EL FUEGO QUE ARRASA

El mundo muere con cada ausencia; el mundo muere por la ausencia.

Vinciane Despret

 

La escritora, naturalista e historiadora de la ciencia Helen Macdonald reflexiona en un bello libro[i] que, en estos tiempos terribles para el ambiente en el que atravesamos la sexta gran extinción, necesitamos de la ciencia para poder medir los daños y saber cómo mitigarlos, pero también de la literatura para expresar lo que significan las pérdidas asociadas al desastre ambiental. Como buena observadora y amante de las aves, la autora menciona al mosquitero silbador, un pajarito de color amarillo limón que está desapareciendo de los bosques ingleses y dice: “Una cosa es mostrar los datos estadísticos que reflejan el retroceso de esa especie. Y otra es explicarle a la gente lo que son los mosquiteros silbadores y lo que representa esa pérdida; que la vida de un bosque compuesto de luz, hojas y trinos se tornará menos compleja, menos mágica, sencillamente menos, cuando los mosquiteros silbadores hayan desaparecido”.

Las palabras de Macdonald resuenan con fuerza. Dicen sobre un mundo que se acaba, ya no lentamente, sino a gran velocidad. Sobre un mundo que agoniza. Sobre un mundo que pierde sus colores, texturas y sonidos. Sobre un mundo plagado de ausencias. Sobre un mundo de sombras y fantasmas. Y ante esto, sólo arriesgo a pensar hasta qué punto hemos normalizado el hecho incontestable de que vivimos en un mundo cada vez más disminuido.

Pareciera que el deterioro continuo del ambiente es un tema en boca de todxs, una verdad de perogrullo. Pero, ¿lo es? Quiero decir, ¿somos capaces de asimilar que la degradación ocurre todos los días, a cada instante y ante nuestros propios ojos? ¿No es acaso nuestra propia corporalidad la que se ve sometida a temperaturas agobiantes, a sequías prolongadas, a tormentas cada vez más intensas, a inundaciones feroces, al humo que emana de los incendios? ¿Qué es lo que hace que lo que nuestros cuerpos experimentan no termine de afectarnos?

En otro lugar[ii] hice referencia, siguiendo a Giraldo y Toro, a que existe un orden de lo sensible -o bien, un régimen de afectividad– que establece hacia qué cosas se dirige nuestra sensibilidad, indicando ante qué podemos permanecer indiferentes y ante qué no. Este régimen instaura qué datos perceptivos de los ambientes son significativos, creando sensibilidades generalmente a tono con los deseos, aspiraciones y fantasías de las sociedades (capitalistas) a las que pertenecemos.

Si esto es así, existe toda una arquitectura afectiva que ha construido los bosquejos sensibles que posibilitan esta suerte de anestesia generalizada que nos inmuniza, manteniéndonos convenientemente a resguardo del dolor que implican las pérdidas derivadas del daño ambiental.

Y si hago esta introducción es para hablar de los incendios que azotan a distintos lugares de la Patagonia desde hace algunas semanas. Para decir que el fuego ha devorado todo lo que ha encontrado a su paso en millares de hectáreas: árboles centenarios, infinidad de especies de flora y fauna, casas de pobladores. Para señalar que el gobierno nacional, en sintonía con el resto de sus acciones, expresa una total indiferencia frente al desastre; que se ha encargado de desmantelar las políticas públicas que podían mitigar la magnitud de los siniestros, y que, seguramente, se encargará de modificar la normativa que prohíbe el cambio de uso del suelo para beneficiar la proliferación de negocios inmobiliarios y turísticos. Para mencionar que el accionar de los gobiernos provinciales y locales ha demostrado ser completamente insuficiente para poner un freno al avance del fuego y que -muchas veces- trabajan en connivencia con el gobierno nacional. Para denunciar que las mismas comunidades que se organizan para contrarrestar los efectos devastadores que los incendios tienen sobre sus vidas y crear vínculos de solidaridad, terminan siendo criminalizadas por el poder judicial; que fuerzas parapoliciales, al servicio de grandes terratenientes, actúan en los territorios amedrentando y violentando a lxs pobladorxs; que las víctimas privilegiadas de estas persecuciones son las comunidades mapuche-tehuelches que han sufrido allanamientos y todo tipo de atropellos. Para recalcar la tarea que cientos (o quizás miles) de brigadistas comunitarios llevan adelante protegiendo los bosques, los ríos y la memoria de los pueblos. En suma, para recuperar que existen redes compuestas por una multiplicidad de personas que, tanto en los territorios afectados como en otros lugares del país, no permanecen indiferentes a lo que ocurre.

¿Qué palabras son capaces de transmitir esta catástrofe? ¿Qué adjetivos necesitamos para dar cuenta de lo que ésta implica? ¿A qué juegos del lenguaje apelamos para simbolizar todas las cosas que perdimos en el fuego?

Porque noticias tenemos y de a montones. Generalmente, refieren al quantum de los daños y en la lógica mediática se entremezclan con las tendencias del verano, el movimiento de las finanzas o el último improperio emanado por el jefe de estado. Es decir, “informan” pero no (con)mueven.

Tal vez lo que necesitamos es menos cantidad y más textura cualitativa de lo que significan estos hechos. Porque al mismo tiempo que estos episodios están teniendo lugar en el sur del país, la provincia de Corrientes se encuentra en llamas. Y unos meses antes fue Córdoba, San Luis y la lista sigue, con escenas que son siempre perturbadoras. Y porque, de no modificar nuestras lógicas de percepción y de sensibilidad, es posible que sólo nos quede ser testigxs del encogimiento del mundo.

 


[i]Se trata de Vuelos Vespertinos, publicado por la editorial Anagrama en el año 2021.

[ii]Hacia una reforma afectiva ¡Ya! Publicada en Pogo en agosto de 2024.

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