LA INSOPORTABLE LEVEDAD DEL MEME
“Es mejor permanecer callado y parecer un tonto que abrir la boca y disipar toda duda.”
Mark Twain o Maurice Switzer o Arthur Burns o Abraham Lincoln o John M. Keynes
Olvídense. No voy a hacer referencia a la incontinencia verbal de los últimos días del Excelentísimo Señor Presidente de la Nación.
Bueno, un poco sí. Si vamos a hablar sobre el hablar será inevitable hacer referencia a las anómalas manifestaciones perpetradas por nuestro primer mandatario en el marco de la visita del presidente español Pedro Sánchez. No es la intención hacer un análisis político sino más bien una breve referencia sobre la comunicación de los funcionarios públicos (oficiales y opositores) que, a juzgar por la evidencia, parecieran hablarse encima con más frecuencia de la que sus investiduras toleran.
Aun con la dispendiosa asistencia del inefable Jaime Durán Barba, el ex presidente Macri ha ornamentado –y lo sigue haciendo- las redes sociales con desatinos de antología. Del mismo modo, la hábil declarante CFK no pudo esquivar la tentación de verbalizar algunas torpezas, aunque sin dudas fue el riojano Carlos Saúl quién mayor número de incoherencias declaró a lo largo de sus diez años de reinado.
Pero la “jeta floja” no es una exclusividad criolla. Allende las fronteras nos encontramos con fulanos de la talla de Jair Bolsonaro, Donald Trump, Nicolás Maduro, Luis Lacalle Pou, o Mariano Rajoy, sólo por nombrar algunos, que nos alegraron y nos siguen alegrando estos aciagos días con sus disparates cotidianos y los agudos memes que de ellos derivan.
¿Pero qué le pasa a la política que es incapaz de eludir las trampas que le tiende a cada paso la realidad de un nuevo paradigma de comunicación masiva? ¿Es un problema de la calidad intelectual de las dirigencias que alternativamente nos gobiernan o es el exigente contexto de exposición el que los lleva a cometer fallidos permanentemente?
En el bronce quedaron pensamientos como los que oportunamente pronunciaron Thomas Jefferson, Winston Churchill, Fidel Castro, Fernando Henrique Cardoso, Raúl Alfonsín, José “Pepe” Mujica, Julio María Sanguinetti, Felipe González o François Mitterrand. Sí, es cierto, ninguno de ellos tenía el nivel de exposición que tienen los jefes de estado hoy en día. Acaso quizás la única contemporánea que ha logrado cierta coherencia discursiva haya sido la alemana Angela Merkel y hasta por ahí, nomás.
Empecemos por el principio. La hipertextualidad no es para cualquiera. Se necesitan la templanza de un monje budista y nervios de acero -además de una predisposición natural para la retórica y la oratoria-. Hasta fines del siglo pasado las cosas eran más simples. Los medios de comunicación masivos estaban bien definidos y los voceros presidenciales hacían su tarea en un marco manejable. La política se hacía puertas adentro de los ministerios y luego asesores especializados, periodistas y hasta publicistas encontraban la dialéctica apropiada para comunicarles los actos de gobierno a la ciudadanía, con las debidas formalidades y por los canales destinados a tal fin. Las salas de prensa gubernamentales eran las vías de salida de la información a las que se sumaba algún que otro diputado comedido que aparecia en la tele, debidamente instruido y maquillado. Pero el advenimiento de las redes sociales y la deshegemonización de los medios tradicionales puso de cabeza la interacción entre gobernantes y gobernados. Sintéticamente, invirtió el embudo de flujo de información y actualmente las noticias oficiales (fakes, operadas o reales) se generan en cualquier punto del proceso. En estos tiempos cada funcionario es su propio vocero, despeinado, balbuceante o en la situación comprometida en que lo sorprenda el Zoom. Es cierto, da la sensación que el político de antaño era más prolijo, tanto en aspecto como en declaraciones, pero justo es decir también que no estaban expuestos 24/7 a la inquisidora demanda de los mass media actuales. Nadie puede salir ileso del permanente asedio de tantas cámaras, micrófonos y celulares. Ningún cerebro mayor de 30 años logra sobrellevarlo sin cometer uno o dos errores. A veces más.
Pero el factor más incidente en esta sobreexposición pública fallida responde a lo que es ya un signo de los tiempos. La democratización informativa que supone la incorporación de plataformas y aplicaciones a nuestra vida cotidiana nos ha sacado de nuestro rol pasivo/receptor para convertirnos en agentes de doble vía pasivo/activo-receptor/emisor. Es decir, no solo recibimos la información. También la generamos. Hoy nuestra existencia –social, al menos- está determinada por la participación en las redes. Si no posteamos, no existimos. Si no expresamos nuestros pareceres, no existimos. Si no compartimos la genialidad que se nos acaba de ocurrir, no existimos. Participar, opinar, subir selfies, likear, hatear, sharear ha dejado de ser opcional. Es nuestro certificado de supervivencia. De hecho, si nosotros, insignificantes seres de a pie, estamos sometidos a esta dinámica, con mayor razón lo estará un político que vive de la adhesión de seguidores. La diferencia, ciertamente, es que cuando nosotros nos equivocamos no pasa nada, más allá de un par de pulgares hacia abajo, en cambio cuando los funcionarios erran se desatan corridas en las embajadas y suenan las alarmas de las ONGs de grupos minoritarios. Los republicanos de paladar negro se agarran la cabeza y una vez más hay que salir a pedir disculpas.
En tiempos en los que la política se ha adaptado a los superfluos y fugaces arbitrios de la posmodernidad, un presidente, gobernador, intendente, ministro, legislador o candidato opositor que se queda en silencio está condenado al ostracismo. Por eso lo importante es hablar. Hablar mucho y tuitear más. Sobre cualquier cosa. Sobre todos los temas. Inclusive sobre temas que se desconocen, porque lo importante no es lo que se dice, sino decir algo. Lo primordial es estar presente, permanecer, ocupar el espacio, desbaratar el olvido. Aun al precio de equivocarse porque, después de todo, “errar es humano” y lucir más humano rendirá oportunamente sus frutos en las urnas. Habrá que acostumbrarse a la desopilante banalidad de los memes con caras de políticos. También tendremos que habituarnos a echar mantos de piedad sobre cada declaración destemplada, cada soliloquio desacertado o cada cita apócrifa. Son los riesgos de sobreexponerse a la radiación de un arma mediática de destrucción masiva que pocos conocen y menos aún saben manipular. Hasta tanto las nuevas generaciones, nativas del ciberespacio y habituadas ya a transitar el hipertexto sin sobresaltos, desanden sus propios caminos hacia el ejercicio del poder, difícilmente volvamos a encontrarnos con dirigentes comunicacionalmente sagaces, sutiles y certeros. Mientras tanto, no estaría mal que los políticos dejen de improvisar frases pretenciosas y contraten los servicios de profesionales que traduzcan sus confusas ideas al idioma de las palabras.