METAMORFOSIS I

 

Cuando Gastón Solano se despertó esa mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre la cama convertido en Diego Armando Maradona. No lo supo de inmediato, pero cuando abrió los ojos comprendió rápidamente que no estaba en su cama, ni en su casa, ni siquiera en su cuerpo. Se incorporó con cierta precaución, sin saber de qué se precavía exactamente. Se sentía más corto y más fuerte, mientras sus manos descubrían el pelo enrulado sobre su cabeza. Era de una extrañeza feroz y angustiante, por lo que decidió buscar un baño para verse en el espejo.

La luz apenas aparecía por algunas rendijas de la ventana y pudo notar que alguien dormía de espaldas a él en una cama contigua, dentro de la estrecha piecita. Decidió que haría el menor ruido posible y luego se encargaría de investigar al compañero.

De las dos puertas que alcanzaba a divisar, decidió por instinto que la que estaba a la derecha de la habitación era la del baño y hacia allá fue lentamente. Se encerró del modo más silencioso que pudo, pero al encender la luz no tuvo más remedio que lanzar un pequeño grito: el espejo le devolvía la imagen portentosa y juvenil de Maradona. Justo él, Gastón Solano, que era casi la antítesis de Diego: lechoso y espigado, de pelo rubio y de ojos verdes pálidos.

Se revisó en el espejo durante unos segundos. Tuvo tiempo de recordarse a sí mismo viendo a Diego jugar. Gastón era un fanático un tanto platónico de Argentinos Juniors desde chiquito y seguía viviendo en La Paternal como sus padres. Recordaba sus idas a la cancha con tanto cariño que le daba la sensación de que todos esos recuerdos se debían al equipo que amaba. Era también un fanático titubeante de Maradona, de sus goles en la selección, como cualquier argentino promedio, también por sus recuerdos infantiles.

Lo primero que se le ocurrió es que probablemente estaba soñando, pero los sueños lúcidos son muy poco frecuentes y de solo pensarlo le pareció que no podía ser. Claro que “poco frecuente” suena mucho más posible que “despertarse convertido en Maradona”, pero él rechazaba instintivamente esta respuesta. De cualquier modo, sus inquietudes y divagues se esfumaron cuando sintió los golpecitos en la puerta:

-Diego, ¿estás bien?- se escuchó del otro lado.

Al abrir la puerta se encontró de frente con Pedro Pasculli que lo miraba somnoliento, iluminado ahora por la luz del baño. Gastón volvió a sentir el asombro estremeciendo su cuerpo: era Pasculli, tal cual lo tenía pegado en un póster de su pieza cuando era chico, aunque a medio vestir y un poco despeinado. ¿Cuántos goles de él había gritado con su papá en la cancha de Argentinos? Quería abrazarlo, pedirle un autógrafo, pero se contuvo.

-¿Estás bien? ¿Te sentís bien?.

Gastón se quedó callado un par de segundos, solo para descubrir luego cómo la voz de Diego respondía desde sus adentros:

-Sí, sí, no te preocupés.

-¿Seguro? Anoche me dijiste que no te podías dormir, ¿descansaste algo?

-Sí, Pasculli, estoy bien. Dormí medio mal, nada más.

-¡Justo hoy!, bue… dejame pasar que me estoy meando.

Gastón tuvo alguna intención de preguntar por el día, por el año, por el lugar, pero temió alarmar demasiado a Pasculli. En cualquier caso, al rato tuvo que bajar a desayunar y entre comentarios y recomendaciones comenzó a darse cuenta de todo, en medio de la maravilla de estar rodeado de todos sus ídolos. Cuando apareció Bilardo y comenzó a hacer referencia a los ingleses, a la estrategia y a que finalmente jugaría el negro Enrique, Gastón terminó de comprender que se había despertado siendo Maradona el 22 de junio de 1986.

Su intranquilidad iba en crecimiento mientras miraba a Ruggeri, a Pumpido, a Valdano. Se acordó de su infancia, ese mismo día pero hacía más de treinta años, cuando con su familia esperaba el partido con su devoción futbolera de niño argentino. Tanto pensaba Gastón que se sentía incapaz de decir una palabra.

El desayuno fue ligero y luego tuvieron otra charla con Bilardo. Casi no prestaba atención, aunque sí estaba pensando en el partido y en esa ocasión entre soñada y pesadillesca que se le presentaba. Había visto el partido una sola vez, aquella vez de su niñez, pero se había encontrado con los goles muchas veces: en repeticiones por aniversarios, en compilados de internet y hasta los había buscado específicamente para verlos en alguna ocasión. Si cerraba los ojos, los podía visualizar: Maradona encarando, el pase fallido a su compañero y el pase aún más fallido del inglés hacia atrás que terminaba con la pelota en su mano sobrepasando al arquero; el otro con un pase corto que le llegaba a Diego, el giro para sacarse de encima a dos, la carrera cargándose a dos más, de nuevo al arquero y gol, el mejor gol de la historia de los mundiales o de todos. Se preguntaba si podría imitar aquello, si tendría ocasión de hacerlo, porque la hipótesis del sueño seguía revoloteando en su cabeza. Se preguntaba también qué estaría pensando Diego ese mismo día a esa misma hora: ¿Estaría nervioso? ¿Imaginaría algo de lo que vendría después?

Durante el resto de la mañana trató de actuar con normalidad o con algo que se le pareciera. No habló casi nada e intentó no llamar la atención. Su propio miedo y su perplejidad lo mantenían en una burbuja que los demás parecían respetar. Más cerca del partido tuvo la impresión de que los demás esperaban que él dijera algo, así que lanzó algunos gritos aislados de “¡Vamos, eh!” que sus ídolos encontraron francamente tranquilizadores.

Se dijo que si estaba allí, debía procurar ser realmente Maradona. Nadie debía notar que una conciencia extraña habitaba aquel cuerpo superpoderoso. Recordó entonces la famosa anécdota comentada varias veces por el Tata Brown según la cual Diego los había arengado haciendo referencia a la guerra de Malvinas. Como no recordaba cuándo había sido aquello ni las palabras exactas, decidió hacerlo mientras ingresaban a la cancha, con todo el ruido de fondo y el calor insoportable del mediodía mexicano. No creía poder lograr el carisma del Diego original, pero trató de hacerse escuchar. Aprovechó el momento de llegar a donde se ubicarían finalmente y comenzó a decir, mirando al Tata en particular:

-¡Vamos, eh! Que estos hijos de puta capaz nos mataron a un vecino, a un amigo, a un familiar. Hay que ganar…

Nuevamente, notó cómo sus palabras relajaban los rostros de los otros jugadores, como si estuvieran esperando aquello luego de tanto silencio maradoniano.

Cuando se ubicaron en la cancha, Gastón creyó que iba a vomitar su corazón agitado. Sacaban los ingleses y él acudió rápido a presionar, con lo que consiguió un pase atrás. Poco después regaló una pelota y se sintió horrible. No recordaba una sola imagen de Diego perdiendo una pelota. Sus compañeros le cedían los tiros libres directos y los córners tirados desde la derecha, pero con eso lograba cumplir bien dadas sus condiciones físicas y un mínimo de pericia.

Para cuando se estaba por cumplir la primera media hora, comenzaba a envalentonarse. Casi hacen un gol los ingleses por una mala salida de Pumpido, pero ese había sido el único susto, el resto era favorable a Argentina y él no estaba desentonando demasiado: intentó gambetear un par de veces y tuvo algo de éxito. Era como si las piernas le reclamaran velocidad. Valdano se la pasó de taco en cierto momento y él, forzado por la presión defensiva de los ingleses, se la devolvió de taco. Ese detalle contribuyó notablemente a reforzar su confianza porque sintió que podía más y hasta sentía una fuerza extra, se diría que un tanto mística.

Con ese mismo envión comenzó a encarar a cada rato a toda velocidad. Una vez creyó que se trataba del gran gol o al menos de una versión suya del segundo gol. Pasó a dos rivales y a Burruchaga que se le cruzó medio confundido por esa velocidad vertiginosa que había alcanzado. Un inglés lo trabó y terminó de cabeza contra un defensor. Por supuesto, le tocó patear ese tiro libre (que se fue apenas afuera) y también el otro que vino después y que pegó en la barrera.

Ahora comenzaba a preocuparse de nuevo porque no recordaba si los goles habían sido en el primer tiempo o en el segundo. Guardaba la esperanza un poco ingenua de representarlos tal cual habían ocurrido. Fruto de esa molesta desesperación es que se enemistó con el juez de línea: le tocaba patear el córner y sacó el banderín para estar más cómodo, teniendo en cuenta la masa de periodistas que se encontraba tan cerca de él. Discutió un poco, pero luego se acobardó por la posibilidad de que lo echaran justo a él y justo en ese partido, así que reacomodó el banderín y tiró el centro. Se dijo para sus adentros que el otro Diego, el verdadero, hubiera conseguido patear sin banderín.

El resto del primer tiempo pasó sin mayores sobresaltos. Varias veces aceleró de cara al área rival, probó tirar caños y le metió adrenalina al partido sin tener ocasión de meter un gol. Ya cerca del final recibió un codazo que lo dejó tirado por unos segundos y hasta tuvo que entrar el equipo médico, pero la verdad es que ese día él era irrompible.

Al comenzar el segundo tiempo movía Argentina. Diego se hizo la señal de la cruz y recibió el toque de Valdano en la mitad de la cancha, para luego pasarle la pelota al Vasco Olarticoechea. El partido no varió mucho en esos primeros minutos, más allá de algunos arranques geniales e infructuosos. Los ingleses tuvieron alguna oportunidad derivada de centros más o menos insulsos.

Aquel día Valdano no estaba fino y ya todo el mundo lo había notado. El gran goleador tenía problemas para recibir, pero fue eso lo que habilitó la magia. La pelota le llegó a Diego de pies del Vasco y la sintió como electrizada. No tenía más dudas. Pasó al primer inglés sin pensar, sin esfuerzo y encaró a los otros dos sabiendo que tenía que tocar para Valdano y picar al punto penal. Valdano no pudo controlar y el defensor inglés (pero Diego ya lo sabía) tocó para atrás. Shilton, el arquero, era enorme, pero Diego ni siquiera lo miró. Mantuvo siempre la mirada fija en la pelota y siempre supo lo que tenía que hacer.

Apenas hizo el gol dio un pequeño salto de festejo y salió corriendo para la derecha. Sus compañeros lo siguieron con cierta timidez, mientras los ingleses reclamaban que había sido con la mano. El abrazo con los ídolos fue mágico y luego vino el brazo izquierdo arriba, mirando al público. Los ingleses estaban verdes y salieron con todo, pero sus arrebatos eran flojos y Argentina siguió dominando el partido.

Cuando le llegó el pase de Burruchaga cerca de mitad de cancha, Diego creyó que le tocaba brillar de nuevo. Sin embargo, faltaban todavía algunos minutos para la que sería una de las mejores asistencias de la historia de los mundiales. Y ocurrió alrededor del minuto ‘54 aquel pase del negro Enrique. Para cuando Diego recibió la pelota, ya estaba nuevamente en piloto automático. Sus piernas sabían exactamente lo que tenían que hacer: esquivar a los primeros dos con el giro y salir rápido. Casi podía escuchar el relato de Víctor Hugo que sonorízó su infancia y que funcionaba como una arenga en su cabeza. Mientras corría movía sus labios: “Arranca por la derecha el genio del fútbol mundial”… sentía fuego en los tapones de los botines… “Y deja el tendal y va a tocar para Burruchaga”… pero él sabía que no había pase posible, solo se podía frenar un poco y dejar pasar al inglés por la diagonal… “Siempre Maradona, genio, genio”… y un reguero de ingleses frustrados… “Genio, ta, ta, ta, ta, ta, ta”… y Shilton, otra vez el pobre Shilton… “Gol”… y el patadón del inglés que lo derribó, pero ya no le importaba nada: lo había hecho, lo había sentido en su propia piel, en sus pies.

Salió corriendo entonces para el lado del banderín del córner y saltó con todas sus fuerzas. Seguía escuchando al relator en su cabeza: “Barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste?”

Por fin, por primera vez en todo el día, estaba tranquilo. Sabía que vendría un gol de los ingleses, ese que tanto preocupó a sus compañeros, pero él tenía muy claro cómo terminaba el partido. Cuando le pegó al arco ya cerca del final, lo hizo con ganas sinceras, pero era el palo el destino de esa pelota. Lo mismo para el tiro libre que vino después: habrá pasado cerca del palo para cualquiera, pero él lo veía increíblemente lejos.

No percibió el lío del final del partido. Besó su camiseta e incluso saludó a los ingleses. El resto del día fue de festejo para todos, menos para el doctor Bilardo, que ya pensaba en Bélgica. Diego festejó y fue feliz. Incluso a la noche, ya en su habitación con la compañía de Pasculli, seguía sonriendo como un chico.

Al otro día, Gastón despertó en su casa de La Paternal. Conservaba los recuerdos nítidos del día anterior. No supo si había soñado o no. Era cierto que había pasado un día completo porque su celular reventaba de mensajes y llamadas. No respondió de inmediato a esas demandas, sino que abrió YouTube y buscó imágenes del partido contra los ingleses de 1986. No podía estar seguro porque la calidad del video no era buena, pero él hubiera jurado reconocerse en algunos gestos, en algunas miradas de Diego.

Y esa fue la primera y la última vez que Gastón Solano fue Diego Armando Maradona.

 

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