LA INFLACIÓN DEL ARCHIVO
Hace ya algunos años que la palabra archivo explotó. Explotó en tanto que se volvió muy popular en la academia y en tanto que sus bordes semánticos, acosados desde siempre por la vaguedad (como los de todas las palabras), perdieron la mínima nitidez que permitía que pudiéramos asentir cuando alguien decía “archivo”, como si entendiéramos perfectamente de que se hablaba. Ese gesto, ese simulacro de comprensión, es importantísimo para el diálogo, indispensable, pero es simultáneamente el punto ciego a partir del cual se puede empezar a pensar: un día se nos dio por pensar el archivo y el archivo estalló.
No es la primera vez que esto pasa ni será la última. El proceso es más o menos el siguiente. Se advierte en principio la potencia de una palabra que entonces se transforma en concepto, en herramienta conceptual. Una vez que se cruza ese umbral, se advierte otra cosa: todo lo que se está dejando afuera. Entonces la palabra que se volvió concepto adquiere características imperiales: sale a conquistar territorios. El reino del archivo, en este caso, se expande hasta comerse todo: siempre será posible decir que en cierta forma, hasta cierto punto, de alguna manera, visto así, en cierto sentido tal cosa es un archivo o forma parte de un archivo o del archivo. Y entonces todo es archivo y el archivo es todo. ¿Por qué? Porque todo pensamiento que diga que el archivo es tal cosa y no tal otra podrá ser y será acusado de clásico, frente a la potencia informe de la novedad.
El archivo, cargado históricamente en su misma sonoridad de una cosa mohosa y húmeda, tomó aire. Se recordó su etimología y su historia política. Derrida nos regaló la paradoja hermosa que mantendrá siempre vivo al archivo (tanto a la cosa como al concepto, si es que vale la diferencia): el archivo existe no a pesar de que hay destrucción y olvido, sino justamente porque hay destrucción y olvido. Queda el archivo porque lo demás se perdió, no pese a la pérdida. Entre la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI se cultivó el archivo de todas las formas posibles, se lo trabajó, se lo estudió, se lo criticó y se lo reconfiguró una y mil veces. Empezó a existir el mundo del archivo y sus alrededores, cada vez más amplios, cada vez más complejos, cada vez más lejanos.
A la vez, otra lógica empezaba a desarrollarse de forma un tanto subterránea y casi por necesidad. De a poco, en el mucho abarcar, el archivo se diluyó entre todo lo demás. En algún momento, o mejor en un periodo, porque estas cosas pasan de a poco, el concepto se infló tanto, fue y es tantas cosas, que ya no explica casi nada, casi no interpela, no abre casi nada nuevo, casi no molesta. Y por la dinámica de la academia, pareciera que eso hizo que se redoble la apuesta: más archivo, más refutaciones de definiciones de archivos, más verdaderas definiciones, más ampliación y clarificación de un concepto que ya casi nos ha dicho todo lo que podía, más conceptos paralelos, más de todo.
Repetí varias veces el casi porque últimamente me encontré con algunas lecturas que me hicieron volver al archivo. El concepto me gustaba, me seducía, me interesaba, pero el desánimo que me había provocado la archivofagia académica me había alejado durante bastante tiempo. Nombro dos de esas lecturas que me trajeron de vuelta, representativas de lo mismo en ámbitos diferentes.
La primera fue de un texto de María Isabel Remy. Se pregunta por la interpretación que se hizo y se hace de la situación de los indios en Perú y dice, un poco irónicamente:
Quién va a creer que la economía colonial, incluso la economía agraria, se caracterizaba por un intenso comercio y producía un enorme y dinámico mercado como muchos estudios lo han demostrado […] O que los estudios de minería colonial han mostrado que la crisis general del siglo XVII tiene mucho que ver con que los indígenas no iban a la mita porque redimían esa obligación pagando dinero a los mineros, lo que quiere decir que tenían opciones económicas. No puede entrar: la colonia es atraso y es señorial; los indios no tienen tierras (los despojaron, ya está dicho) y están, desde Cajamarca 1532, igualmente sometidos, oprimidos y dominados y sólo esperan que los sólidos resortes del poder que los aplasta se aflojen (por contradicciones en las alturas) para saltar con ferocidad contra sus opresores. Ellos “resisten”, no viven situaciones cambiantes, no tienen historia, no hacen política, no negocian. (1995, p.287)
Remy nos dice con su ironía que a pesar de todo el trabajo de despaternalización que se intentó en Occidente en los ambientes intelectuales, seguimos creyendo que los indios fueron y son seres inertes y pasivos esperando una salvación milagrosa, como lo creían los primeros indigenistas. ¿Dónde está esa otra verdad, esa alternativa a esta verdad que nos circunda? En el archivo, por ejemplo, del siglo XVII.
La otra lectura tiene que ver con un texto de mi pareja. Ella estaba escribiendo un artículo para conmemorar a su profesora, mentora y segunda madre que se llamaba Pampa. Hacía cosa de un año que había muerto y la escritura de ese texto llevó a mi pareja, Cande, a revisar sus papeles y todo lo que estuviera relacionado con Pampa en su casa. Haciendo ese trabajo se encontró con una carta temprana, tempranísima, en la que Pampa la trataba con el cariño y la cercanía usuales. A Cande le llamó la atención esa carta, porque creía recordar que al principio el trato entre ellas había sido un poco más frío, con cierta distancia profesional o académica. En realidad, Pampa no había escatimado nunca el trato amoroso: el pasado que Cande creía recordar y la verdad supuesta durante algún tiempo se dejaron corroer inmediatamente. La carta le permitió, inesperadamente, no solo resignificar, sino corregir una lectura de su pasado. ¿Dónde estaba esa otra verdad? En la carta rescatada del olvido a último momento.
A riesgo de contradecir lo que propuse un poco más arriba, creo que, parafraseando un poco a Didi-Huberman, algo arde en el archivo todavía. No quiero proponer la enésima definición de archivo, Derrida me libre y guarde, simplemente quisiera decir que si por algo amamos y necesitamos el archivo, es porque su relación con el presente es siempre de transformación. El archivo le da a la memoria su carácter dinámico y a través de ella interviene en lo que somos para cambiarlo, para decirnos que tal vez las cosas fueron y son de otra manera o que al menos pueden ser de otra manera.
Tanto en lo colectivo, en lo estrictamente político, por ejemplo en nuestra memoria colonial e indígena, como en lo subjetivo o por lo menos en lo íntimo, por ejemplo en nuestra fábula sobre la relación con el otro, el archivo es capaz de desconfigurarnos, de volver a repartir las cartas para empezar el juego otra vez. Entonces la relación entre el archivo y la verdad (se podría decir que eso es la memoria) no es nunca de confirmación, siempre es un desplazamiento, un empujón que se le da a una verdad para que aparezca otra fresca. Pese a la inflación, pese al murmullo sordo y absurdo, lo que en el archivo arde y siempre va a arder es la posibilidad de ser otro.
Referencias bibliográficas:
Derrida, J (1997) Mal de archivo. Una impresión freudiana. Traducción de Paco Vidarte. Madrid: Trotta.
Didi-Huberman, G. “El archivo arde”. Traducción de Juan Antonio Ennis. Disponible en: https://filologiaunlp.wordpress.com/wp-content/uploads/2012/05/el-archivo-arde1.pdf
Remy, M.I. (1995) “Historia y discurso social. El debate de la identidad nacional” en Cotler, J. (ed.), Perú 1964 – 1994. Economía, sociedad y política. Lima: IEP.
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