FUTURO APAGADO
Según William Shakespeare, en La Tempestad, “somos del mismo material del que se tejen los sueños, nuestra pequeña vida está rodeada de sueños”. Más acá en la línea de tiempo, para Sigmund Freud, en La interpretación de los sueños, “el sueño es el cumplimiento (disfrazado) de un deseo (reprimido)”.
Con el conocimiento empírico de éstos conceptos, Nicolás les señalaba a sus hijas, por las ventanitas del avión, las sierras de Córdoba, mientras ellas, con ojos de enamoradas lo miraban creyéndole todo. Era la mirada de amor padre-hija.
Llegaron un martes soleado, impecable. En su diáspora bolivariana, la aerolínea Avianca los había sacado desde Bogotá. En verdad eran venezolanos, pero en primer lugar se habían marchado a Colombia, y desde allí a Córdoba.
Huyeron del caos, la violencia y el hambre de su país. Vieron en primer lugar, marcharse a los más ricos, a los que no estaban acostumbrados a lucharla demasiado. Ellos se quedaron para pelearla, como siempre, como la vida los había criado. Pero luego, les tocó irse. No por falta de agallas, de huevos, sino por miedo, por supervivencia, por sus hijas.
La situación era insostenible en Venezuela. En una manifestación mataron a su esposa Verónica. Ese fue el límite. Junto con el resto de los venezolanos que se habían exiliado, pasarían a formar parte de la emigración más grande que había existido en la historia de occidente.
Llegaron a Argentina en busca de un futuro prometedor, o por lo menos mejor del que tenían en su Venezuela natal. Se instalaron en un barrio periférico de la ciudad para empezar a construir sus sueños y que sus hijas puedan vivir en paz. De a poco Nicolás, como tantos otros exiliados, comenzó a trabajar de lo que encontraba. Limpiando vidrios de autos en las esquinas, pudo juntar unos pesos para comprarse una bicicleta y caer como copo de nieve en el capitalismo de tracción a sangre, llevando pedidos por toda la ciudad. Lo primero que consiguió fue pedalear para la empresa Rappi.
Estaban viviendo con sus dos hijas, en la casa Alberto, un venezolano que estaba en Córdoba hacía más de cinco años. Maite, tenía 10 años y Morena 4. Nicolás pedaleaba y pedaleaba por toda la ciudad. Cada vez que no daba más, pensaba en su esposa muerta. Canalizaba toda la ira a través de la corona y el piñón de su bicicleta. La cadena, esa cadena que unía ambas cosas, era la que le permitía entregar los pedidos en tiempo y forma.
Casi un año después de haberse instalado en Córdoba capital, ya había podido ubicar a Maite en un colegio y a Morena en una salita. Eso lo aliviaba. Era una forma de sentir que de a poco las cosas se iban acomodando, de a poco, muy de a poco. Además, aprovechaba el horario del colegio, para seguir trabajando en changas (pintor, peón de albañil, jardinero) y otros rebusques.
Se habían instalado en el barrio Campo de la Ribera, junto a otros venezolanos. Alberto, se encargaba de cuidar a las hijas de Nicolás mientras éste trabajaba en la bici durante la noche. Era el mejor horario para repartir pedidos.
Todas las noches, alrededor de las ocho, se ubicaba con su bicicletita en el shopping Patio Olmos. Era una buena zona, estratégica, para captar pedidos y coordinar las entregas.
La mayoría de los estudiantes clase media/alta, que venían del interior de la provincia y del resto del país, elegían el barrio Nueva Córdoba para vivir. Casi todos, nenes malcriados de mamá y papá, que no sabían cocinar. O si sabían, preferían la comodidad de pedir comida.
Era jueves. Nicolás terminó de ajustar la cadena de la bici, la engrasó, y le cortó la punta a un clavo que trababa el pedal para que no se salga. Con esa punta de clavo, durante la mañana se había roto una media y lastimado el tobillo. Le dolía más la media.
Una vez que puso en condiciones su vehículo, fue hasta la casa de Alberto, le dio un beso a cada una de sus hijas y comenzó a pedalear hasta el Patio Olmos. Estaba bastante nublado, y el ambiente pesado, denso. Sentía que podía barrer el aire, de lo espeso que estaba. Llegó al shopping, se ubicó en su lugar de siempre, y se puso a charlar un rato con el resto de rappitenderos. Recibió los dos primeros pedidos y comenzó con el reparto. La noche había arrancado bien. Con esos dos primeros viajes, en un par de semanas, la empresa le pagaría cien pesos.
Después de entregar el segundo pedido, se vieron un par de refucilos, se escucharon truenos y al ratito se largó a llover. Era una ambigüedad, entre buena y mala noticia. La buena, era que seguramente por esa condición climática, los pedidos iban a aumentar; lo malo era que se iba a mojar toda la noche e iba a llegar empapado a su casa. Y el problema es que sólo tenía dos mudas de ropa. Una estaba sucia, y la otra era la que tenía puesta y que se estaba empezando a mojar y embarrar.
Entró el tercer pedido en plena tormenta. Varios de los rappitenderos decidieron dar por finalizada la noche, pero para Nicolás eso era una muy buena noticia. Significaba más trabajo, más dinero, mejores condiciones para sus hijitas.
Se dirigió a McDonald´s, retiró los dos combos y comenzó a pedalear bajo la lluvia. A las cinco cuadras llegó al lugar de destino. Mientras iba disminuyendo la velocidad del pedaleo, buscando la dirección exacta (27 de abril 564, piso 4, departamento B), un colectivo de línea le pasó a milímetros y a toda velocidad. No sólo lo empapó de pies a cabeza (más de lo que ya estaba), sino que también lo hizo perder el equilibrio y caerse. Se levantó rápido, pero no por el dolor o la vergüenza, sino por el pedido que tenía en la caja. Quería hacer la entrega en condiciones para tener la chance de recibir alguna propina.
Acomodó enseguida la bici sobre la pared del edifico, buscó el panel del portero y presionó el botón metálico de 4B. El botón tenía la misma forma y tamaño que una tetilla de perro. A los pocos segundos respondieron:
-¿Si?
-Rappi – contestó Nicolás.
-Ok, bajoooo…
Nicolás se miró en la penumbra del reflejo del vidrio de la puerta de entrada; notó que su gorra anaranjada con bigote negro, estaba con la visera corrida. La acomodó para quedar bien presentado y prolijo ante el cliente. Vio la luz del ascensor, y ni bien se abrió la puerta, apareció un chico de unos 20 años, vestido a la moda, impecable, fumando un porro y con un vaso de fernet en la mano derecha.
Uh, ¿qué pasó? ¿Nos mojamos papá?
Nicolás se lo quedó mirando y por dos segundos pensó qué responder a esa pregunta. Entre la caída, la lluvia, pensar en sus hijas… sintió la pregunta del chico como una provocación. Pero decidió dejársela pasar.
Si, un poco nada más – contestó sonriendo.
Fue hasta la bicicleta, abrió la caja de telgopor, que tenía el mismo color anaranjado que su gorra, y sacó el pedido. Dio media vuelta, y lo entregó.
El chico, puso el vaso de fernet en el suelo, y abrió la bolsa de papel madera. Encontró por un lado la hamburguesa, por otro el pan, al costado unos pepinos; y ni hablar de las papas. Estaba todo hecho un desastre. Sin mediar palabras, pero sí con toda la cara de desprecio que pudo, el joven de 20 años le pegó las últimas dos pitadas al porro que tenía. Tiró al piso el resto, agarró el vaso del suelo e ingresó otra vez al edificio.
A Nicolás lo invadieron unas ganas tremendas de llorar, y no se contuvo. Repitió en silencio una y otra vez el deseo de que, a ese pendejo de mierda, le agarrara una flor de gastroenteritis con esa hamburguesa. Mientras él lloraba, mojado y embarrado en la calle, porque la vida se empeñaba en complicarle el camino, el nenito malcriado de mamá volvía al 4B enfurecido porque su hamburguesa de McDonald´s estaba desarmada. Ese nene que antes de bajar estaba fumándose un porrito y tomando un fernet; en cambio Nicolás, antes de llegar había estado pedaleando, mojándose y reprimiendo todo su dolor.
Se sentó sobre el cordón de la vereda, y dejó que cada colectivo que pasara, le salpicara la cara con agua sucia. Era una buena forma de disimular las lágrimas, entre la lluvia. Los recuerdos vinieron uno tras otro. Se paró después de más de media hora. Agarró su bicicleta y emprendió el camino de regreso. Había dado por finalizada la noche de trabajo. Cuando quiso empezar a pedalear, notó que el pedal se había salido y no se preocupó en buscarlo. Solo quería regresar, acostarse y dormir. Todo había salido al revés. Él solo quería trabajar un poco más para poder juntar dinero para comprar el regalo que su hija le había pedido.
A la hora, estaba otra vez en Campo la Ribera, todo mojado. Se sacó la ropa y la puso a secar dentro de la casa. Esa noche durmió desnudo. Físicamente estaba como emocionalmente se sentía, desnudo. Lejos de su país, juntando algunos pesos como podía, viviendo de prestado en la casa de Alberto, que ya se había convertido en el abuelo de sus hijas.
El viernes, a primera hora, se despertó y fue hasta un par de cuadras a comprar unas tortitas de pan para el desayuno. Era el cumpleaños de Morena. Calentó agua, y preparó cuatro tazas de matecocido con un poco de yerba. Despertó a sus hijas, y Alberto se sumó al desayuno de festejo. Conversaron un rato y cantaron el feliz cumpleaños. Nicolás no puedo evitar ver como se derretía poco a poco la cara de ilusión de More. Ella le había pedido la tarde anterior una muñeca de Frozen como regalo. Y después que le cantaron, miraba para todos lados como esperando que su regalo estuviese escondido por ahí. Pero la muñeca no apareció.
Nicolás se fue a trabajar a una obra en construcción a unas veinte cuadras, con la ropa todavía húmeda de la noche anterior. Como todos los viernes, iba a recibir el salario semanal. Eran sólo quinientos pesos, que si bien no representaba demasiado, con ese dinero iba a poder comprarle el regalo de cumpleaños de su hija. Morena cumplía los 5 años ese día y le había pedido la muñeca gigante de Elsa de Frozen que todas sus amiguitas de la salita tenían.
Como todas las mañanas, Alberto las acompañó hasta la parada de colectivos, y las subió a la línea 18. El chofer ya las conocía y sabía que se bajaban las dos en el mismo colegio. Maite le dio un beso, y subió junto a Morena. Se sentaron en el primer asiento, que siempre quedaba reservado para ellas. Morena iba upa, tenían esa costumbre. Si bien eran hermanas, desde la muerte de su mama, Maite había tomado la función de madre transitoria. La cuidaba, la protegía, la acompañaba hasta la puerta de la salita, y después se iba hasta su aula de quinto grado. Eran conocidas por todo el colegio. Al medio día, la pasaba a buscar por la puerta y juntitas se iban hasta la parada del 18 para emprender el retorno. Ese viernes no fue la excepción.
Como Maite había notado la mirada de desilusión de More, hizo lo que estuvo a su alcance para poder mitigar el dolor. Ella sabía muy bien, a pesar de tener sólo diez añitos, lo que sentía su hermana. No era por la muñeca en sí, era por estar en otro país, sin su mamá y viviendo en la pobreza que vivían. Así que sabiendo eso, durante el recreo, Maite le robó a algunas de sus compañeras golosinas, lápices de colores y hasta un huevo kínder que una de ellas había llevado. Nunca había comido uno de esos, pero sí había visto que sus compañeras de año, de vez en cuando llevaban y todas se agrupaban en ronda para ver la sorpresita interna, que en muchas ocasiones venía como modelo para armar.
Cuando buscó a More por la puerta de la salita, le hizo una sonrisa compinche y le dijo que en el colectivo de regreso le iba a dar su regalo de cumpleaños.
Por otra parte, Nicolás aceleró el revoque fino que tenía que terminar para poder cobrar. Movía el fratacho a una velocidad descomunal. Quería desocuparse antes de las once de la mañana, para poder hacer tiempo de ir a comprar la muñeca que tanto quería More. Notó la desilusión de la mañana. La sentía como una espina clavada debajo de la uña.
Terminó a tiempo, agarró su bicicleta y a toda la velocidad que pudo fue hasta el centro de la ciudad para comprarla. Le dolía entregar más de cuatrocientos pesos a cambio de un poco de plástico con forma de muñeca. Pero quería tratar de alguna manera que More pase un día feliz. Y eso, por sí solo, no tenía precio. Se la envolvieron de forma despampanante y él ya se empezó a sentir mejor porque se imaginaba la carita de su hija al ver el regalo.
Sin dudar, de nuevo en su bicicleta, fue directo a la parada de colectivo. Se paró del otro lado de la calle y vio que Alberto ya estaba sentado esperando a las nenas. Le emocionó ver como se había encariñado y como las cuidaba. Pensó en la generosidad de ese hombre y le pidió a Dios que la vida le de fuerzas para poder devolverle todo lo que los había ayudado.
El 18 dobló la esquina y comenzó a disminuir la velocidad. Pudo ver a Maite y More, mientras iba frenando. Les vio la cara sonriente a las dos. Vio también que More tenía toda la cara llena de chocolate, y justo en ese momento, ella giró la mirada y lo vio a él. Vio también la enorme sonrisa que se dibujó debajo de esos labios con chocolate, cuando More miró hacia atrás de la bici y notó el paquete envuelto. Se bajó de un salto de la falda de Maite, y se metió entre las piernas de las personas que habían comenzado a bajar del colectivo. La manada de animales, la arrastró hacia la salida trasera sin darse cuenta. Maite la perdió de vista y desesperada se bajó por la puerta delantera para avisarle a su abu Alberto. Ni bien le estaba contando desesperada, ambos giraron la mirada a la izquierda y vieron como More se bajaba de la puerta trasera y salía corriendo por detrás del colectivo para cruzar la calle. Sin dudar, comenzaron a correr y al mismo tiempo a gritar desesperados ¡Moreeeeeeeeee, paraaaaaaaaa! …ese mismo grito salía al mismo tiempo desde arriba de una bicicleta del otro lado de la Avenida. Un chirrido inconfundible de una frenada apagó ambos gritos. Apagó las ilusiones, apagó a Alberto, a Maite a Nicolás. Apagó el futuro para siempre. More pudo llegar a saber que tenía su muñeca, su regalo de cumpleaños. Y el resto, Maite, Nicolás y Alberto, supieron ella se acaba de ir con su mamá.
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