EL TITANIC MÁS GRANDE JAMÁS CONSTRUIDO

Además de profesar terror de que “tome conciencia de sí misma”, como en Terminator, Matrix, y en tantas otras distopías, habría que hacer una lista de deseos para la IA, de la cual, se nos asegura, apenas estamos viviendo la infancia. Pensemos entonces en qué hará ese infante cuando crezca.

Walter Benjamin mencionaba las burlas de las que era objeto Fourier, uno de los entusiastas (más bien desaforados) utopistas del Iluminismo, que veía como objetivos “positivos” para el futuro humano nivelar las montañas, eliminar todos los animales menos los domésticos y el ganado, volver dulces los mares, etcétera.

No le faltan herederos. En un documental de Werner Herzog (Lo and Behold, Reveries of the Connected World, 2016), cierta voz autorizada afirma, sin vehemencia, que sería mucho más económico, práctico, ecológico, sensato, posible, deseable, altruista (ok, algunos adjetivos los agregué yo), combatir y detener la desertificación del África subsahariana, o planear estrategias multinacionales para revertir la acidificación y plastificación de los océanos; salvo consideraciones de, en última instancia, mezquina geopolítica, esto podría empezarse hoy mismo, está a nuestra alcance. La efectiva colonización de la Luna o, como sueña Musk, de Marte, no puede plantearse sino en términos de décadas.

Está todo bien con soñar alto. Pero, como señala Gusta Morales en otro artículo por aquí, cuando tenemos a la industria mundial de las cibermonedas gastando tanta energía por día como un país europeo rico (pero mediano, es cierto), solamente para extender cadenas de código y (como también señalan James Mackinnon o Douglas Rushkoff) sin producir ningún bien (en el sentido de “objeto”) en absoluto, tal vez podamos pensar en entregarle algunas tareas más benéficas y de largo plazo a la IA.

Claro, habría que tener cuidado con la redacción de esas “leyes robóticas”; pero partamos de las inventadas por Isaac Asimov. Sabiendo, entonces, que para la IA será imposible hacernos daño, ¿en qué pondríamos a trabajar esa fantástica capacidad de cálculo? La predicción en rangos de probabilidades, la “física de Montecarlo” como la llamaron en el Proyecto Manhattan, alcanza otras dimensiones con esta herramienta.

A riesgo de ser futuros Fouriers, propongamos una “tarea para el hogar” para este infante:

Alumno IA: diseñe una división de trabajo entre nanomáquinas y microorganismos artificiales o modificados genéticamente para resolver gradualmente y con el menor impacto posible en la política, la economía o en la conciencia, los problemas del planeta.

Las nanomáquinas se utilizarían para convertir todos los artefactos artificiales en organismos “celulares” siguiendo el estilo natural, dotando de un sistema nervioso, nutritivo y de reparaciones a todos los aparatos mecánicos o electrónicos. Adiós a la obsolescencia. Cuando digo “artefactos artificiales” me refiero desde microchips hasta puentes colgantes y cables transoceánicos. Claro, está el problema de la energía. Pero estas nanomáquinas, al igual que las células naturales de los organismos vivos, necesitarían sólo calor ambiente y alguna nutrición electroquímica para funcionar; para garantizar esto, podrían fabricarse y almacenarse en estado latente, sumergidos en nitrógeno líquido, a través de una reacción catalítica. ¿Cómo lograr esto, IA?

Los microorganismos artificiales (bacterias) se encargarían de las cosas vivas y de lo que las afecta, y deberían disponer desde un principio de un nicho natural en el que encuadrarse y mezclarse como simples especies nuevas y naturales, en el microbioma digestivo de los animales, del suelo o de las plantas; y a diferencia de un verdadero microorganismo, podría programárselo para que detecte sus números y los limite, para no desbordar su nicho especial designado. Pero a su vez, y a semejanza de los hongos, podrían “elegir” prescindir de sus paredes celulares para formar redes, burbujas o “sopas” de enzimas o aminoácidos, y aquí empezaría el verdadero trabajo: encapsular sustancias tóxicas, digerir o reunir plásticos, tomar muestras de virus directamente del suelo y someterlas a pruebas de inmunidad y riesgo de contagio, pigmentar zonas de riesgo o lugares invadidos por especies exóticas dañinas; curar enfermedades estacionales por el simple hecho de respirarlas, y evolucionar luego hacia una especie de “sanación” del medioambiente. La energía para cumplir estas tareas sería, claro, biológica. Por fagocitación o fotosíntesis.

Como dije, no hay problema con soñar alto. El problema es que, dadas las tareas titánicas puestas sobre estos mecanismos, pueden suponerse catástrofes directamente proporcionales. ¿Cómo entregarle a la IA, también, la tarea de diseñar medidas de protección contra algún fallo colosal?

Nunca el Titanic fue tan grande.

Aquí se nos pide una confianza en programas y aparatos con altísimo cálculo de probabilidades y con el mandato, estilo Hipócrates-Asimov, de ante todo no hacer daño. ¿Podemos confiar? Normalmente confiamos en probabilidades con arcos de cálculo mucho menores y accesibles: viajamos en autos y en aviones aunque sabemos que hay accidentes fatales, consumimos alimentos ricos en grasas saturadas, etc. ¿Podemos confiar en cálculos de probabilidades inalcanzables por su complejidad y (muy probablemente) antiintuitivos en cuanto a sus progresos y funcionamiento? Porque no olvidemos: teóricamente serían máquinas y organismos en principio indetectables para los sentidos.

Y si pudiéramos erigir esa confianza, ¿no constituiría su mismísimo éxito un peligro extremo, en la forma de una postrera inconsciencia criminal? ¿Cómo se cuenta la historia después de que efectivamente hayamos salvado al mundo? ¿Cómo es el Apocalipsis sin zombies, ni guerras, ni la naturaleza devastada?

¿Quién o qué nos volvería a la sobriedad, cuando este proyecto permitiría pensar en la reparación celular continua y, por lo tanto, en la inmortalidad efectiva?

El Titanic, por supuesto.

Nada más sobrio que un baño repentino en agua salada y helada.

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