EL BENEFICIO DE LA DUDA
EDITORIAL
Dudar no es para cualquiera.
Exige de una mente bastante confundida y pocas o ninguna certeza. Se requiere ser indeciso, irresoluto, titubeante y, ante todo, impone erradicar cualquier tipo de fanatismo.
Aun a pesar de su mala prensa, la duda tiene sus beneficios. No son muchos, pero los tiene. No hablamos de apologizar la incertidumbre sino de revalorizar la suspicacia como génesis del pensamiento no-lineal. Aristóteles advertía que “el ignorante afirma, el sabio duda y reflexiona”. Descartes, por su parte, sostenía que “la duda es el principio de la sabiduría”.
Pero los tiempos que corren se han declarado prescindentes de la duda. La postmodernidad rebosante de individualismos y banalidades considera a la vacilación una falencia del carácter y nadie en esta época quiere ser señalado como timorato.
En realidad no nos molesta tanto la duda sino la neutralidad que de ella se desprende. Las mentes combativas y agrietadas del siglo XXI no pueden permitirse dilaciones. Tomar partido es la obligación ética de cualquier ciudadano bien nacido, aunque no tengamos acabados conocimientos ni completa información sobre el tema que se discute. El poder nos insta a tomar partido con la excusa del compromiso cívico. Las corporaciones nos sugieren tomar partido so pretexto de la fidelización. Nuestros allegados nos reclaman tomar partido bajo apercibimiento de ser desterrados a “Corea del Centro”. Pero dichas exigencias son ciertamente auto-exigencias. Nosotros mismos nos demandamos definiciones precisas y –sobre todo- congruentes con nuestro acervo ideológico. Todos los pecados pueden ser indultados excepto el “panquequismo” y por eso, desde algún lugar de nuestra personalidad, nos exigimos niveles de coherencia discursiva que rayan el dogma.
Sabido es que la dinámica de los medios de comunicación para tratar los temas de agenda imprime su impronta en el debate cotidiano. El tiempo tirano y una dialéctica digerible para las masas obliga a practicar un neosofisma inquietante, en el cual opinólogos generalistas tienen veredictos formados –o inducidos- sobre todas las problemáticas. El público recibe esa editorialización predigerida y robustece así sus propias convicciones. Si no coinciden, simplemente cambia de canal. Esta experiencia se extrema en las redes sociales donde los grupos de pertenencia, lejos de promover la discusión de ideas, se encierran en postulados taxativos y endogámicos, impermeables a cualquier razonamiento antagónico.
Y así, de a poco, casi sin darnos cuenta toda nuestra cosmovisión se convierte en una estructura rígida e insobornable de argumentos apuntalados por silogismos inflexibles y en ocasiones falaces. Nuestro cerebro, que instintivamente busca el camino de la mayor economía cognitiva, toma la información pre-procesada, la organiza, la clasifica y la archiva. De esta manera surgen ciertos jacobinismos incomprensibles: peronistas que se privan de Borges, radicales que se privan de Jauretche, troskistas que desprecian a Sarmiento, conservadores que jamás han visto a Favio o liberales que aborrecen a Laclau. Foucault fue un viejo pervertido, Preciado es un puto irredimible y Peterson un fascista al servicio del neoliberalismo. Raví Shankar es macrista, Joseph Stiglitz es kirchnerista y Donald Trump es populista. ¡Listo! Discusión cerrada. Ya todo está encasillado y ninguna deconstrucción es posible. La vacuna rusa se milita con los puños apretados mientras el burgués en camioneta jura y perjura que prefiere morir a inyectarse otra cosa que no provenga de Pfizer.
No sólo hay opinión de todo, sino que además es una opinión sunita. Las convicciones se defienden con la AK amartillada y los katiusha armados y apuntando. En un contexto donde la forma importa más que el fondo, discutir se ha convertido en un ejercicio de temperamento. Espíritus enardecidos se adjudican la razón en una contienda agonal, donde lo importante no es favorecer el librepensamiento sino garantizar la total aniquilación del adversario.
Ya no está de moda dudar. La duda implica reflexión y la reflexión reclama a gritos tiempo y profundidad, en una realidad veloz y rasante. No hay lugar para la pausa, para la suspensión del juicio, para la Epojé que postularon los escépticos. No hay lugar para la parentetización de la que habló Husserl, ni para lo neutro de lo que escribió Barthes: “…lo neutro es aquello que desbarata el paradigma…()…y que no permite resolver el sentido por el método binario”.
El poder “vomita a los tibios” porque la duda es, en definitiva, una amenaza a todo orden establecido.
La grieta no es un fenómeno social. Es apenas un estado mental. De eso no tengo ninguna duda.