GOBERNAR ES POBLAR

 

Prólogo

 

La localidad de San Judas Tadeo (lo que queda de ella) se encuentra ubicada al norte de la provincia de Santa Fe, casi al límite con el Chaco. Se trata de un pueblito llano sobre el que mucho se ha dicho y cualquiera que lo haya visitado lo asocia indefectiblemente con el color marrón. Los más discretos aseguran que tal fenómeno tiene como razón principal de ser el paisaje mismo que envuelve al pueblo durante todo el año: una llanura amarillenta, marrón, que varía sus tonos según la época del año y la hora del día, acompañada por construcciones de tono similar, como mimetizadas con la región. No obstante, algunos más osados y quienes felizmente lograron irse de allí aseguran que tal asociación con el marrón se debe, a qué tener tanto pudor, a que se trataba de un pueblo de mierda.

“SJT”, como figura en algunos documentos y como nos referiremos al pueblo en algunas ocasiones, era una localidad agrícola-ganadera. O tal vez el perfecto trace mejor la idea de lo que ocurrió allí: SJT fue un pueblito agrícola-ganadero. Ahora sí.[1] Fue un pueblito agrícola-ganadero que en su mejor momento llegó a tener unos 1500 habitantes. Conoció cierta prosperidad en sus inicios, durante la última década del siglo XIX, cuando todo lo que producía se exportaba, inclusive el yuyo seco de principios del invierno que hacía las veces de finas hebras de té sudamericano para los ingleses más ingleses de entre los ingleses.

El propósito del presente libro es no solo ofrecer una visión histórica acabada y objetiva del desarrollo de este famoso pueblo, sino también desmontar una mitología burda y profana, sin duda fomentada por el espíritu maligno de los pobladores de Santa Esperanza (todos ellos aún hoy ambiciosos y firmes enemigos de cualquiera que intente competir con sus verdes pastizales acuosos). Claro que San Judas Tadeo, ante la estabilidad de su rival, durante largos periodos no resultó un competidor serio. No obstante, la cercanía geográfica y ciertas circunstancias históricas mantuvieron vigente la disputa por más de un siglo.

La mitología mencionada propone básicamente lo siguiente: que todos los habitantes de San Judas Tadeo, nacidos allí o llegados luego, son, sin lugar a duda y sin excepciones, imbéciles sin remedio.[2]

Nuestra tesis, bastante humilde por lo demás, es que no solo había remedio para ciertos casos de imbecilidad en SJT, sino (y sobre todo) que las excepciones a esta regla (a bien de no ser frecuentes) al menos se pueden encontrar en algún recodo del pueblo, en alguna habitación, en alguna esquina polvorienta y hasta quizás en alguna oficina pública.

Con el fin de no demorar más e ingresar prontamente a esta historia tan rica y heterogénea diremos que nos hemos valido de diversas fuentes tales como: diarios, archivos públicos, archivos familiares, testimonios directos, indirectos y semidirectos, leyendas populares, chistes que circularon en el pueblo, refranes, carteles publicitarios conservados y hasta algunos grafitis y prospectos médicos allí donde los creímos oportunos. Decimos esto con la finalidad concreta de mostrar que no sucumbiremos ante el afán científico (que sin embargo nos guía) y no dudaremos en incorporar lo legendario y lo anecdótico a nuestra exposición. Lectores escépticos, descreídos o incrédulos: a ellos les recomendamos profundamente la exhaustiva no lectura del presente volumen; ahora bien, para quien se aventure en el camino de esta humilde reivindicación de un pueblito, recomendamos paciencia y confianza.

Qué más que agradecer y comenzar.

 

I

 

La historia de San Judas Tadeo podría comenzar con la llamada “Gran Fundación” de 1892, cuando el colono alemán Friedrik Scharzenfritten plantó fervientemente el mástil fundacional en la mismísima nada, escapando del pueblo al que había arribado en un primer momento. Se trataba de un hombre de brazos fuertes, ojos celestes casi transparentes y unos bigotes clásicos, de esos que tienen por función la acumulación sistemática de cerveza.[3] Su ascendencia era casi ancestralmente campesina y probablemente creía que venía a cubrirse de gloria en este país lejano, la “Argentinien”, donde sobraba la tierra y faltaban los cuerpos y sobre todo los brazos, según las publicidades.

Le habían prometido tantas hectáreas de tierra como pudiera cultivar, sin explicarle que en definitiva tendría que tomarlas por la fuerza porque nadie pensaba regalárselas. Al llegar se encontró con un cuadro bien diferente al que posiblemente se había fabricado[4]: esperaba llegar y recibir aplausos y aclamaciones, cuando menos del presidente de esta pequeña comarca. Después de todo, aquellos brutos no podrían saber que él era en verdad un mísero campesino con alguna parcela más o menos bondadosa según la época del año. En su imaginación, un alemán en aquellas tierras era algo así como un oasis en el desierto. Y ya hubiera querido ser un oasis.

Su llegada se dio en 1891, luego de un viaje en barco del que nada sabemos, salvo que llegó en el mes de diciembre a Buenos Aires y que transportaba a europeos de países diversos como Polonia, España, Noruega y Bulgaria[5]. Un funcionario pelado y bigotudo le tomó el nombre  y lo inscribió rápidamente, a juzgar por los resultados: Francisco Sánchez Freites fue el nuevo nombre del alemán devenido portuñolés. Pero aquel hombre entusiasmado quizás ni siquiera miró el papelito que le entregaron y preguntó en su ininteligible dialecto germánico que dónde estaba el carro que lo transportaría a su nueva residencia, ya un poco turbado por la descortesía del recibimiento. El funcionario se rascó la cabeza calva tratando seguramente de desenredar algún significado de entre aquellos rugidos, y señaló luego el tren, fatalmente inglés, que salía en diez minutos.

A las dos de la tarde de Buenos Aires, los tres meses en barco parecían tal vez un sueño lejano, un espejismo y un delirio que atravesara la memoria a causa del calor veraniego.

Francisco se acercó confiado al último vagón del tren, con su pequeña valija marrón y su abrigo. Suponía, y con razón, que el tren sería gratuito; no obstante, ni lo esperaba a él particularmente ni era su transporte especial, como pretendía. El hombrecito de baja estatura que lo recibió en la puerta del vagón le hizo una seña muy argentina pero también muy cosmopolita que consiste en frotar el dedo gordo y el índice tres o cuatro veces entre sí. La pequeña coima exigida por el arrabalero oportunista, acorde a su tamaño, hizo enrojecer a Francisco, que comprendió que se le pedía una propina ¡Ni para eso tenía el pobre germano después de haber usado todo su capital para comprar el boleto de barco! Pero la timidez es enemiga de la distinción y Francisco se desprendió con aire sobrador de la única pieza de oro que había visto en su vida: su anillo familiar.[6] Era preciso mantener las apariencias. Además, pronto tendría dinero para comprar miles como ese; quizás en pocos meses, a juzgar por las publicidades. En fin, entregó el anillo con gesto aristocrático y subió junto con otros tantos, algunos alemanes, algunos suizos, algunos polacos. Diríase una pequeña Europa importada.

 

II

 

El viaje no fue exactamente glamoroso. El traqueteo del tren se volvía insoportable por momentos, sobre todo pasados los 30 km/h; el polvo ingresaba por todos lados, por cada abertura; el olor a encierro se multiplicaba, pero Francisco evidentemente no cedía en su entusiasmo.

A cada parada se escuchaba el grito de un guardia que anunciaba: Santa María, Santo Tomás, San Pantaleón. En cada parada bajaban tres o cuatro, todos prácticamente iguales a Francisco, con igual cara de entusiasmo y de temor al mismo tiempo, tal vez alguno ya más desengañado que otro. El único alemán de su vagón era un hombre robusto como él, que parecía desesperado por tener alguna conversación porque iba preguntando cosas en alemán a todos los pasajeros, que lo miraban con sorpresa, sin entender una palabra. Por eso fue quizás que Francisco se decidió a hablarle, pero la conversación fue breve y lo dejó un poco confundido:

-¡Yo soy alemán, hombre! No busque más

-Alguno tenía que haber. Yo, Berlín. ¿Y usted?

-Ritzer ¿Conoce?

-Claro que conozco. Usted va de un desierto a otro ¿verdad?

-¿Cómo dice?

-Claro como el agua. O yo me confundo o Ritzen es un poco una llanura desértica con la suerte de que algo crece por allí.

-A fe mía, pero ¿Y aquí? ¿Aquí no crecen solas las cosas?

-Lo que se dice aquí, aquí, no. Eso es más al centro de Argentina. Al norte la cosa es más parecida a Ritzen, al menos eso tengo entendido. Pero lo dejo amigo, que esta es mi parada. Y ¡suerte![7]-Y coronó aquella despedida el grito de parada del guardia: “Santa Hermida”.

Un fantasma no lo hubiera espantado más ni se hubiera bajado más rápido.

Francisco se acomodó en su asiento y quizás por primera vez inspeccionó el vagon[8], mientras masticaba las palabras del compatriota. Era un lugar bastante gris y más o menos nuevo, presumiblemente. La polvareda se había encargado de ensuciar todo, pero no había logrado cubrir el encanto de aquel viaje tan extraño. Nadie objetará que si hubiéramos podido escuchar los pensamientos de Francisco en aquellos momentos de absoluta novedad, de absoluto desconocimiento, de absoluta aventura, hubiéramos asistido a un revoltijo de sensaciones y también de recuerdos: habrá pensado en su madre, pobre vieja obesa y analfabeta “¡Si pudiera ver el tren! ¡Si pudiera ver el futuro espléndido de su hijo! Pero no… jamás cabría en ningún barco a menos que pagara dos o tres boletos y ese era un precio que ninguno de los dos pagaría. Secreto inconfesado de Francisco, tampoco lo pagaría cuando tuviera el dinero: dejado su Ritzen natal para siempre, dejaba también a su familia del mismo modo. A sus 34 años y con sus expectativas soñaba con no ver más ese maldito pobladío con sus sequías, su rutina, su estancamiento, su reclutamiento para las guerras. Quería ser un propietario rico, respetado y crear una nueva familia. Ya no sabía si lo quería él o se le había incrustado en la cabeza la publicidad en mal alemán que había visto en Múnich la última vez que había ido allí antes de marcharse. Lo importante era que estaba a mitad de camino de lograrlo. Y pensando así, se sonreía.

En estos pensamientos divagaba  cuando notó de pronto que tenía delante de sí a un pequeño niño, unos ocho o nueve años, con una especie de boina en la cabeza y ropa particularmente raída. El muchacho alargaba la mano con aire apurado, como pidiendo alguna cosa. Francisco entendió de inmediato que un hombre de su posición, sobre todo estando entre otros hombres de su posición, no podía actuar de otra manera que dando una generosa limosna al muchacho.  En verdad, la vestimenta de aquellos viajeros seguramente no engañaba a nadie, salvo al natural de Ritzen que no veía en ellos sino un espejo y un espejo aristocratizante.

Los 40° de temperatura y el verano adelantado no impidieron que Francisco se levantara solemnemente y posara un abrigo, regalo de su padre, sobre los hombros del muchachito estupefacto, con gesto paternal y una palmadita final, mientras para sus adentros pensaba en el infierno que parecía ser aquella llanura, donde probablemente no necesitaría usar abrigo nunca más. El niño se alejó enojado y extrañado. Grande fue la indignación de Francisco cuando vio que el polaco de más allá nada dio al pobre muchacho que bajó del tren sacándose el abrigo, sin saber si reírse o si llorar.[9]

 

III

 

Varias horas habían pasado ya cuando Francisco quedó sólo en su vagón. El tren había atravesado durante una eternidad aquella llanura interminable que el rectángulo de puntas redondeadas de la ventana había repetido constantemente, como si se tratara de un cuadro decorativo. El paisaje se iba amarronando con el pasar de las horas, pero casi de modo imperceptible. Un guardia subió a los gritos de pronto, avisando que el tren se había roto y que no sabían cuánto tiempo estaría parado hasta poder arreglarlo. El ahora Sánchez Freites se dio por aludido y no porque hubiera entendido, sino que supuso que aquella sería su parada y aquel un sirviente que lo esperaba.

Cuando bajó, divisó al guardia que revisaba algo en su bolsillo y le estampó la valija en el pecho, tratando de mostrarse imponente. Inmediatamente cayó ésta levantando un polvo que no cubría la estupefacción del funcionario. El alemán señaló la valija como incitando al paje a levantarla y, ante la no respuesta, la levantó él mismo y volvió a posarla sobre el pecho del otro, que esta vez, indeciso, la tomó tímidamente. Francisco dio media vuelta inmediatamente, atribuyendo aquella descortesía a la diferencia cultural que los separaba y a la poca educación del hombre. [10]

Se largó a caminar entonces por aquello que debía de ser su campo, su nuevo hogar. Se maravilló de pensar qué tan grande era el terreno como para que no se vea la edificación ni a lo lejos. La hierba estaba alta y un poco seca, pero eso no sería problema. Entonces, el ruido del tren se escuchó a unos doscientos metros, reanudando su paso. Francisco balbuceó un insulto al ver que su sirviente no estaba cerca de él siguiéndolo. Seguramente había enfilado ya para la casa el muy maleducado sin siquiera reparar en que él, su amo, no conocía aún el camino.

La noche empezaba a amenazar y Francisco no vio más remedio que caminar y caminar entre yuyos buscando alguna pista. El fresco no llegó a pedirle que se abrigue, lo que le niveló un poco la insatisfacción del momento, pero ningún sendero se le cruzó en el camino, ninguna construcción se le alzó al frente. Sólo pudo acostarse a la madrugada, sobre un blanco en el pastizal amarillento y cuando su cuerpo no pudo más.

 

IV

 

No supo si lo despertó la luz o el calor. O tal vez fueron las miradas curiosas de aquellos ¿gauchos? Sus caras oscuras y su porte bravo lo sorprendieron, pero igualmente se levantó con brío, con ese aire de “Ya era hora” que todo señor feudal debe poner ante un siervo que tarda en cumplir su deber. Acomodó y sacudió su camisa y miró a los cuatro hombres esperando una indicación de hacia dónde estaba su reino.

– ¿Quién e’ usté’?- preguntó el más alto

Francisco balbuceó algo en alemán, que los otros evidentemente tomaron a mal. Tal vez notaron que era extranjero y no les gustó demasiado, quizás se sintieron atacados por ese tono imperativo y enojado que parece tener el alemán para quienes no lo hablan. Lo cierto es que echaron a andar hacia el norte con su rostro desconfiado y Francisco los siguió malhumorado. Los gritos que emitió para que no se alejaran tanto de nada sirvieron. Apenas si alguno se volteó a mirarlo, apenas si lo miraban con cara de hartazgo, hastiados de sus gritos.

Sus pies hervían ya de dolor a la media hora de caminata y los otros no paraban, no paraban y no parecía que fueran a parar nunca. Así fue como uno de los gauchos sintió la mano de Francisco sobre su hombro, y esa ya fue la gota que rebalsó el vaso, vaso que el extraño había ignorado en su agitación por alcanzarlos al trote. Se dio vuelta entonces el guapo que había sido tocado y en ese mismo acto calzó su puño en la mandíbula de teutona del campesino. En este caso si entendió lo que ocurría pues universal es el idioma seco de los golpes de puño y entonces se levantó de inmediato como un toro enojado, dispuesto a embestir cualquier obstáculo. Cuando quiso darse cuenta ya estaba entre los sólidos brazos de algún gaucho y una lluvia de trompadas le abolían la bravura.

Allí mismo lo desnudaron completamente por pura maldad y lo dejaron tirado, como creían que se merecía. Se convenció Francisco entonces: o no eran sirvientes o lo eran muy mal y a despecho de cualquier regla mínima de respeto. O hasta quizás así se hacía en Sudamérica. [11]

Pero si pensó eso, lo pensó recién cuando se despertó del desmayo una hora y media más tarde. El sol lo abrasaba a él y al horizonte y entonces sentía por primera vez desde su niñez la tibieza de la carne blanca enrojecida vuelta quemadura en la cara, en las palmas, en la panza, en cada rincón de la piel que la ropa guardiana no había resguardado por la simple razón de que ya no la llevaba. Ardía su pecho, ardían sus párpados, ardía su miembro, todo el cuerpo le ardía en la llanura insolente que lo soportaba sobre sí, medio distraída, medio acostumbrada, un tanto resignada.

Entonces, harto ya de tantas paradas, tantas demoras, tantos golpes (¡Hasta el sol lo burlaba en esa tierra maldita!) comenzó a avanzar a campo traviesa como pudo, sintiendo la hierba que le rozaba las piernas hirvientes como en una carcajada natural y necesaria. Decir que avanzaba es sólo una hipótesis que podemos deducir de los acontecimientos a los que tenemos acceso, tratando de recordar fidedignamente cada detalle; sin embargo, en verdad, Francisco comenzó a caminar arbitrariamente, sin más brújula que el sol y su instinto germánico, iracundo y casi famélico a la vez, porque dos días sin comer son para cualquier alemán lo que son tres o cuatro para el resto. Su cara semejaba un gran tomate recién cosechado, prácticamente pasado y muy enojado, muy decepcionado de verse involucrado en un destino de ensalada o salsa. ¡Ay! ¡Una ensaladita, aunque más no fuera! ¡Y un trago de agua! O mejor ¡De cerveza! Pero nada deparaba la pampita más que hierbajos amarillos y amargos de una amargura tal que ni el hambre atroz del alemán pudo soportarla.

 

V

 

Cuando el caserío comenzó a divisarse, Francisco casi deliraba la presencia de un batallón que venía a enfrentarlo. El sol de la siesta le evaporaba los fluidos del cerebro y ya se ponía en guardia cuando tropezó con el niño Ramiro que jugaba en las afueras de Santa Esperanza.[12] El muchacho vio el cuerpazo desnudo y tambaleante viniéndosele encima y ni tiempo tuvo de correrse. La tierra en que jugaba los envolvió a ambos como un enjambre y pronto los abandonó. Francisco se incorporó sobre sus brazos y miró fieramente a Ramiro, quien sin mucho pensar salió corriendo para el pueblo, dolorido, pero, más aún, asustado. La manito trágica de Francisco, como pidiendo al chico que vuelva, remplazaba tal vez una voz que se secaba entre el calor y la ausencia de agua.

Como pudo se levantó y se desempolvó el cuerpo rojo furioso, aunque un poco apagado por la mugre. Y así pisó por vez primera Santa Esperanza en lo que posiblemente fue una escena digna, salvo circunstancias, de un gran emperador entrando en sus dominios. Cierto que luego de su estadía no volvería a entrar allí.

Investigando en la hemeroteca de “La verdad verdadera”, el diario sanesperancino, podemos tener una idea clara de cuál fue la primera impresión que el fundador de SJT generó en el otro pueblo. En los policiales del día siguiente se lee: “En el día de ayer, cerca de las tres de la tarde, un hombre llegó desnudo y a pie a Santa Esperanza. El forajido, según informaron algunos testigos, entró a paso lento, transpirado y fundamentalmente muy sucio. Luego de doblar en San Martín y Belgrano tomó del cuello a un curioso que se le acercó a poco más de un metro y lo estranguló hasta casi matarlo. El hombre estrangulado se encuentra ahora fuera de peligro y habría declarado a los médicos que se había acercado a aquella bestia con el único fin de ofrecerle ayuda. El temblequeo del buen hombre producido por la mirada fogosa del extranjero aún no se ha ido del todo, según informaron los enfermeros. Una ofensa tal ante un ciudadano solidario y desinteresado requiere que todo el peso de la ley recaiga sobre el culpable, que toda su tajante exactitud se desplome sobre el salvaje, que sin ir más lejos recibió otra denuncia a las pocas horas por violentar la paz de un niño en las afueras de nuestro querido pueblo”.[13]

Al parecer, ya en la cárcel Francisco consiguió un intérprete. Algún guardia pensó que aquellos gruñidos podrían ser alemanes o entendió quizás alguna palabra: son datos que la historia nos niega, por economía o negligencia. Lo cierto es que consta en las actas del Servicio Penitenciario de S.E el acceso del intérprete, don Wolfgang Reinich[14], y una transcripción en castellano que podría resultar fiel:

– ¿Es usted alemán?

-Sí, sí, alemán. ¿Qué está pasando? ¿Dónde están mis tierras, mi casa, mi fortuna? ¿Por qué me encierran acá? ¿Y usted quién es? Hable, ¡hable por favor, diga algo!

-Bueno, de a poco. Empiezo por el final. Yo soy Wolfgang Reinich, originario de Múnich, llegado a la Argentina hace un año y algo. Cuando entré a esta habitación pensé que me encontraría con un loco intratable que no valdría ni la miseria que me van a pagar por hacer esto, pero por sus preguntas veo que usted también se creyó la mentira de las tierras y toda esa patraña. Para que vaya sabiendo, nada de lo que le prometieron va a ocurrir. Es una trampa para tontos, quieren rellenar este desierto y les gustamos sobre todo nosotros, alemanes, nórdicos, sajones. -Cabe pensar que la cara de Francisco ya estaba completamente desfigurada.

-Pero… pero… ¿Y usted? ¿Usted de qué vive entonces?

-Yo trabajé seis meses para estos criollos y después me agarré una parcelita en las afueras, me la apropié, como quien dice. Pero igual es una miseria. Acá al final es como en Europa: la ley del más fuerte. Y encima estos argentinos lo tienen a uno en menos por ser inmigrante…

 

En este punto hay una interrupción de la transcripción que, a nuestro criterio y teniendo en cuenta lo que viene después, tiene que ver con la impaciencia de algún oficial que esperaba al lado o cerca de los teutones.

 

-Bueno… me dicen que si te declarás culpable y pedís perdón te dejan irte ya, pero no podés volver a pisar el pueblo.

– ¿Y qué voy a hacer? Ni ropa tengo

-Para colmo yo casi no tengo para darte tampoco. Mis prendas son las que llevo puestas más las que uso para trabajar y algún que otro trapo.

-No importa. Me quiero ir de este infierno, pueblo inmundo.

-Acá está el papel que me dieron. Yo no leo del todo bien el castellano, pero dice que pedís disculpas y que aceptás irte voluntariamente y no volver.

 

La firma y el documento se conservan aún en los archivos de Santa Esperanza como el recuerdo de un gran error, según los historiadores locales.[15]

Como ocurre siempre que se hace historia o se escribe una biografía (o las dos cosas, como es el caso) hablar desde el futuro de lo que se cuenta resulta siempre una ventaja y permite hacer juicios que en ocasiones no captan el espíritu de la época en cuestión, si hay algo que pueda ser llamado así. Pues bien, igualmente nos arriesgamos a decir que ya en este momento quizás Wolfgang había comenzado a fraguar los rudimentos de su plan monumental, que comenzaremos a desgranar en las próximas páginas, y que nunca ha sido revelado hasta la fecha[16]

 

VI

 

La historia de Wolfgang Reinich se parecía mucho a la de Francisco: inmigrante alemán convencido por las publicidades, que llega con la esperanza de trabajar su propia tierra y se decepciona. Sólo dos cuestiones distinguen profundamente a estos hombres: Reinich era un hombre de cultura, conocedor del latín y ávido lector, particularmente interesado en la eugenésica de la que había leído prácticamente todo: Darwin, Galton y hasta algo de Spencer. Estaba convencido de venir y fundar en Argentina una pequeña Alemania, sueño que se le había hecho cuesta arriba con el bloque de criollos patricios que dominaban la región.

Si hubiera sido solo por ese fracaso, quizás las cosas hubieran seguido su curso “normal” como suele llamarse a la quietud. Pero ocurrió algo más: la segunda diferencia con Francisco era que Wolfgang era viudo y tenía una hija que para entonces tenía ya 16 años, la pequeña Ann, de rizos dorados, facciones delicadas y sonrisa angelical.[17]

El caso es que si bien el diario íntimo de Wolfgang (trabajado por Menéndez Pidal) la muestra siempre como niña pudorosa, recatada y muy formal, otros testimonios seguramente desconocidos al principio por el propio padre afirman lo contrario. Está el caso del joven Esteban García y Prado de los Cañaverales Láinez, hijo del intendente de Santa Esperanza, Don Ezequiel García y Prado de los Cañaverales Láinez, que recibe una carta de la hermosa Ann, ya educada en la escritura castellana por las escuelas de la patria:

“Oh querido Esteban ¿cuándo mis pechos volverán a recibir tus manos trémulas de excitación? ¿Cuándo seré tuya sobre la mesa del comedor como aquel sábado de invierno en que tu cuerpo ardiente me salvó de la hipotermia? ¿Cuándo? Responde que me derrito de deseo”[18]

También está el caso de Eugenio De la Serna y Lanari Bliess, cuya familia conserva una carta nunca enviada a la joven, no sabemos si por miedo al padre, por vergüenza o por azar:

“Querida Ann:

Creo que he olvidado una de mis medias en la habitación de tu padre aquella tarde que me vestí apurado porque llegó él antes de tiempo. Si me hicieras el favor de devolvérmela te lo agradecería.

Saludos afectuosos de tu Eugenio.

P/D: ¡Qué buen revolcón! ¡Qué se repita!”[19]

Como estos, varios ejemplos más se acumulan en el historial de la indudablemente bella y juguetona Ann y quizás alguna de ellas explica el temprano embarazo de la muchacha.

Aquí solicitamos especialmente la atención del lector para comenzar a hilar los hechos que de otro modo quedarían sumidos en un caos o en un archipiélago inconexo: decíamos antes que quizás en su conversación con Francisco, Wolfgang ya había comenzado a tramar un plan. Pues bien, esta especulación tiene que ver con cierta carta enviada a Alemania que data de unos días antes de la entrevista con Sánchez Freites, exactamente el 31 de octubre de 1892, en uno de cuyos fragmentos se lee: “¡Han embarazado a mi hermosa Ann! ¿Puedes creerlo? Estos criollos deformes y estúpidos. La violaron, ella me lo dijo, sólo que no recuerda nada porque se desmayó apenas el otro le rompió la camisa que llevaba puesta, debido al avasallamiento de su pudor y su pureza ¡Pobrecita! Estoy desesperado pero me las van a pagar, ya verás amigo mío, me las van a pagar.”[20]

Luego, en un documento oficial del día del encuentro, figura una pequeña nota firmada por el Jefe de Policía, por Wolfgang Reinich y por Francisco Sánchez Freites, en el que el segundo asume la responsabilidad por el tercero en lo que resta del día para que pueda ir hasta su casa a proveerlo de víveres, si los tuviere, y lo que fuera necesario para su marcha definitiva e inmediata.[21]

Por último, y si no hay dos sin tres, un tercer elemento viene a construir nuestra hipótesis que prudentemente mantenemos aún informulada: una nota periodística publicada en “La verdad verdadera” por el propio Wolfgang al día siguiente de la entrevista con Francisco, donde expone claramente la posibilidad de que se esté tratando a los inmigrantes, particularmente a los alemanes, como estúpidos y que esa obligación de irse de Francisco no es más que un ataque deliberado por parte de los criollos para mantener su supremacía y su poder. Explica además las condiciones en que cometió su delito Francisco, hablando de su historia y de sus expectativas cuando llegó y poniendo en duda la versión del “observador solidario” que se acercó a alemán por mero altruismo. Finalmente, en el último párrafo, Wolfgang sugiere que quizás una organización de europeos que vele por su propio bienestar y que se autoadministre sería una salida posible para tanta humillación.[22]

Estimamos que la escritura en idioma alemán lo libró de tener que dar explicaciones por lo escrito, que ningún criollo se esforzó en entender, pensando que sería alguna conmemoración supersticiosa o en todo caso ajena a la tradición nacional.

 

VII

 

A estas alturas, quizás el lector se encuentre un poco confundido entre tanta documentación y tanto tono misterioso. Parecería que todavía no habría elementos para formular teoría alguna de plan o idea, más allá de las amenazas de Wolfgang de cobrarse el embarazo de su hija. Sin embargo, nos parecía importante allanar el camino dando toda la información posible y comprobable antes de pasar al gran plan maestro. Y aun algunas cosas: a las pocas semanas de publicada dicha nota, otra columna aparece ahora en policiales, redactada en español: el cuerpo “del alemán bruto que acogotara a un ciudadano decente de nuestra comunidad fue encontrado a unos diez kilómetros del pueblo por un grupo de inmigrantes alemanes, franceses e italianos que habitan en Santa Esperanza y que se encontraban recorriendo la zona. El cadáver seguía desnudo y un palo usado como bastón-guía por el salvaje estaba clavado en la tierra, a su lado. Las causas de la muerte aún no se han determinado” [23]

Finalmente, dos cuestiones, antes de enunciar la hipótesis clara y concretamente. Una: sabrá el lector que haya leído algo sobre la historia de SJT o que haya visitado su abandonado cementerio que la cónyuge del fundador llevaba por nombre Ann Reinich (dato que hemos mantenido en la oscuridad un poco por afán literario, otro poco porque convenía a la fuerza de nuestro planteo). Otra: la fecha de fundación de SJT es la misma de la muerte del gran Francisco, es decir, el 1ero de enero de 1892. Reinich declaró en varias oportunidades que en la mano de Francisco había una nota en la que consignaba la fundación de un pueblo en su nombre. La nota, escrita en alemán, fue traducida a los otros inmigrantes por Reinich y todos juntos acordaron canalizar allí sus intentos de crear una comunidad autónoma.

Hoy quizás podemos dudar de esta versión de la nota en la mano del fundador y proponer, con estricto interés histórico: la fundación de San Judas Tadeo y, con ella, la del linaje de Francisco Sánchez Freites pudo haber sido el producto de un exitoso plan formulado por el señor Wolfgang Reinich que conjugaba tres deseos suyos en una única acción: salir de la miseria en que se encontraba y que no se condecía con sus expectativas de inmigrante, salvar a su hija del embarazo solterón, trocando aquella condición por la viudez y por último, evitarse, sino biológica al menos socialmente, la ignominia de ver su sangre mezclada con la de los criollos, de origen seguramente español y seguramente con algún porcentaje semita en ella.

Y el lector pensará en aquel episodio del que no tenemos datos: la llegada de Francisco a la casa de Reinich antes de partir. Allí estaría el punto que luego permitió al astuto Wolfgang presentar el embarazo de su hija como el producto de un más o menos válido affaire de ella con el gran Sánchez Freites, quien “de no haber muerto seguro se hubiera casado con ella” como se llegó a decir en la zona. Y a tal punto trascendió el dicho que se llegó considerarla efectivamente como su legítima esposa.

Se podría objetar que la persona a quien conocemos como el hijo del gran Francisco se llamó Julio Sánchez Freites y Stone, es decir, tiene un apellido que nada tiene que ver con Ann y esto podría derrumbar la hipótesis que sustentamos al agregar una rama familiar desconocida. No obstante, en el apartado siguiente intentaremos echar luz sobre esta cuestión mientras explicamos el proceso de construcción de lo que alguna vez fue San Judas Tadeo.

 


[1] Si el lector se pregunta por el tiempo presente utilizado al principio, lo invitamos a leer esta investigación y sacar sus propias conclusiones.

[2] Algunos ejemplos que el lector podrá rastrear:

  • Pellegrino, S. (12 de noviembre de 1967). “El destino del norte provincial”. (A. Martínez, Entrevistador) La verdad verdadera Ediciones.
  • Estévez, F. L. (1999). Hacia una teoría general del imbécil. El caso de SJT. Santa Esperanza: La verdad verdadera Ediciones.

[3] La cuestión del aspecto físico de Friedrik será abordada en un volumen futuro que reunirá las fotografías de SJT con distintas explicaciones y aclaraciones. Por ahora, se trata solo de un proyecto.

[4] Reconstrucción basada en Menéndez Pidal, R. (1912). Sánchez Freites. Documentos recobrados y comentados. En R. Menéndez Pidal, La épica germánica en las pampas sudacas. Madrid: FCE

[5] Para más información sobre este periodo se puede consultar el Archivo Nacional: http://www.mininterior.gov.ar/agn/agn/inmigraciones/sXIX/barcos-listas-nombres

[6] Una hermosa réplica de esta pieza alemana se encuentra en el Museo Nacional de la Inmigración.

[7] Este diálogo está extraído de la interesantísima entrevista que Soler Serrano le hizo a Walter Esneider hacia el final de su vida: Esneider, W. (1930). El hombre que conoció a Francisco Sanchez Freites. (J. S. Serrano, Entrevistador). Una vieja polémica resurgió en los últimos años ya que es el propio Esneider el que se ha presentado como el interlocutor de aquel diálogo, pero no existen otras pruebas de su participación.

[8] Reconstrucción basada en Menendez Pidal, R. (1912). Sanchez Freites. Documentos recobrados y comentados. En R. Menendez Pidal, La épica germánica en las pampas sudacas. Madrid: FCE.

[9] Ferrero, M. (17 de mayo de 1932). El chico que pidió limosna a Sánchez Freites. (S. Serrano, Entrevistador)

[10] Cattaneo, E. (1 de abril de 1929). El hombre que cargó el equipaje de Sánchez Freites. (S. Serrano, Entrevistador)

[11] García, J., Estanislao, G., Fierro, M., & Ferreyra, M. (9 de enero de 1927). Los hombres que golpearon a Sánchez Freites. (S. Serrano, Entrevistador)

[12] Suez, R. (22 de abril de 1929). El niño con el que tropezó Sánchez Freites. (S. Serrano, Entrevistador)

[13] El extraño desnudo y violento. (Noviembre de 1891). La verdad verdadera.

[14] Sobre este sujeto tan importante para SJT nos explayaremos más adelante. Baste saber por el momento que había llegado a Santa Esperanza un año antes, con las mismas expectativas y con apenas un poco más de suerte que Francisco.

[15] Archivo Histórico de Santa Esperanza. (Noviembre de 1891). Archivos del innombrable . Santa Esperanza

[16] No quisiéramos polemizar en este sentido con aquellos historiadores que muy escrupulosamente han investigado la cuestión. Simplemente nos mostramos aquí originales en la medida en que nadie ha sistematizado hasta ahora los pormenores y el resultado total de las maniobras reinichianas.

[17] Descripción obtenida de Pidal, R. M. (1912). Wolfgang Reinich. Textos recobrados. En R. M. Pidal, La épica germánica en las pampas sudacas. Madrid: FCE.

[18] Pidal, R. M. (1912). Epistolario de Ann Reinich. En R. M. Pidal, La épica germánica en las pampas sudacas. Madrid: FCE

[19] Agradezco la gentileza de la familia de Eugenio al permitirme el acceso a la carta escondida por años con pudorosa prudencia.

[20] Op. Cit.

[21] Archivo Histórico de Santa Esperanza. (Noviembre de 1891). Archivos del innombrable . Santa Esperanza.

[22] Reinich, W. (Diciembre de 1891). El enemigo. La verdad verdadera .

[23] El extraño desnudo y violento bis. (Enero de 1892) La verdad verdadera .

 

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