¿QUÉ PASA SI REALMENTE COMENZAMOS A OLVIDAR?

“El talentoso toma prestado, pero el genio roba”, escribió Oscar Wilde para beneplácito de todxs.

Leo muy poco, de manera que no puedo ni robar ni tan siquiera tomar prestado de los grandes autores. Me limito a robarle a Negrito, compañero de música y de vino tinto; ante todo, lector inagotable. Su antiguo departamento, a metros de la Plaza Colón, no conocía otra luz que la de un anacrónico velador. Nunca supe si se trataba de un mono-ambiente; si eran paredes o si eran libros. Lo cierto es que el espacio estaba subdividido por volúmenes que de piso a techo recorrían las artes y las ciencias, la literatura y la filosofía. Negrito contaba con una memoria también inagotable, espacio combinatorio abstracto, copa tras copa más abstracto. En nuestro último intercambio, no hace mucho, el hombre de los sms, del llamado por el fijo, el hombre de los mails que magistralmente supo gambetear a Zuckerberg, balbuceó: “…atragantados de memoria, confiados en la capacidad de almacenamiento, reposados cómodamente sobre el cloud storage, qué pasaría si realmente comenzamos a olvidar?”. Olvidar, no ya el camino al cole; olvidar el sentido mismo que tiene transitar ese camino diariamente. Qué pasa si no hay ya recuerdo que consultar en un cuaderno, en un diario personal, en internet; si ya no se presenta la intención que valga el esfuerzo de traer aquí una vivencia, un nombre, un rostro. Qué pasa si tenemos una conclusión, y ya no existe la premisa; o mejor, si tenemos soluciones a problemas que ya no recordamos. Tal era el punto planteado por Negrito, quizás, movido más en su pulsión intelectual que por genuina preocupación por lo que pasa bajando el ascensor. Sabíamos que no íbamos a poder lidiar con semejante interrogante. Yo, no obstante, pensé reconfortado que casi todas mis preocupaciones e inquietudes olvidadas desde el estallido, el club del trueque y la guerra con Irak, todas son de Google. Continuamos luego recordando pasajes célebres de Cyber Punk, y argumento va, argumento vuelve, acabamos discutiendo a Thomas Hobbes. El análisis parte del problema, de lo complejo, y se retrotrae como método de resolución al origen, a lo más simple. Por amabilidad con el lector, o por estricto respeto a la autoridad de Aristóteles, avancemos mejor de lo simple a lo complejo. Hobbes sostuvo que el mayor invento de la industria humana, antes que la imprenta, había sido la escritura. No recuerdo las palabras exactas de ese viejo gruñón; sí recuerdo la noción de ‘nota’ y con ello, sus reflexiones en torno a la función nemotécnica del símbolo escrito. (Cf. Hobbes 1994, 34) Gracias a éste, decía Hobbes, podemos traducir en marcas sensibles el discurso mental. (Cf. Hobbes 1994, 36) “¿Escuché decir discurso mental?”, pregunta Gottfried Leibniz, quien por la década de 1660 ya se estaba dando cuenta de que lenguaje y pensamiento son una y la misma cosa. Pobre Gottfried… tuvo que esperar dos siglos y algo más, tuvo que esperar a Wittgenstein y a Hilbert, a Turing y a Negrito, para ser debidamente comprendido. Pienso… la filosofía del siglo XX debió ser una larga e intrincada nota al pie del intercambio entre estos dos innovadores, Hobbes y Leibniz, intercambio que tan siquiera pudo ser, por cierto. Ya en la década 1670, su década ganada, la de la invención del cálculo diferencial y las andanzas por París (Cf. Hofmann 1974), Leibniz llevó al extremo el vínculo entre lenguaje y pensamiento. No alcanza, decía, con una simple traducción sobre el papel del tren de nuestrxs volátiles pensamientos; busquemos estrategias de codificación de lo mental; busquemos reglas infalibles de combinación para esos símbolos; descarguemos la memoria; exterioricemos el pensamiento; construyamos una Mathesis y dejemos que esa mole de símbolos mecánicamente derive todas las consecuencias por nosotros… veréis que el contador de arena de Arquímedes, con el que pretendía llenar grano tras grano el universo, arroja un número pequeño comparado con el número de verdades que la Mathesis podría derivar. (Cf. Beleey 2003) ¿Y ud. qué opina, apreciado lector? ¿No piensa como yo que Leibniz estaría muy feliz en esta cuarentena construyendo mundos, fase tras fase, con C++ o Python? Un largo silencio invadió la habitación, atravesada por una tabla periódica descomunal, poblada de instrumentos descuartizados, restos de comida y botellas a punto de morir. Sólo cabía ejercitar el pensamiento abstracto en ese espacio repugnante. Le retruco, simulando mantener el hilo de la charla: ¿y qué pasaría en cambio si realmente no pudiéramos dejar de recordar, si la biblioteca de Alejandría hubiera estado en la LTMi de algún antiguo? ¡Quiero vale cuatro! – exclama Negrito. A eso ya Borges se lo preguntó y se lo respondió. Irineo Funes “el memorioso”, continuó diciendo, tenía un don: podía recordarlo todo. En efecto, a Funes “le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)”. (Borges 1997, 134) El río de Heráclito al que no se puede entrar dos veces, era un cosmos de cifras para Funes, un torrente infinito, discreto sin embargo. Funes permanecía inmóvil, detenido en el tiempo; su colosal memoria lo había despojado de toda humanidad. ¿Qué vemos cuando vemos? ¿Qué escuchamos cuando suena una canción, cuando atravesamos la avenida? En verdad, no tanto. ¿Y qué recordamos tras ver y escuchar tan poco? No tanto más que un grano de arena del contador de Arquímedes de Siracusa. Del personaje de Funes parece resultar, contra todas nuestras intuiciones, que el hombre se define por todo aquello que ha olvidado, no por sus recuerdos. Ciertamente Borges nos ha engañado a todxs… como era por cierto de esperar. Seguidamente nos interrogamos con Negrito cuántos terabytes tendría un disco duro que almacene las memorias de Funes, y si era concebible un espacio público capaz de contener todos sus recuerdos. “¡A eso ya me ya me lo pregunté y ya me lo respondí!”, exclama ahora el propio Borges. Ciertamente, la Biblioteca de Babel, compuesta de galerías hexagonales, fue definida por el autor argentino como “una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible”. (Borges 1997, 88) Dicho en criollo, la biblioteca de Babel es infinita. Ese universo infinito que a Giordano Bruno lo mandó a la hoguera en tiempos de la inquisición, es el propio espejo que replica los recuerdos de Ireneo. Exhaustos, paramos la pelota. Pero de inmediato la sombra de Agustín nos obligó a no soltar el tema. También él supo gambetear a Zuckerberg. Agus no contaba con la memoria prodigiosa de Negrito. Era sí un hincha bolas, un gran batero, obse hasta la náusea. Concebía las cosas con tal rigor, que sólo escuchando a Bach, y a otras mandalas musicales de ese tiempo, supo desprender alguna lágrima. Hobbes debió inspirarse en él cuando escribió en el Leviatan: “Pensar es calcular”. (Hobbes 1994, cap. 5) Forzado por las circunstancias, aprendió alemán en pocos meses: claramente debió nacer a orillas de río Rhin, no del Paraná. A veces pienso que la Mathesis de Leibniz es un blend de Agus y Negrito. Estoy exagerando, les pido perdón por la licencia. En breve diré algo más sobre la Mathesis. Volvamos a la charla con Negrito. Para no pifiar y darle el gusto al Agus, fuimos a la compu. Lo putée (todavía no se pasa a Linux). Revisamos los subtítulos de Ghost in the Shell, el insuperable manga del ’95, et voilà: El hombre ha alcanzado su individualidad a partir de sus recuerdos (…) cuando hicieron posible que las computadoras externalizaran su sistema de memoria, debieron haber considerado todas las implicancias que ello tendría. (Ghost in the shell, 1995, min. 48:50) Palabra del Puppet Master (el titiritero): alabado sea. Este peculiar villano se declaraba en esa escena inolvidable como una forma de vida autónoma generada en el mar de la información; y en virtud de su autonomía, exigía a sus captores asilo político a fin de no tener que ser juzgado por sus delitos cibernéticos. ¿Quién era este villano? El Puppet Master era un algoritmo alimentado en una red vasta e infinita por cientos de millones de datos, por cientos de millones de programas, y programas que encapsulan otros cientos de millones de programas, programas masticados como datos (¿y acaso no lo son?). Continentes de cajas negras de información asimiladas por un programa computacional que devenía, por ese mismo hecho, en una forma autoconsciente de existencia. “¡Guau!”, se escuchó en FAMAF allá a mediados de la segunda década infame en Argentina. Pero retengamos el final de los dichos del Puppet Master, su advertencia desde el futuro: no deberíamos subestimar las consecuencias que se siguen de la digitalización de la memoria. Este 2020 pandémico lo pide a gritos. Ahora, si el hombre ha alcanzado su individualidad como empieza diciendo el Puppet Master a partir de sus recuerdos, o si por el contrario el hombre se define por todo aquello que se va, que olvida o que deja ir, como parece sugerir Borges, es un tema que por mucho en esta nota no podré cerrar. El lector seguramente querrá expresar su parecer con ingeniosos comentarios al pie. Lo cierto es que las variadas formas de memoria exteriorizada, reducida hoy a un océano sin horizonte de algoritmos, ese residuo porcentualmente muy significativo de nosotros que remotamente hemos extendido sobre notas en papel, arena o roca, todo eso es lo que somos y no podemos recordar. Nuestro alterego como especie; quizás, materia y antimateria, la ecuación desbalanceada que no para de aumentar; aquellx que, nos guste o no, de alguna manera también somos, la Mathesis binaria que nos odia a veces, y que a veces odiamos. Negrito ya casi no salía. Caminaba hasta la esquina de Avellaneda y 9 de julio, y volvía con algunos víveres y un Marlboro 20. Padeció de una fuerte congestión pulmonar. Agustín jamás volvió. Supongo que sigue en Alemania. Guardo todavía su obsoleta dirección de hotmail. Por pudor, no me atrevo a escribirle algunas pocas líneas. Sigo afilando la pluma. Con el paso de los años, probablemente, serán tan sólo estas líneas.

Bibliografía:

. Jorge Luis Borges (1997). Ficciones, 1944. Alianza Editorial.

. Joseph Hofmann (1974). Leibniz in Paris 1672-1676. His Growth to mathematical maturity. Cambridge University Press.

. Philip Beeley (2003). “Leibniz on the Limits of Human Knowledge: With a Critical Edition of Sur la calculabilité du nombre de toutes les connaissances possibles”. The Leibniz Review, vol. 13, 83- 91.

. Thomas Hobbes (1994) Leviatán, 1651. Trad. castellana: Mellizo, Carlos. Ediciones Altaya. S. A. i Long Term Memory (memoria de largo plazo)

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