EL HOMBRE
El hombre un día se vio al espejo, y observó a un extraño. Vencido. Un rostro arrugado de tristezas y frustraciones. Y lloró con él.
El hombre caminaba dificultosamente. Sus pies dolían más a cada paso. La enorme figura tambaleante inspiraba pena, no temor. Ya no.
No todos los pozos son iguales, pensó. Cada uno cava el propio hasta decidir que llegó al fondo. Y debe también decidir que hay que subir.
El hombre anhelaba esos días del pasado porque eran su vuelo de ave fénix. Una gloria efímera e inolvidable. Orgásmica e intensa. Lejana.
Ella. Nunca entendió por qué, pero nunca la olvidó. No tenía motivos para hacerlo. No fue imprescindible en su vida.
Ella, la libertina.
Ya no sé querer, le dijo, advirtiendo. Ya no me importa, susurró mirando a un costado. Y no sujetó esa lágrima que nubló su vista.
El hombre lloró su angustia al verse inmerso en una guerra no buscada. Un campo de batalla llamado percepción. Un enemigo llamado injusticia
En los últimos estertores de su existencia, supo.
Peleó la batalla agotado, sin fuerzas y con la peor arma. El hombre peleó con ingenuidad.
¿Qué hacer?, pensó el hombre. ¿Cómo y cuándo volver a respirar? O, lo más importante… ¿Para qué?
Esa noche el hombre y la muerte se abrazaron. En ese diálogo de miradas, reconociéndose, buscaron el infinito. Para decidir la eternidad.
Súbitamente la muerte lo soltó. El hombre abrió los ojos y ya no la vio cerca suyo. Respiraba. Se movía. ¿Estoy vivo?, se dijo. Sí. Aún.
El dolor estallando en su conciencia despabiló los sentidos. La vida que no elegía lo abrazaba. Y el hombre debió respirar. Seguir.
El hombre se mueve hasta morir, pensó. Ser, es moverse y hacer, descubrió. El ánimo, la decisión inconsciente de hacerlo.
Entonces caminó.