó al siguiente párrafo y luego a la siguiente página.

Un camino de hormigas comenzó entonces a aparecer en su pantalón, pero él no podía o no quería ya notarlo. Las hormigas eran rojas y cuando llegaban a la bragueta, que por desgracia estaba abierta, se metían allí directamente. El hombre se agitaba por momentos, ante las diversas picaduras, pero no corría la vista de la página.

No pudo evitar ver cómo una arañita más o menos pequeña, aunque bastante patona, bajaba de su mano hacia el libro. Había recorrido todo su cuerpo y ahora se disponía a fabricar una leve telaraña entre las dos páginas que los dedos mantenían separadas. La mariposa que se posó casi inmediatamente después y que tapó casi por completo uno de los párrafos se vio de pronto en una lucha por su vida contra la araña hambrienta. El hombre pasó la página porque ya había terminado de leer esa parte y con ese acto mató o aprisionó a las luchadoras en una y la misma acción.

La sensación de caminata que había sentido sobre su pierna regresó. Algo se movía en el interior de sus pantalones con gran velocidad. Esta vez no se rascó, apenas si se movió un poco y probablemente para acomodar la postura.

Por su boca entreabierta entró un considerable mosquito, pero sus ojos no lo notaron. La página volvió a pasar, mientras un tábano furibundo le picó la mano izquierda. Un par de avispas se habían posado ya sobre su cuello, dispuestas a clavar sus aguijones, mientras el primer alacrán que había emergido de la rejilla del baño y que había hecho todo el camino hasta el patio comenzaba a transitar su pantalón. El enjambre de cucarachas que había subido previamente por esa misma pierna se mudó entonces a la panza, que cubría una camisa blanca desabrida, para evitar el inminente ataque del alacrán.

Casi sintió al sapo que se subió a su zapato para ver si podía capturar una presa. Sus gestos se habían vuelto automáticos y precisos: pasaba la página aflojando apenas el pulgar derecho, de manera que se soltaba solo una hoja. Aparte de eso, solo sus ojos se movían, balanceándose como si miraran un partido de tenis en cámara lenta.

Vinchucas, chinches, un grillo y un par de saltamontes paseaban ahora sobre su cuerpo como si de un montículo de tierra se tratara. Ya cientos de mosquitos lo envolvían, mientras él leía impasible y los espantaba apenas de sus ojos gracias al pestañeo regular que le aseguraba una mínima lubricación ocular. Las abejas constituían para entonces un enjambre vertiginoso que lo exploraba y lo picaba de vez en cuando. Alguna atrevida incluso llegó a meterse en una de sus fosas nasales, seguramente por pura malicia o curiosidad.

El hombre ya estaba casi completamente envuelto en insectos cuando apareció la primera serpiente. Las páginas seguían pasando a un ritmo regular y el hombre estaba ausente. A veces apretaba un poco los ojos por dolor o por molestia, pero no apartaba la vista de la página. La serpiente había llegado probablemente atraída por el sapo que seguía sobre el zapato, ya lleno a reventar. Era pequeña y colorida. Se deslizó con fría suavidad por debajo del pantalón del hombre y lo picó cerca del muslo, inyectándole un veneno mortal.

La segunda serpiente llegó tarde. No era venenosa, sino constrictora. El hombre sintió su abrazo poderoso y también el crujir de cientos de insectos, la hinchazón de sus propios ojos ya muy rojos y la destrucción progresiva de algunos de sus órganos ya paralizados por el veneno. Nublada, su mirada vio al pulgar dejando pasar una página más.

Cuando llegó la policía el hombre llevaba dos días muerto. Profundos pozos llenos de gusanos y otras alimañas poblaban su cuerpo, aunque las serpientes, el sapo y los bichos más grandes ya se habían ido. Un pájaro atrevido, posado sobre su hombro, le picoteaba los ojos clavados para siempre sobre la última página de La metamorfosis.

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