LOS OBJETOS
El lugar era acogedor, tibio y luminoso, en contraste con el día allá afuera. Me senté frente a la máquina disfrutando del pequeño entorno. La idea era escribir la segunda parte de un policial que estaba a punto de publicarse, aunque quizás no estaba muy convencido, quizás debía dejar de lado la venganza del verdugo de Álvaro Méndez para que el lector terminara con ese infame.
La página en blanco es verdaderamente inquisitiva: reclama lo que no le puedes dar. Recordé el poema de Hernández “…perro que ni me deja ni se calla”. La solución, o más bien el impasse era recurrir al ron dominicano y el infaltable cigarrillo. Ni bien el sorbo calentó mi garganta alcé la mirada con placer y me quedé observándolo, era un mechón de cabello que colgaba al lado del arco del violín. Jugaba y se entrelazaba con las cerdas blancas y conservaba aún la forma rizada. Inmediatamente lo recordé agitado por el viento en pleno vuelo, seguramente jugando con el resto de la cabellera castigando la piel de la espalda. ¿Es que ahora se había transformado, había mutado a ser un objeto sin vida? ¡Putamadre, qué pregunta! Me acomodé en la silla. Sin dudas esto requería un segundo sorbo de ron. De repente, la bata y las pantuflas y las tazas y mi sillón y mi violonchelo …mis libros, todo parecía comenzar a moverse. Juro que no estaba borracho ni intoxicado ¿O sí?
Cuando el buen sentido se hace añicos no tiene mayor importancia la causa que lo alteró. Todos los objetos del lugar me acorralaban dulcemente y hasta el ron desde su encierro en la botella me sonrió socarronamente. Fue cuando no me atreví a voltear hacia mi cama, aún desordenada desde el tibio sueño compartido. Había quedado a la espera, pero no quise mirarla. Fue Chopin quien me susurró desde lo más profundo de mis sentidos.
-No te hagás el pelotudo, aquí estoy en tu cama, mírame!
Giré la cabeza y sin poder evitar la sonrisa que llegó desde mis tripas, caminé hasta el borde y acaricié el cobertor. El “Nocturno…” seguía sonando, pero esta vez desde las almohadas. Fue en ese momento donde me impactó el fortissimo. Fueron sus pechos, su boca, las manos y el maravilloso y húmedo calor que me cortó la respiración. Me faltaba el aire y no quería salir de ese estado, de ese mundo ingrávido. Sin dudas estaba drogado y yo era mi propio alucinógeno. Los objetos seguían vivos, danzando con el vigor de los fantasmas buenos.
Otro sorbo de ron, otro cigarrillo. Mirar todo eso era demasiado, no me dejaba pensar. Cerré los ojos y apoye mi mano en la frente como quien sostiene toda la cabeza, estaban frías. A los gritos, otras manos tibias recorrieron mi espalda. Todo aquello no dependía de mi voluntad, estaba en un bello viaje del que no podía ni quería volver. ¡Qué tramposa jugada me había tendido ese mechón de cabello! Él se había confabulado con el resto de objetos de mi altillo y de la mano de Chopin me dejaron claro lo que significa amar a alguien.
Salí de ese lugar endemoniado y mágico. El frío de la calle recompuso mis sentidos o bien me alejó del miedo de estar en ese mundo donde nada se ajustaba a la lógica y a la razón.
Recompuesto, volví a entrar y el calor del lugar me reconfortó. Esa banda de cretinos ya se habían quedado quietos y su comandante ya no sonaba. Con gesto triunfal y orgulloso de mi autocontrol me senté frente a la máquina para continuar con mi trabajo.
El brusco sonido fue gratamente traicionero. Escuché a mis espaldas que alguien mordía con sensualidad y gula una crujiente tostada.
El infierno del Dante tenía sentido. Tenía sentido la atenta mirada de la pequeña y dulce Beatrice.