MALA VÍCTIMA

Lo vi justito cuando ingresó a la guardia del Hospital de Urgencias, esposado y acompañado por dos policías. La nariz sangrando, con chichones en la frente y un hematoma en la sien. Tenía la remera sucia y rota, con algunas manchas de sangre. A modo de palanca, ambos policías habían pasado las manos por debajo de las esposas y le empujaban la espalda hacia adelante haciéndolo inclinar.

Eran las primeras guardias que estaba haciendo durante la práctica final obligatoria (PFO) y quizás por el estado de alerta permanente que tenía, reparé en que las venas yugulares del lado derecho parecía que le iban a explotar. Supuse que era por la fuerza que hacía contra los policías o por la posición en que lo traían. Lo tiraron literalmente sobre la camilla de uno de los consultorios y dijeron:

– Ahí le dejamos al caco ese para que lo atiendan. Dice que le falta el aire, que no puede respirar. Todos hacen lo mismo con tal de no quedar presos en Bower. A estos negros de mierda habría que matarlos a todos.

No sabía si me estaba contando lo que había hecho, lo que estaba haciendo o lo que iba a pasar. Lo dejaron esposado, tal cual lo trajeron. Un policía se quedó de custodia en la puerta y el otro salió a fumar. Andrés, que era Residente de tercer año, me dijo, mientras levantaba el mentón como queriendo señalarme:

– Vos, el pibe de la “PFO”, andá a interrogarlo y revisarlo. Después venís y nos contás.

Entre el susto que me generaba enfrentarme solo a los primeros pacientes, y el contexto de violencia con el que habían tratado a esa persona, demoré un momento en levantarme.

Me acerqué, le pregunté el nombre y edad, tal como me habían enseñado. No me respondió. Lo veía respirar agitado, muy agitado. Estaba pálido y todo sudoroso. Me volvió a llamar la atención como estaban las yugulares del lado derecho. Literalmente parecía que le iban a reventar. Después de esa primera inspección, insistí con mi preguntas iniciales:

– ¿Cómo se llama? ¿Cuál es su nombre? ¿Cuántos años tiene?

– ¡Me falta el aire pendejo boludo, no puedo respirar, no puedo respirar!

Le pedí al policía que estaba custodiando el consultorio, que por favor le saqué las esposas para poder examinarlo. No me escuchó, estaba hipnotizado con su celular. Volví a insistir:

– Oficial, por favor, ¿puede retirarle las esposas?

– Al caco este de mier…

Lo interrumpí y le dije sin pensar, pero sin dudar tampoco:

– Al paciente este…

No me contestó, pero hizo una muesca de sonrisa irónica. Sin soltar el celular, buscó con la otra mano las llaves de las esposas que tenía guardadas en el bolsillo lateral del pantalón. Cuando se dirigió a mi paciente (su detenido), éste reaccionó con miedo y se sentó de golpe en la camilla. Comenzó a insultar al policía…

-¡Cobani hijo de puta, salí de acá!

Yo lo notaba cada vez más pálido y más agitado. Y cada vez me llamaba más la atención la manera en que tenía las venas yugulares del lado derecho. Sólo del lado derecho. El policía se acercó con la misma tranquilidad y soberbia con la que se acerca un cazador a su presa herida en el suelo, indefensa, asustada.

Lo agarró del codo con fuerza innecesaria y lo hizo girar sobre la camilla. Le soltó las esposas y sin la menor necesidad, le propinó un golpe de puño en la región dorsal derecha. Mi paciente gimió, más por bronca que por dolor. Me acerqué y comencé con un precario examen físico. No sabía qué buscar, ni sabía, por ende, lo que iba a encontrar.

Coloqué el oxímetro de pulso en el dedo índice de la mano derecha, mientras intentaba colocarle el tensiómetro en el brazo izquierdo. Me descolgué el estetoscopio del cuello, y miré de reojo el oxímetro. Indicaba una saturación de 75%, y frecuencia cardíaca de 135 latidos por minuto. Se lo cambié de mano, creyendo (y sobre todo esperando) que fuera un error. Mientras aguardaba la nueva medición, comencé a insuflar el maguito del tensiómetro. Tal como me habían enseñado, primero registré la presión palpatoria y luego la auscultatoria. Lo hice dos veces, el pulso era tan débil que me costaba identificarlo. Repetía la medición. El mismo valor: 80/40 mmHg. Miré de nuevo el oxímetro: saturación 73%, frecuencia cardíaca 140 latidos. Quise agrupar esos cuatro signos en mi cabeza, para esbozar algún síndrome; me repetía en silencio hipotensión, taquicardia, desaturación, ingurgitación yugular unilateral. Mientras mis neuronas trataban de englobar y asimilar la información, a mi cerebro le llegó un estímulo visual que derrumbó todo. El paciente acaba de desplomarse sobre el suelo, completamente pálido e inmóvil.

El estruendo que hizo al caer, alertó no solo al policía sino también al resto de los médicos y practicantes de la guardia. Yo me quedé parado, quieto, sin saber qué carajo hacer. Entró el residente de cuarto año, evaluó la situación y comenzó las maniobras de reanimación. Lamentablemente sin éxito. El caco había muerto.

Escuché decir al alguien en la sala “uno menos que ande choreando por ahí, no va a venir mal”. Realmente no podía creer la escena surrealista que me había tocado vivir. A la salida de la guardia, estaba la familia de ésta víctima y tuve la oportunidad de poder hablar con ellos. Mi paciente, el detenido, el caco, se llamaba Juan José, le decían “Chichi” en el barrio. Era de Maldonado. De chico sus padres lo habían abandonado. La madre se fue de la casa y al padre lo había matado la policía en un enfrentamiento. Chichi se había criado en la calle. Hacía lo que quería y un poco también lo que podía. Changas, vendedor ambulante, limpiaba vidrios en las esquinas.

A la semana, llegó el resultado de la autopsia que informaba “hemotórax derecho masivo secundario a fracturas costales múltiples”. Con el paso de los días, los medios de comunicación irían develando una parte y tergiversando la otra, sobre lo que había ocurrido.

La policía había agarrado a Chichi in fraganti mientras intentaba robar un par de zapatillas en la peatonal. Él se había resistido, no por desobediente, sino porque sabía que si quedaba detenido, sus hijos no comerían mientras él no saliera. Se resistió a que sus hijos pasaran hambre, quedaran solos. Se resistió. Esa era la causa judicial de detención “resistencia a la autoridad”. Pero la verdadera resistencia era al abandono de sus hijos, tal como lo habían abandonado a él. En el forcejeo, la policía lo había golpeado de forma brutal, por debajo de la ropa para que no se viera. Le habían fracturado las costillas del lado derecho y había sangrado por dentro, de manera metafórica y literal. Sus manifestaciones clínicas eran las de un shock hipovolémico por hemotórax derecho masivo.

Los medios de comunicación no se encargaron de contar o informar por qué se había resistido. No podían contar que había repetido hasta el cansancio que le faltaba el aire. Él, seguro mentía, porque era un chorito. Él no podía ser nunca, a los ojos mediáticos ni de la sociedad, una víctima. Tenía muchas causas, antecedentes, se había drogado miles de veces. Era un negrito de Maldonado, era un “caco” más. Podía ser, a lo sumo, lo que pareció ser en los portales de varios medios por unos días: una mala víctima.

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