LA PARÁBOLA DE UBIRATAN

Cuando el 2 de octubre de 1992 la policía militar del Estado de San Pablo ingresa al complejo penitenciario de Carandirú como respuesta al motín que venía teniendo lugar en el pabellón nueve, un saldo de 111 prisioneros asesinados pone al sistema carcelario brasileño en la lupa de las organizaciones de derechos humanos. Lógico. En el penal en cuestión, la cárcel más poblada del continente americano, eran albergados más de 7000 reclusos. No obstante, su capacidad edilicia se limitaba a 3250 personas (1). Una película homónima del año 2003, dirigida por Héctor Babenco, representa el horror de las ejecuciones en masa llevadas a cabo por los agentes que iban ingresando al complejo, sin mediar el menor intento de negociación.

            En junio de 2001, el coronel Ubiratan Guimarães, quien se encontraba al mando de la operación, fue encontrado culpable en juicio y condenado a 632 años de prisión por 102 de las 111 muertes ocurridas durante la masacre (2). Por ser réu primario (primera condena), apeló la sentencia en libertad condicional. Al año siguiente fue elegido diputado por el estado de San Pablo, motivo por cual el nuevo juicio, en febrero de 2006, estuvo a cargo de la Junta Especial del Tribunal de Justicia, que terminó absolviéndolo. Sus abogados argumentaron que sólo había actuado bajo estricto seguimiento de órdenes (3).

            Al parecer, las mismas cárceles en que el Estado tanto empeño y dinero invierte no resultan apropiadas para algunos criminales. En particular para aquellos que han cometido delitos de lesa humanidad contra la población carcelaria. Cabe entonces preguntarse: ¿existen efectivamente condiciones de seguridad en las prisiones latinoamericanas que garanticen a los convictos el derecho a la integridad física frente a guardiacárceles y compañeros de pabellón? ¿Cuál hubiera sido el destino de Guimarães si hubiera terminado sus días, digamos, en Carandirú? Nunca lo sabremos, por dos motivos. En primer lugar, porque el penal fue demolido en 2002. Y, en segundo término, porque Guimarães encontró la muerte con una bala calibre 38 en el tórax y una toalla en la cintura, en circunstancias poco esclarecidas allá por septiembre de 2006, antes de que la fiscalía pudiera apelar contra la anulación de su condena. A los pocos días, el muro frente a su casa rezaba la inscripción “aquí se hace, aquí se paga” a modo de pixo, el popular formato de grafiti suburbano paulista (4).

Treinta años después, la situación en las cárceles americanas no parece haber mejorado sustancialmente. Es decir, no parece haber mejorado. Tomemos por ejemplo el caso de Estados Unidos. Con más de 2.300.000 convictos, EEUU detenta una tasa de encarcelamiento que se acerca lenta y progresivamente al 1%, la más alta del mundo. Actualmente, se calcula que alrededor de 750 cada 100.000 estadounidenses están presos, para una media de 144 a nivel mundial. Este número se ha multiplicado cinco veces en las últimas cuatro décadas, pese a la caída en las cifras de criminalidad. Esto equivale al 22% de los prisioneros del planeta, mientras que la potencia norteamericana apenas alberga al 4% de la población global (5). Un informe del año 2014 de Human Rights Watch afirma que, desde la adopción en los años ochenta de leyes más severas contra el crimen, las prisiones estadounidenses se han visto sobrepobladas con criminales no violentos, que no representan un peligro para la seguridad pública. Esta categoría alcanzaría a más de la mitad de los convictos que cumplen condenas de un año o más, según el mismo informe. Así también, la mayor parte de las 159.000 personas que cumplen cadena perpetua en los Estados Unidos tampoco habrían sido condenadas por crímenes violentos, si no por recidivas en delitos contra la propiedad y ofensas relacionadas con el tráfico o consumo de drogas (6).

            El incremento tanto en la duración de las penas como en la cifra de encarcelamientos se vincula estrechamente con la adopción de políticas de tipo “three-strikes-and-you-are-out” (sentencias de más de 25 años para quienes tengan múltiples condenas criminales) y “truth-in-sentencing” (cumplimiento efectivo de plazos en prisión), fomentada por la industria penal norteamericana. Sí, por supuesto, en el gigante del norte la prisión también es una industria. Muy rentable, por cierto. Tanto más rentable cuanto más pobladas estén las cárceles. La gran ola privatizadora de los ochenta también arrastró consigo a los presidios. Las empresas CoreCivic (ex Corrections Corporation of America) y Grupo GEO, las dos mayores representantes del sector, en defensa de los intereses de sus accionistas, se involucran activamente (léase, cabildean) en campañas de promoción de leyes más severas que garanticen la plena ocupación de los establecimientos penitenciarios federales y estatales. Es el Estado quien paga a las corporaciones por el mantenimiento de cada convicto detenido, y es natural que las mismas no tengan la intención de invertir demasiado dinero en sus huéspedes, habida cuenta de que es precisamente ésta la forma en que ganan dinero: no gastándolo todo en los prisioneros. Esta modalidad completamente aberrante, ineficiente, inhumana, antidemocrática y, sobre todo, injusta de gestión del sistema penal se traduce esporádicamente en la aparición de escándalos mediáticos de corrupción como el “kids for cash” del año 2009, en que un informe reveló que, en el condado de Luzerne, Pennsylvania, la Mid Atlantic Youth Service Corporation, especializada en la administración de prisiones juveniles privadas, había estado pagando coimas a dos jueces durante diez años por condenar a penas de prisión a alrededor de 5000 jóvenes que habían cometido delitos menores, como robar DVDs de un Wal-Mart o meterse en casas abandonadas (7). Apenas la punta del iceberg de la catastrófica situación carcelaria estadounidense.

            Por su parte, Brasil vive una situación similar, con un incremento del 267,32% en el número de personas encarceladas en los últimos catorce años y unos 306 presos cada 100.000 habitantes (alrededor de 755.000 en todo el país) (8). El estado de San Pablo, como era de esperarse, se destaca por ser hogar de uno de cada dos reos a nivel nacional, al tiempo que dentro de sus límites convive apenas el 20% de la población brasilera (9). Ya en el año 2015 fuentes oficiales estimaban que el sistema penal del país tropical mantenía en sus presidios un 58% más de convictos de lo que era capaz de contener. El “excedente” trepaba a la astronómica cifra de 206.307 personas (10). Entre los casos más paradigmáticos se encontraba el del Complejo Policial de Barreiras, en el estado de Bahía, donde la fuga de 82 detenidos en noviembre de 2011 atrajo la atención de medios periodísticos locales y nacionales: 170 seres humanos se encontraban hacinados en un establecimiento con capacidad para apenas 28. En estas delegaciones, los detenidos esperan recibir sentencia firme, al igual que el 43% de los presos en todo el país, pero los tiempos de la justicia muchas veces trastocan la función de estas instituciones de paso, que tienden a la contención de un número de individuos cada vez más elevado en condiciones inapropiadas para una estancia prolongada (11). Por el mismo motivo, unos 9.000 reos en todo el país, que ya cumplieron su condena, siguen tras las rejas, esperando que los tribunales se expidan sobre su situación.

            En las prisiones federales argentinas, una sobrepoblación estimada del 12%, según datos del Servicio Penitenciario Federal, ya había llevado en el año 2019 (mediante resolución 184 del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos) a declarar la “emergencia en materia penitenciaria”. Unas 13.000 personas habrían sido encarceladas en los últimos 4 años, en su mayor parte por delitos relacionados con el narcomenudeo. Sin embargo, el incremento en la población penitenciaria no se vio acompañado de obras que provean la infraestructura adecuada para albergar a los advenedizos (12). Sólo en provincia de Buenos Aires, 44.000 presos se acomodan en 57 cárceles y 7 alcaldías con capacidad para apenas 29.000 (es decir, una sobrepoblación estimada por encima del 50%) (13). Si limitamos el análisis exclusivamente a las dependencias policiales, según algunas fuentes el excedente poblacional superaría el 300%. Ahora bien, uno de los factores que incidiría con mayor peso en el mantenimiento y la ampliación de esta brecha es el uso sistemático de la prisión preventiva: el 60% de los reclusos en cárceles federales se encuentra en esta condición, pese a que desde diciembre de 2016 el Congreso Nacional aprobó una ley que ordena celebrar un juicio oral y público dentro de las 24 horas de cometido un delito en flagrancia.

            Junto con la vulnerabilidad sanitaria que implica el hacinamiento, se conjugan en los cuerpos aprisionados otra serie de noxas deletéreas sobremanera conocidas. Qué decir de las torturas, vejaciones, maltratos, la falta de condiciones de higiene en las celdas, las temperaturas extremas y el estrés permanente del oprimido, cuando se constelan oportunamente con la falta de acceso al sistema de salud, “una de las aristas más complejas de la vida en prisión” según la Procuración Penitenciaria de la Nación. El mismo organismo reconoce, además, que “en comparación con las y los ciudadanos de la comunidad libre, las personas encarceladas se caracterizan por presentar altos niveles de prevalencia de problemas de salud asociados a las condiciones de vulnerabilidad socioeconómica que preceden a la experiencia de la prisonización” (14).

Desde esa perspectiva, es difícil comprender cómo la determinación del poder judicial argentino de liberar a parte de la población presidiaria para proteger su salud frente al avance del SARS-CoV-2, aun en línea con las recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y de la Organización Mundial de la Salud e incluso con el accionar de un sinnúmero de gobiernos de la región y del mundo, suscitó toda clase de reacciones al interior de nuestras fronteras. Y, más allá de que buena parte de la controversia pueda venir dada por la aparente intención del ejecutivo de sacar provecho de la situación para facilitar la liberación de ex funcionarios gubernamentales, al mismo tiempo florece la posibilidad de abrir un debate sobre algunas cuestiones inherentes al sistema carcelario. Toman vigor, hoy más que nunca, temáticas particularmente conflictivas, como la reincidencia delictiva y, su contraparte, la “recuperación-rehabilitación social” del criminal. O, por ejemplo, las condiciones de salubridad en las cárceles y el acceso a servicios sanitarios por parte de los convictos. Además, se reavivan discusiones sobre la eficiencia del sistema penal entendido en términos administrativos, que hacen particular énfasis en sus demoras y su falta de dinamismo.

            Sin embargo, queda ausente del debate una pregunta. Una que podría al mismo tiempo ser la más incómoda y la más útil de todas. Aquella que con su mera exposición corre el riesgo de invalidar o eclipsar a todas las demás. Y tal vez por eso sea que siempre preferimos dejarla huérfana. Podríamos formularla, muy sencillamente, como sigue: ¿para qué sirve la cárcel?

            Privar de la libertad tendría, para Michel Foucault, una doble utilidad (15). Por un lado, castigar. En una sociedad en que la libertad es un bien que pertenece a todos de la misma manera, la prisión es el castigo igualitario por excelencia. Y no sólo eso: la ventaja del uso del tiempo en términos punitivos, tal como en el ámbito laboral, es su cuantificabilidad. A diferencia del sufrimiento, la pena, el dolor, la culpa y el remordimiento, el plazo de encarcelación es una magnitud mensurable. Por eso, Foucault reconoce una forma-salario de la cárcel que, en las sociedades industriales, constituye su “evidencia económica”. Si el delito ha lesionado, más allá del damnificado, a la sociedad en su conjunto, el infractor puede “pagar” su deuda con la comunidad al igual que un trabajador asalariado abona cualquier prestación: ofreciendo a la contraparte la disposición sobre su tiempo. La diferencia radica en que, en esta modalidad, el pago se realiza sin intermediación monetaria. Ello incluso ofrece la ventaja de acabar con el inconveniente de la volatilidad que implica el uso de divisas. No hay inflación, ni devaluación, ni evolución de la relación oferta-demanda que afecte a esta otra relación, muy estrecha y casi científicamente fundada en términos de proporción directa, entre gravedad del delito y plazo de la pena.

            Ahora bien, la lógica inmanente a este vínculo incuestionado entre lesión/delito y pago/tiempo es difícil de sostener. Por alguna propiedad simbólica, se supone que sea el castigo cuantificado aquel que repare el daño infligido (evidentemente no al damnificado, sino) a la sociedad. ¿Pero de qué naturaleza es exactamente este daño para exigir una reparación semejante? Si asumimos que, perforando el entramado de la legalidad, el delincuente deja abierta una brecha que sólo puede cerrarse a través de su penar, es entonces la prisión una amenaza para todos aquellos que pretenden alterar el orden establecido. La cárcel se yergue como un a priori para los sujetos que podrían verse seducidos a romper las normas de no existir violentas consecuencias a afrontar por sus actos. Actúa después del delito para poder seguir actuando antes. Y si no castiga con firmeza, no previene tampoco con eficacia. Entendida desde esta perspectiva, la prisión debe ser un lugar hostil. Algo así como el infierno en la tierra. De hecho, aquel tórrido y abyecto inframundo descripto por Dante, en su extensa analogía con la prisión, no parece perder actualidad jamás. Si la Iglesia católica supo imponer una terrible imagen del averno para mantener a raya a los creyentes menos apegados a la doctrina; del mismo modo, el Estado penal hace uso simbólico de la prisión a fin de desmotivar las viles intenciones de los ciudadanos menos disciplinados. El objetivo, el quid de la cuestión es, en uno y otro caso, el mismo: la disciplina.

            En segundo lugar, Foucault sostiene que el sistema carcelario funda también su evidencia en su papel de aparato abocado a la transformación de los reclusos. Concentrando y reproduciendo todos los mecanismos productores de disciplina del orden social, se supone un artilugio técnico, una máquina altamente eficaz, dirigida a cumplir el objetivo de reformar al convicto. La rehabilitación a la vida en sociedad se sostiene como un fin esencial en la doctrina penal carcelaria desde comienzos del siglo XIX. Esta tarea de enmienda sería inasequible en ausencia de dos medios: el trabajo y la reclusión. El primero ocupa el tiempo del detenido-obrero, lo familiariza con el rigor de la disciplina y, de esa manera produce, no solamente un individuo mecanizado y un ciudadano dócil, sino también un proletario. Hecho cuya utilidad pocos se atreverían a negar ante individuos que muchas veces no cuentan más que con sus brazos por todo bien. El encierro en soledad, por su parte, opera directamente sobre la psique presidiara, incentivando la reflexión y el remordimiento, y protegiendo al mismo tiempo al detenido del contacto con aquellos de peor estirpe que pudieran estragar su conducta.

            No obstante, el acto de recluir no restringe su finalidad a la modificación de los hábitos del preso. Cumple al mismo tiempo la función de aislarlo. Aislar al réprobo para proteger al conjunto del cuerpo social, rol que comparte con otras instituciones tales como los manicomios e, incluso en determinadas situaciones, los conventos y los hospitales. La reclusión juega un rol central en la condena de aquellos individuos que han cometido un delito grave contra la integridad física o psicológica de otras personas, demostrando a través del mismo ser peligrosos para el resto de los ciudadanos. Constituye en ocasiones el núcleo de los reclamos de la víctima o sus familiares, quienes exigen extensos plazos de encarcelamiento argumentando que delitos mayores demandan castigos más importantes y que se sienten amenazados ante la posibilidad de la persistencia del agresor en su entorno.

            A los efectos de convertir estas prácticas en estrategias costo-efectivas, el sistema carcelario reivindica, no sólo su derecho a la autonomía administrativa, sino además una parte de la soberanía punitiva. Es precisamente éste el nivel en que lo carcelario excede lo judicial. Es ésta la instancia de legitimación de los excesos. “Ahora bien —afirma Foucault—, este exceso se advierte (…) desde el nacimiento de la prisión (…). Se puede ver bien el signo de esta autonomía en las violencias ‘inútiles’ de los guardianes o en el despotismo de una administración que tiene los privilegios del lugar cerrado”. Si lo penitenciario sobreagrega a lo jurídico toda una serie de suplementos disciplinarios (a saber, un esquema político-moral de aislamiento y jerarquía, un modelo económico de fuerza aplicada a un trabajo obligatorio y un modelo técnico-médico de curación y normalización), lo hace porque se exige a la prisión que opere sobre los individuos en términos de transformación. Pero, curiosamente, la primera transformación que sufre el individuo dentro del aparato penitenciario no es el resultado de un proceso sino el primer paso tras su admisión: la sustitución del infractor por un delincuente. Si el castigo legal recae sobre el acto de un ciudadano, la técnica punitiva lo hace sobre la vida de un reo. El delincuente se distingue del infractor en que es menos su acto que su vida lo pertinente para caracterizarlo. Todo un complejo entramado de circunstancias biográficas hace que el criminal preexista al crimen. Esto, lejos de eximirlo de culpa, lo transforma en un individuo peligroso, capaz de seguir reproduciendo indefinidamente sus actos infames. Es el agente en su totalidad quien engendra el delito. Entonces, el aparato coercitivo carcelario debe enfocarse en reeducar al agente, reintegrarlo a la vida dentro de la legalidad. La cárcel está ahí para corregir esa anomalía.

            Es evidente que todas las aberraciones que acontecen en la realidad carcelaria parecen justificadas, además, por su rol simbólico frente al ejército delictuoso de los infractores en potencia que se encuentran en libertad. De algún modo, el pago por la falta cometida garantiza la continuidad del rol ordenador del Estado, y, para ser efectivo, debe hacerse a expensas no sólo del propio tiempo, como la ley estipula, si no de la totalidad del cuerpo del reo, que se verá sometido a innúmeras vejaciones de toda índole durante su estancia. Una concepción semejante permitiría explicar por qué las malas condiciones de las prisiones parecen recrudecer en países o territorios que atraviesan situaciones de caos social y donde zozobra la figura del Estado como defensor de la legalidad y el orden establecidos. Cabe preguntarse, entonces, si esta lógica de funcionamiento del Estado penal puede adaptarse a otros modus operandi, si prisiones que vieran limitado su rol exclusivamente a la privación legítima de la libertad, exentas de condiciones de violencia e insalubridad, podrían operar de igual manera. Al respecto, Foucault sostiene que, en términos históricos, “la ‘reforma’ de la prisión es casi contemporánea a la prisión misma”. La presencia de movimientos e instituciones tendientes a la corrección del funcionamiento carcelario desde los albores mismos de la prisión moderna da cuenta de lo intrínsecos que resultan la hostilidad y la insalubridad al presidio. De algún modo, estas instituciones forman parte de la mecánica carcelaria, tal cual una pieza de relojería.

            Ahora bien, el potencial beneficio de la cárcel en términos reeducativos es, sin dudas, su aspecto más controversial. Christian Jarrett, psicólogo y editor del British Psychological Society’s Research Digest blog, sostiene que “la evidencia que tenemos sugiere que la vida en prisión conduce a cambios de personalidad que probablemente obstaculicen la rehabilitación y reintegración de una persona”. Dos estudios llevados a cabo recientemente sobre prisioneros holandeses e ingleses, encarcelados a corto y largo plazo, respectivamente, llegaban a conclusiones convergentes: una vez cumplidos los plazos de reclusión, los individuos estudiados tenían menos probabilidades de continuar su vida dentro de los márgenes de la ley que las que tenían antes de ingresar al presidio. Esto debido a sus rasgos psicológicos, en que se destacaban la retracción social, la desconexión emocional, el aumento de la impulsividad y un empobrecido control atencional, entre otros aspectos (16).

Si, como nos fue enseñado, el aparato penal tiene por fin último reducir las infracciones a la ley haciendo uso de la prisión, es evidente que no se trata de un sistema muy efectivo. Estadísticas actuales en Europa y Estados Unidos confirman el “fracaso” del sistema penal: entre uno y dos tercios de los reclusos liberados reinciden en el curso de los dos a tres primeros años (17). No obstante, es posible que el fracaso de la prisión esconda en sí una utilidad social distinta a la imaginada. De no ser así, ¿por qué tanto interés en mantener (e incluso extender la magnitud de) un sistema semejante? ¿Acaso del accionar del sistema penal carcelario no se deriva necesariamente una sistematización de la delincuencia, en términos de inducción de la reincidencia, evolución del infractor ocasional a delincuente habitual, organización de un medio cerrado para el delito, etc.? En Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, Foucault pone en palabras la respuesta que ya imaginábamos: la prisión no está destinada a suprimir las infracciones, como es de suponer, sino a clasificarlas, distribuirlas y a utilizarlas. A “organizar la transgresión de las leyes en una táctica general de sometimientos”; a “administrar los ilegalismos” en términos de una “justicia de clase”. Y no sólo porque la ley misma o la manera de aplicarla sirvan a los intereses de una clase, sino porque “toda la gestión diferencial de los ilegalismos por la mediación de la penalidad forma parte de estos mecanismos de dominación”. A la luz de estos argumentos, la eficiencia del sistema carcelario queda demostrada. Y en forma palmaria.

            Por último, pero no menos importante, no debemos olvidar que todo el edificio del sistema penal se sostiene sobre los cimientos de la ética judeo-cristiana. En el fondo, son cada uno de sus axiomas y sus dogmas de fe los que orientan, mediados por la doxa, los ejes del derecho. Sus preceptos, incontrovertibles, con naturalidad aterradora trascienden la intimidad de las creencias y las convicciones personales y se trasladan al ámbito aséptico de las instituciones colectivas orgullosamente laicas. Para muchos de los lectores parecerá claro que el proceso que nos conduce a condenar a un agente por sus actos (en estrecha similitud con aquel que nos conduce a condecorarlo por sus méritos), independientemente de la pena aplicada, demanda una instancia previa en la cual se asume que el agente puede hacerse responsable por los mismos. Que no se malinterprete: no estamos hablando del proceso judicial, sino de un a priori que hace posible la judicialización, y sin la cual la misma no tendría razón de ser. Antes de que un juicio se arrogue el derecho a determinar la culpabilidad de un individuo, empujándolo al funesto terreno de la pena, existe un consenso sobre las condiciones de posibilidad de la culpabilidad en sí, entendida como responsabilidad sobre los propios actos. Es importante remarcar este aspecto muchas veces olvidado: la responsabilidad sobre los propios actos implica la noción de voluntariedad, que, pese a encontrarse profundamente anclada al pensamiento filosófico occidental y a la idiosincrasia judeo-cristiana, no debe ser entendida como un concepto universal ni mucho menos natural. De hecho, Giorgio Agamben en su libro Karman: breve tratado sobre la acción, la culpa y el gesto (18) plantea, revisando las fuentes bibliográficas, un origen relativamente reciente para el mismo en términos históricos. “Una de las pocas cuestiones —sostiene— en la que parecen estar totalmente de acuerdo los historiadores del pensamiento antiguo (…) es que en la cultura clásica no existe una noción correspondiente a la de voluntad”. Acto seguido afirma que el concepto moderno de voluntad “no es un dato de la naturaleza humana, sino una construcción compleja, cuya historia es tan difícil, múltiple y fragmentaria como la del Yo, de la cual en gran medida depende”.

            Es el concepto de crimen que merodea por estas páginas, el de una “acción sancionada, es decir imputable y productora de consecuencias”, el que constituye la base no sólo del derecho sino también “de la ética y la moral religiosa de occidente”. Y si es verdad que, como reflexiona Agamben, la desaparición de este concepto llevaría al derrumbe de “todo el edificio de la moral”, entonces es urgente comprobar su solidez. Tal vez el destino de la moral tal y como la conocemos no sea distinto al del tristemente célebre penal paulista que recordábamos al comienzo de este artículo. Al fondo del asunto, al final del túnel, queda pendiente resolver un primer enigma: “¿Cómo pudo una mente humana concebir la idea de que sus acciones podían hacerla culpable?”. Para responder la pregunta habrá que arremangarse y, a mano desnuda, disponerse a excavar entre las ruinas de Carandirú. Hurgar los escombros hasta quedarse sin uñas. Volver a sentir la humedad de la tierra entre los dedos.

1) “Bolsonaro admitió que quiere indultar a condenados por la masacre de Carandirú”, Diario Norte, Argentina, 31 de agosto de 2019.

2) “Sob ameaça de anulação, julgamento do Carandiru acaba hoje”, terra.com, Brasil, 29 de junio de 2001.

3) “Brazil annuls jail deaths verdict”, BBC News, Reino Unido,16 de febrero de 2006.

4) “Muro em frente à casa de coronel Ubiratan é pichado”, clikpb.com, Brasil, 13 de septiembre de 2006.

5) “COVID-19 and prisons in the US — a recipe for disaster”, ZME Science, Estados Unidos, 28 de abril de 2020.

6) “Nation Behind Bars: A Human Rights Solution”, Human Rights Watch, mayo de 2014.

7) “Jailing Americans for Profit: The Rise of the Prison Industrial Complex”, Whitehead, J.W., The Rutherford Institute, 10 de abril de 2012, disponible online en: https://www.rutherford.org/publications_resources/john_whiteheads_commentary/jailing_americans_for_profit_the_rise_of_the_prison_industrial_complex

8) “Propagação nas cadeias do Brasil criará situação incontrolável”, RTP Noticias, Brasil, 20 de abril de 2020.

9) Nuñez, B. (2018). A realidade do sistema prisional brasileiro. Conteúdo Jurídico, Brasilia-DF, Brasil. Disponible online en: https://conteudojuridico.com.br/consulta/Artigos/51427/realidade-do-sistema-prisional-brasileiro

10) “Uma breve análise sobre a situação dos presídios brasileiros”, jusbrasil.com.br, Brasil, consultado el 5 de julio de 2020, disponible online en: https://rodrigobede.jusbrasil.com.br/artigos/444136748/uma-breve-analise-sobre-a-situacao-dos-presidios-brasileiros

11) “Unos 130 presos se fugaron durante el fin de semana”, elterritorio.com.ar, Misiones, Argentina, 28 de noviembre de 2011.

12) “Cárceles y Covid-19 en Argentina.Sobre las ‘excarcelaciones masivas’”, nuevatribuna.es, España, 16 de mayo de 2020.

13) “Coronavirus en Argentina: con una sobrepoblación del 50%, las cárceles son otra bomba sanitaria para la Provincia”, Clarín, Buenos Aires, Argentina, 30 de marzo de 2020.

14) “El ‘uso sistemático de la prisión preventiva’ incide en la sobrepoblación de cárceles”, Perfil, Buenos Aires, Argentina, 14 de enero de 2020.

15) Foucault, M. (2009). Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión. Buenos Aires, Argentina: Siglo XXI.

16) “How prison changes people”, BBC.com, Reino Unido, 1 de mayo de 2018.  

17) “Prisons are failing. It’s time to find an alternative”, World Economic Forum, 9 de enero de 2019, disponible online en: https://www.weforum.org/agenda/2019/01/prisons-are-failing-time-for-alternative-sparkinside/

18) Agamben, G., & Ruvituso, M. (2018). Karman: Breve tratado sobre la acción, la culpa y el gesto. Ciudad Autónoma Buenos Aires, Argentina: Adriana Hidalgo Editora.

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