DONATO, EL LEÓN Y LA FARÁNDULA

Durante la semana, en la entrada del club, los vecinos cruzaban a los borrachos del barrio. Pasaban el día mendigando y pidiendo comida una vez por hora en la pizzería de la vuelta. Compraban el vino cruzando el puente, en el centro, porque nadie del barrio les vendía. El más viejo, Donato, decía que no siempre fue así. Antes la gente del barrio mantenía a los cirujas y a los perros callejeros. Recibían ropa además de comida. Había terrenos baldíos donde dormir o esconderse para hacer las necesidades decentemente. Ahora los vecinos sólo mantienen a los perros callejeros.

El compañero de Donato, un hombre cubierto por placas tectónicas de mugre, no hablaba desde que apareció en el barrio. Caminaba echado hacia atrás, con la cara al descubierto. Como a otros cirujas, parecía imposible saber quién era o qué le pasó. No era peligroso. En el barrio lo toleraron porque años atrás defendió, con dientes y patadas, a unas chicas que volvían a casa el amanecer de un domingo. Dos borrachos se les fueron encima (o lo anunciaron), y a las chicas les hubiera alcanzado un trote para escaparse, pero gritaron además de correr, y al llegar los vecinos encontraron al ciruja desconocido pateando sin pausa a los curdas encogidos en el suelo. El justiciero resoplaba con la cara bien atrás, la quijada alta y la barba rala penetrando el espacio. Donato admiró de inmediato esa nobleza. Veía un nuevo amigo. Los borrachos más zombies, en cambio, los muertos caminantes que comen cerebros y no responden al dolor ni a la intimidación, a nadie le convienen. La vecina Anita esperó a la policía custodiando con la escoba bien plantada en tierra. Era una incorregible enfermera, que usaba algodón en lugar de papel higiénico, y barría enérgicamente cada mañana las veredas de sus vecinos inmediatos además de la suya, sin demostrar por ello ningún espíritu solidario.

Donato se consideraba a sí mismo y a su amigo dos escalones por encima de esos zombies. Podía describir esa diferencia porque había estado en el fondo. Sus intentos acabaron en una tremenda patada en los huevos, lejos del barrio, tantos años antes, seguida por semanas de dolor. Su compañero desconocido compartía el escalón, sin duda. El León, como lo llamaron después de que mostrara honor, ni siquiera pegaba a los perros que le robaban comida o a los gatos que meaban sus cartones-cama. El León nunca agradecía ni insistía en una limosna. Que era un ciruja y un borracho saltaba a la vista los fines de semana, cuando Donato y él recibían cantidades de vino gratis. Viernes, sábado y domingo había baile en el club. De los miles de asistentes, unos quinientos muchachos no ligaban nada, y se consolaban liquidando botellas entre ellos, quietos, a la salida, mientras el calor y la música del baile les llegaban atenuados. En la calle fumaban, hablaban a los gritos y compartían los vasos y botellas con Donato y el León. Donato los entretenía haciendo concursos de fondo blanco. Nadie podía ganarle. Alegres, los fracasados en el amor creían que ganarían en esto. Y pagaban a Donato y al León con montones de cigarrillos y botellas a medio terminar, que ellos guardaban en una obra abandonada, a media cuadra.

Esto era maravilloso para Donato y el León, pero el mejor momento llegaba el domingo. Un domingo Donato podría morir en paz. Cada séptimo día, escondidos entre las paredes a medio alzar y los yuyos creciendo explosivos en los cimientos abiertos, acababan una por una las botellas de plástico cargadas de mezcla caliente, vino con azúcar, tragos exóticos, licores viscosos. Despertaban en el silencio del domingo y agarraban, serenos, las botellas. Como si la vida fuera así cada día. Un paraíso. Eran felices. En las primeras siempre había la emoción de no saber qué estaban a punto de tomar. Qué venía en la botella. Qué ondulaba seduciéndolos. Pasado el mediodía todo era indiferente. Obedeciendo al sol, las sombras trazaban una parábola en el suelo y ellos las seguían, pestañeando entre los destellos de vidrios rotos, asfixiados de hambre. A veces los chicos jugando en la calle hacían ladrar los perros hasta que las cabezas parecían reventarse.

En esos momentos el León estaba a punto de hablar. Abría la boca y decía “na, na, na… na… naaa!” Eso fue lo máximo que nunca dijo.

Con los meses se habituó a su alias. Ahora respondía a su nombre alzando una mano o desviando la cabeza (como el perro de RCA Victor), pero nunca mirando. El León recibía mejores limosnas que Donato. Él estaba, a los ojos del vecindario, más cerca de un perro callejero, que puede hacer guardia y cuidar a la gente bien, que de un ciruja como Donato, es decir, un ser humano ocupado sobremanera en lo que se llama, entre las orejas del adicto, hedonismo. La gente confiaba en el León como en un perro, y desconfiaba de Donato como de un ser humano. La situación nunca fue más clara, y mientras hubiera bailes los fines de semana la felicidad no los abandonaría.

Habían encontrado su lugar en el mundo, podían dejar de viajar, como tantos cirujas. Llegaban muchos de paso, algunos desde la terminal de ómnibus, otros cruzaban el vado cuando la policía los soltaba, los lunes a media mañana. Ambas subespecies, terminal y comisaría, vagaban insomnes y rígidos por el barrio, como vadeando un pantano, encandilados. Cuando les pedían vino, el León cedía las botellas fermentadas del domingo, buena mezcla para limpiar baterías o rebajar barniz marino. Donato, alarmado, intentaba detenerlo, discretamente, armando escenas o razonando solo, como para ganarle por cansancio. Los chicos de la cuadra los veían y les cantaban algo a lo lejos, antes de seguir pateando la pelota.

***

Los viernes a la tarde, previo al primer baile del fin de semana, Donato montaba guardia sentado en un pilar a la entrada del club, a poca distancia del suelo, con las rodillas más altas que la cintura. Leía, concentrado, un diario o una revista vieja que la gente tiraba (una vez alguien le sacó una foto mientras leía. Él no se enteró). Vender envases de vidrio no rendía casi nada, tampoco latas de aluminio. Ahora el negocio eran el cartón y el papel. Pero Donato y el León no estaban para esas caminatas.

Un viernes Donato encontró en la vereda un taco de revistas del corazón, de edición nacional. La columna de papel le llegaba al pecho. Mantuvo, como borracho experimentado, su confusión alta todo el tiempo que quiso, negándose a tocar aquello hasta que lo examinó ceremoniosamente, con las manos atrás y las cejas alzadas, despreciando. Pero era un desprecio figurado. Cuando alguien vislumbra una honda hermandad metafísica, una especie de doble, lo mira así. Donato era una basura humana. La gente, después de todo, lo necesitaba para marcar el vergel y cerrarlo herméticamente, como recomienda la Biblia. Este comercio de contrastes es el opio de los pueblos.

Apareció un carrero y alzó las revistas. Donato pidió unas para leer y el hombre le dejó un taco de cuarenta centímetros de notas de sociedad y celebridades exhibiendo sus pisos, cónyugues y caballos.

Cada foto representaba un paisaje increíble para Donato. Más de treinta años antes, pocas celebridades eran reconocibles sin las cirugías. En las fotos actuales, que Donato podía encontrar en el quiosco de la otra esquina del club, había sonrisas psicóticas bajo párpados sólidos como picaportes.

Encontró las fotos de una fiesta. Había una copa esbelta de ámbar espumante en una mano de cada invitado. La gente se abrazaba. Se tocaban los hombros, las cinturas. Posaban para las fotos concentrados en imprimir su alma en ellas. Estaban pintados, bañados y vestidos, y seguro olían bien. Algunos usaban un gorrito cónico de papel. Muchos colores. No cabían en sí de felicidad, con los ojos encendidos ante las cámaras y las bocas abiertas. Si yo hiciera eso la gente me rompería la cara, pensó Donato.

De pronto, en una foto, apareció el León. Donato llevó la revista a la luz para ver mejor, en medio de la vereda. Era él. Es él con sonrisa, pensó el León, estupefacto. Robusto y joven, y con anteojos. Afeitado porcelana, peinado a gomina, traje blanco y moño negro (Donato siempre intuyó que el moño era algo más que la corbata). No estaba su nombre, sólo el de la anfitriona, una señora Anchorena, y sus hijas: Amalia, Victoria y Silvina. El León dominaba el mundo con su sonrisa, y adivinen qué. La copa de champagne en su mano permanecía igual en cada foto. El León la olvidaba.

Ese viernes comenzaron, para aburrimiento de los que fracasaban en el amor del baile, las arengas de Donato hacia el León, animándolo a revelar su identidad y volver al mundo donde pertenecía. El León ignoró, como era costumbre, todas las palabras que no representaran su nombre. En vano le mostraron las revistas, y en vano los vecinos descendieron a hablarle y comprobaron la identidad de los rasgos. Un día vinieron de un canal de televisión y Donato enseñó, mugriento y tan borracho como podía un martes a la mañana, las fotos arrancadas de la revista. Pero el León se escondió esa mañana. Y la nota no saldría al aire a menos que la cámara registrara el rostro del único ciruja caté del país. No pudieron encontrarlo. El notero y el camarógrafo se fueron apenas Donato los tocó. Donato aparentaba desesperación, pero en realidad tenía ganas de reírse. La situación lo divertía sobremanera.

***

En pleno invierno apareció un periodista, solo y sin cámara. Quería ver las fotos. Donato las perdió tiempo atrás, no podría encontrarlas de nuevo. Todo se les perdía a ellos. Para entonces el León adquirió la costumbre de desaparecer durante el día y mostrarse recién a la noche, con tres cartones de vino para los dos. Dónde iba y cómo pagaba los tres vinos era un misterio.

Hacía frío. El periodista, llamado Julián, pateaba el suelo para calentarse. Donato bebía algo guardado del fin de semana y esperaba al León, a veces nombrándolo en voz alta. Julián se acercó temblando a Donato y le enseñó una foto de su compañero, muy vieja. No tendría más de veinte años, el pelo cortado a cepillo, y la mandíbula enorme ensombrecía un cuello delicado. La foto acababa en los hombros, adornados con charreteras. Le presento, dijo Julián, al infante de marina Juan Benito. Clase 1962.

Qué chiquitos tiene los ojos, dijo Donato echando un trago. Sí, es él. ¿Juan Benigno?, preguntó.

Juan Benito, corrigió Julián. Es italiano.

¡Y no me dijo nada!, gritó Donato.

No, no, insistió Julián. Vive en Argentina desde chico, aprendió a hablar castellano.

Donato no respondió. Cuando la gente le decía “no”, era hora de callarse. Los huevos se le encogían solos recordando la última vez que trató de ganarle una discusión a un sobrio.

***

Donato había olvidado la mayor parte de su vida. Nació en el campo, sesenta años antes, e hizo hasta el tercer grado. Se emborrachó por primera vez en unas Pascuas. Para el tiempo de la colimba, de la que zafó por tener las dos piernas enyesadas por su primer accidente borracho, escabiaba todos los días. Tenía primos y hermanos que tomaban como él, pero a los que les sucedían cosas importantes. Hijos, esposa, un partido político, un trabajo regular en la ciudad. A Donato le sobraba con hombrear bolsas.

Un día lo despertó un griterío en el pueblo, cuando dormía la curda en una casa abandonada. En la calle sesenta o setenta tipos, con mujeres y chicos, se trepaban a las cajas de unos camiones abiertos que la Municipalidad usaba para llevar piedras, arena o basura. Donato salió, indignado, y entre alaridos y abortados movimientos de brazos y piernas pidió silencio para dormir. Los viejos vecinos y conocidos de Donato se rieron y gritaron más fuerte. Lo subieron a un camión lleno, que arrancó enseguida. De pie entre ellos entró en vértigo: el olor del campo abierto, el viento avivando la ropa vieja, secándole la cara y moviéndole el pelo, sobrecogedor, como descubrir el mar. La alegría lo invadió, empujándolo a gritar con los otros. Aquello parecía una hinchada de fútbol, como las que se oían en la radio.

Más adelante, antes de llegar, apareció vino. Todos bebían. Donato alargaba cada trago, provocando admiración en los demás. Entraron raudos en la ciudad. Bajaron en racimos. Aparecieron bombos y pancartas, carteles enormes. Donato intentó leer. No pudo. No olvidaba las letras, ni las palabras. Sólo tenía pereza, una profunda pereza existencial de borracho.

Estaba en un acto político. Estaba en la gran ciudad, a la que fue sólo dos veces cuando era chico. Había tanto vino entre la gente, y ginebra, y whisky, que decidió quedarse. En el pueblo los hermanos no lo extrañaron.

Con este hombre contaba Julián, el periodista, para encontrar al León, el ciruja que posó junto a la alta sociedad.

***

Sentados en pilares, a la luz anaranjada de los focos callejeros, sin canto de grillos ni de ranas por el invierno, Julián preguntó a Donato, el ciruja, mientras le tendía un vaso de café: ¿Cuántos años tenés?

Donato no sabía.

Bueno, dijo Julián. Seguro tenés como sesenta. Parecés de ochenta. ¿Vos sabías que cuando naciste había guerra?

Donato se quemó los labios. No, no sabía. Julián explicó que aquella fue la guerra más grande del mundo. No llegó aquí, ocurrió entera en otro lugar… lo cual hacía pensar: si no nos alcanzó, debe ser porque somos casi insignificantes.

Tiraron bombas atómicas para terminar esta guerra. La bomba atómica destruye y quema ciudades enteras.

Donato no entendía.

La bomba atómica es como un terremoto y un incendio juntos, explicó Julián. Y en esa guerra, que empezó en Europa, habían quemado a seis millones de judíos, y una proporción igual de gitanos, homosexuales y enfermos mentales. Y cirujas, dijo Julián, también mataban cirujas.

¿Con la bomba tónica?

No, dijo Julián. Los encerraban y los asfixiaban. ¿Sabés lo que es eso?

Donato sabía lo que era. Comer, y de repente patear el aire arañándose la garganta. Una muerte digna. Lo más efectivo es dejarse caer, duro como un tronco, de espaldas.

Después quemaban los cuerpos, siguió Julián, sin avisar a la familia ni nada. Los que hicieron esas atrocidades fueron vencidos. Los vencedores los atraparon y juzgaron, dijo Julián, solemne. Dejaron escapar a algunos, los que les caían más simpáticos. Otto Skorzeny, por ejemplo.

Julián sacó una revista y le mostró una foto de un hombrecito afeitado, con un cuadradito de bigote negro bajo la nariz. Este era uno de los dos jefes malos en Europa. Cómo será de malo que nunca vas a encontrar un bigote así. Se llamaba Gitler, le dijo.

Después le mostró la foto de un pelado, algo pasado de peso, y con una boina diagonal, charreteras, camisa negra y brazo alzado. Donato saludaba así a los hinchas que esperaban el ómnibus los fines de semana, al otro lado de la calle, de gala vestidos. Le respondían igual. Este pelado tenía un mentón prominente, una gran nuez de Adán y cejas finas. Donato, como Norman Mailer, no sabía decir si este hombre era horrible o bello de alguna manera.

Este es el otro, dijo Julián. Es Muzzarella.

Donato pestañeó. Pizza, pensó.

Se llamaba Benito, igual que tu amigo. Gitler dirigía un país, Muzzarella otro. Entre ellos eran aliados. El más malo es este, dijo Julián alzando la foto de Gitler, pero Muzzarella fue su maestro en muchas cosas.

Donato frunció el ceño. Estaba perdiendo el hilo y realmente necesitaba tomar. Sacó una botella de atrás del pilar y bebió. Imaginó millones de cuerpos quemados. Lo mal que olería Europa, por los siglos de los siglos, pensó Donato (más de una vez intentó quemar sus propios excrementos).

Julián, nervioso, le dijo que Muzzarella, para mostrarse dominante, se comportaba como un animal. Cualquier ocasión era propicia. Todos recuerdan la vez que, mientras exhibía sus ejércitos y maquinaria de guerra al volante de un Alfa Romeo, guiando una columna de diplomáticos y altos oficiales norteamericanos, soviéticos, alemanes, franceses e ingleses, además de la propia tropa, se apeó del auto y se echó una meada contra una pared, al frente de todos. Es decir, de espaldas a todos. Te imaginarás que, para no ser menos, los otros fueron enseguida a saltar el revoque. Todos, menos los soviéticos. Es de esperar que Estalin les haya preguntado por qué no mearon como buenos comunistas.

¿Quén es Estalen?, preguntó Donato poniéndose de pie con la botella de plástico en la mano. El vino era violeta, observó Julián.

Nadie, dijo Julián. No importa. Lo que importa es que Muzzarella, para probar lo macho que era, se acostaba todos los días con varias mujeres. Fueron muchos años, y hay un censo de más de cinco mil, como un actor porno.

¿Porno? ¿Muzzarella?

No importa, repitió Julián. Y se llamaba Muzzarella, ¿entendiste? Muzzarella.

Muzzarella, decía Donato. Caminaba por la vereda desierta hacia la obra abandonada, y Julián lo seguía. Alguna botella debía quedar, tibia, ondulante, desde el domingo pasado.

Muzzarella, explicó Julián, tuvo así muchos hijos. A algunos ni los conoció. Se acostó con alguna en el verano de 1941. Quedó embarazada y exhibió al crío hasta el final de la guerra, cuando se vino a este país. Y como tantos, acá encontró lugar en el colectivo. Escondió al hijo. Tenía una hermana en Buenos Aires, que llegó chica, en 1916, y anotó al hijo de Muzzarella como suyo, porque el momento no era propicio. No le costó mucho porque para 1950 esa mujer ya tenía diez hijos.

Por entonces Eichmann trabajaba de capataz en una fábrica y decía ser leñador, como lo fue en los años inmediatos a la guerra.

Pero la señora, igual que Eichmann más tarde, no pudo con su genio. El carácter de un hombre es su destino, advertía Heráclito. En este país de cuarta se aburría sobremanera. Pronto se hizo un lugar entre los fachos porteños, y cuando ya era reputada por sus convicciones sacó el hijo de Muzzarella de la galera. Entonces adquirió status de hechicera y/o talismán entre los nativos. Los invitaban, a ella y al joven Benito, a sus fiestas, y los llevaban a casamientos y cenas, les hicieron oír nostálgicas memorias de viejos fachos, y a todo eso el pequeño Muzzarella no sabía nada, creía que su madre era una tía especial sólo para él, y que sus diez primos, sus “hermanos mayores”, eran inferiores porque no hablaban italiano.

Julián arrastró a Donato hasta la luz y le enrostró la foto: Tiene la pera idéntica. El tipo que vive con vos es Benito, el hijo de Muzzarella. La madre le dijo la verdad en el ‘76, y él se escapó, se perdió. La vieja murió hace diez años, en un hotel de esta ciudad. Vino a buscarlo.

Donato comprendió. Soltó la botella. El plástico y el vino violeta tosieron contra la vereda. Buscó una piedra con los ojos muy abiertos en la noche. O un pedazo de ladrillo. Cuando lo encontró empezó a gritar. Julián no entendía, seguía a Donato y al mismo tiempo huía de sus brazos y piernas. Donato tiró piedras, los ladridos se esparcieron y las persianas se alzaron un poco para permitir el espectáculo. Julián huyó cuando apareció un palo en las manos de Donato. A la distancia, temblando de vergüenza, reconoció unas palabras. Vos querés sacarme el vino eh, gritaba Donato en la calle, balanceándose en el coro de perros. Querés sacarme el vino. Julián, rígido de pronto, intuyó algo, no quiso pensar y apuró el paso. Metió la foto arrugada en un bolsillo. Se sentía un tacho de basura.

***

Apenas recuperado el aliento, Donato preparó la bienvenida. Juntó todo el vino en las botellas más limpias, mezclándolo. El León apareció a la madrugada. Caminaba despacio, muy borracho, y a cada paso largaba un suspiro. Pronto Donato identificó eso con su respiración real. El León, desaparecido tantos días, perseguido por un periodista, estaba en las últimas. El barrio lo extrañaría. ¿Y de dónde saca las tres cajas de vino?

El recién llegado se sentó en el suelo, levantando tierra, y plantó el vino entre los dos.

Muzzarella, le dijo Donato, alzando un dedo, ¿de dónde las sacás?

Dejá una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.