LA MESA
La cocina, el lugar más importante de la casa, está impregnada de aromas. Mi madre prepara la comida más esperada del día, el almuerzo, pero no uno cualquiera; es el almuerzo dominical. Los ojos de mi mente congelan la imagen, que no por repetida es menos hermosa.
En el centro está la mesa rectangular. En ella no hay mantel; la cubre un hule, que a lo largo de los años ha variado en diseño, pero no en color; siempre predomina el azul, el preferido de mi madre. Las servilletas son de tela; las descartables son impensables sobre nuestra mesa. Mi madre, experta en el reciclado de todo cuanto puede ser objeto del proceso, hace servilletas con cualquier retazo; de ahí que no todas sean iguales: algunas son de color liso, otras estampadas, rayadas, a cuadritos…
A esa mesa nos sentamos mis padres, mis dos hermanos y yo. Mi padre ocupa una de las cabeceras; mi hermano mayor, la otra. Mi madre se sienta en uno de los costados y yo, a su izquierda. Así ubicada, quedo al lado de mi padre también. El otro costado queda para mi hermano del medio, mi compinche, con lo que quedamos convenientemente enfrentados para darnos puntapiés, hacernos señas o pelearnos por la hojita de lechuga más tierna de la ensalada.
Nuestra sencilla vajilla consiste en platos de loza y vasos de vidrio; nuestros cuchillos, heredados de los abuelos españoles, son de acero Solingen y cortan como un bisturí. En el centro está la panera con rodajas de pan casero y a su lado, la ensalada ―de lechuga en invierno, de tomate y cebolla en el verano. También en el verano hay un plato con un racimo de uva cereza que, según una costumbre española heredada también de nuestros abuelos, comemos junto con la comida, no como postre.
El menú, sencillo también, está preparado con los ingredientes de rigor y con los que solo nuestra madre puede dar: amor y dedicación. No terminó la escuela primaria; sin embargo, con sus manos mágicas es una maestra elaborando nuestras comidas y haciendo malabares con la economía del hogar. Los domingos hace una de las tres favoritas: merluza frita con pizza casera, arroz con pollo o, por supuesto, tallarines. Los prepara a una velocidad pasmosa con la pastalinda que mi hermano mayor le regaló para un cumpleaños. En su tuco siempre hay tres o cuatro hojitas de laurel, que frecuentemente le tocan a mi padre y lo hacen renegar: “Para esto sí tengo suerte; para ganar la lotería, no”.
El postre no puede ser otra cosa que casero: dulce de membrillo, flan, arroz con leche con canela … Pero a veces, cuando el presupuesto lo permite, hay bananas. Todo un festín.
Mi hermano menor y yo hablamos hasta por los codos; no así el mayor, parco y muy serio. Cuando pide que le pasen algo, estallamos en vítores, a lo que responde: “para decir pavadas mejor me quedo callado”. Más vítores. Realmente nos divertimos a costa de él.
Parpadeo. Los ruidos se acallan, las imágenes se alejan. No está la mesa, no están mis padres. Están los recuerdos, y los aromas y sabores de esos almuerzos, que alimentaron nuestra alma para siempre.
Los comentarios están cerrados.