EL DÍA QUE LA NATURALEZA NOS DEVORÓ

“El mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él”

C. Lévi-Strauss

Hace pocos días terminé de leer una novela de Michel Houellebecq[i] que cierra la trama de la historia con una metáfora en la que la vida vegetal avanza victoriosa sobre restos de humanidad. Quien se haya topado con algunas de sus obras, sabrá que el escritor no busca ni por asomo retratar un mundo feliz y que algo (o mucho) de la mirada lúcida que nos devuelve sobre ciertos tópicos centrales de nuestra existencia y del tiempo en que nos toca vivir genera malestar y, en ocasiones, nos deja sumidxs en una profunda desolación. Desde mi lugar de lectora no experta, creo interpretar que no existe una finalidad o un sentido claro perseguido por el autor -entiéndase por esto: “un llamado de atención”; “generar conciencia”; “apostar a una transformación”, etc.- , sino simplemente (y no porque sea simple hacerlo) mostrar con tremenda agudeza un estado de situación, crear una imagen nítida y nada romántica del presente y dejarnos a solas frente a ese espejo, para que cada quien lo procese como pueda. Quizás, ahora que lo pienso mejor, sea eso y no otra cosa lo que tanto incomoda de su lectura.

Pero la intención de estas líneas no es discutir a Houellebecq (cosa que, por otra parte, no podría hacer) sino volver sobre la figura de una humanidad evanescente que de a poco termina siendo eclipsada por el orden natural. Confieso que los últimos acontecimientos que vienen teniendo lugar en la parte del mundo en la que vivo -me refiero a los incendios que azotan el escaso bosque serrano cordobés, sin entrar en el pequeño detalle de estar atravesando una de las peores crisis sanitarias de las que se tenga recuerdo-, me hicieron volver sobre esa especie de alegoría contenida en el final del libro.

Me cautiva la metáfora de una naturaleza que nos devora lentamente porque no parece alejarse demasiado del camino que de manera decidida y empecinada venimos transitando como especie. Y sobre este punto, no importa cuánto se discuta sobre la falsa y borrosa dicotomía entre naturaleza y cultura, que arrastramos desde hace algunos siglos, para dar por tierra con la absurda operación de situarnos por afuera de ella. Insisto, en vano resulta machacar sobre el estatuto epistemológico de tal creencia -largamente categorizada como moderna, colonial, patriarcal y eurocentrada[ii]– para abandonar el impulso de externalizarla y objetivarla. Sencillamente, nos hemos convencido de que la naturaleza “está ahí” y la observamos desde un “afuera”.

De no haber mediado la maniobra destinada a cosificar el mundo natural, su instrumentalización hubiera devenido imposible. Al fin y al cabo, el modelo naturalista de ciencia, el nacimiento del capitalismo y de la empresa colonial, la forma Estado-nación, la idea de centro y periferia, etc. son todos artefactos de la modernidad que nacieron anudados y necesitándose recíprocamente. Ninguno de ellos hubiera sido posible sin el concurso de los otros.

Existió y existe un modo de conocer que sirve de base y sustento a Occidente y sus producciones. Uno de los núcleos principales de esta interpretación sobre el mundo consiste en la tajante separación que se establece entre el sujeto/razón y el cuerpo/objeto[iii]. El triunfo de esta concepción en la que lo humano y la naturaleza se comprenden como ámbitos ontológicamente separados y en la que la función del conocimiento no es otra que la de ejercer un control “racional” sobre el mundo[iv], viene siendo uno de los fundamentos de la gran expansión del capitalismo y de la empresa extractiva.

Desde esta perspectiva, la naturaleza-objeto-cuerpo puede ser afectada sin problema al despilfarro y al gasto sin reservas porque en el imaginario es algo que (nos) excede[v]. Parafraseando a Mbembé[vi], podríamos decir que se traduce en un “cuerpo de extracción”, expuesto a la voluntad y al capricho de un señor/dueño/propietario/patrón (la asignación de género no es ingenua) que pretende arrancarle y obtener de él la máxima rentabilidad posible. En definitiva, para este autor, el capitalismo en su lógica neoliberal se caracteriza por la radicalización de prácticas que tienen en la depredación y la extracción de beneficio su sello distintivo, conduciéndonos con prisa y sin pausa hacia un “devenir negro del mundo[vii]”.

Ante tal escenario, quizás sea posible decir que ya no es la representación de un oscuro futuro la que nos acecha, sino un tiempo presente, un “aquí y ahora” que nos desborda de imágenes del colapso. ¿Acaso no vivimos en medio de múltiples ecocidios y con la muerte golpeando las puertas de todxs? ¿Acaso no observamos cómo cada diminuta y minúscula porción de vida queda capturada por la lógica de la mercantilización y de la valorización capitalista? ¿Acaso no nos damos cuenta de que el cortoplacismo y la urgencia del tiempo neoliberal sólo admite pensar en la ganancia inmediata descuidando las consecuencias mediatas? ¿Acaso no hemos podido percibir la omnipotencia y la idiotez de nuestra especie en toda su esplendorosa profundidad?

A juzgar por la coyuntura, unx se sentiría tentado a enunciar que la única urgencia es la de trazar una estrategia que nos permita salir de la lógica de la producción de muerte en la que estamos inmersxs. También quisiera convencerme (y convencerlxs) de que estamos ante un turning point, uno de esos momentos bisagra, donde nos es dada la posibilidad de bucear en las aguas subterráneas de nuestra existencia y volver a la superficie renovados. Pero no lo sabemos.

De continuarse el camino emprendido, se diría que el poder evocativo que tienen las imágenes de Houellebecq citadas al comienzo recobra toda su fuerza. Al menos en esa novela, el triunfo de la vida vegetal es absoluto. Quizás una punta para empezar a desenredar el ovillo sea volver a reunir las partes que el capitalismo ha separado.


[i]       El mapa y el territorio. Barcelona: Anagrama. 2011.

[ii]      Consultar, por ejemplo, el trabajo de Aníbal Quijano:“¡Qué tal raza!” en Z. Palermo y P. Quintero [Comp.] Aníbal Quijano: Textos de fundación. Buenos Aires: Ediciones del signo. 2014. Págs. 100-108.

[iii]     Lo que Quijano y otrxs autorxs enrolados en la perspectiva decolonial denominan como la “colonialidad del saber”. Ver Lander, Edgardo [Ed.] La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. Buenos Aires: CLACSO. 2000.

[iv]    Castro-Gómez, Santiago. “Decolonizar la universidad. La hybris del punto cero y el diálogo de saberes”, en E. Restrepo y A. Rojas [coord.] Inflección decolonial: fuentes, conceptos y cuestionamientos. Colombia. Ed. Universidad del Cauca.

[v]     Maristella Svampa (retomando a René Zavaleta) refiere a la mirada “eldoradista” sobre los recursos naturales, la cual implica sostener un mito o ilusión del excedente en relación a los grandes recursos naturales presentes en el subcontinente [sudamericano]. Ver: “Consenso de los commodities, giro ecoterritorial y pensamiento crítico en América Latina” en Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales – OSAL Observatorio Social de América Latina Año XIII Nº 32 / nov. 2012.

[vi]    Mbembé, Achille. Crítica de la razón negra. Buenos Aires: Futuro Anterior Ediciones. 2016.

[vii]   Al respecto señala Mbembé: “Por primera vez en la historia de la humanidad, la palabra negro no remite solamente a la condición que se les impuso a las personas de origen africano durante el primer capitalismo -depredaciones de distinta índole, desposesión de todo poder de autodeterminación y, sobre todo, del futuro y del tiempo, esas dos matrices de lo posible-. Es esa nueva característica fungible, esta solubilidad, su institucionalización como nueva norma de existencia y su propagación al resto del planeta, lo que llamamos el devenir negro del mundo” (Ibíd. p. 32, cursivas en el original).

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