¿QUÉ ROMPIMOS?

El ataque letal y sistemático que recibió en las redes sociales la serie documental “Rompan todo” después de su estreno en Netflix, es uno de los fenómenos virales más groseros entre los que se verificaron en Argentina a finales del año pasado. Más allá de las pocas o muchas cualidades que pueda poseer esa realización audiovisual, su debut en pantalla desató una polémica feroz digna de los grandes temas de debate social y político, con posteos y comentarios de una virulencia desmedida, que en general se focalizaban en Gustavo Santaolalla, cuyo testimonio es dominante en los episodios de esta tira de la cual también es productor.

Entre insultos y fuertes acusaciones, los detractores de “Rompan todo” concentran sus diatribas en supuestas ausencias de nombres claves dentro de esa “historia del rock en América Latina” que la serie lleva como subtítulo. O comparan el tiempo que se les da a algunos protagonistas con el que se les otorga a otros y consideran que esa distribución es despareja. En algunos casos, notas periodísticas espameadas a través de WhatsApp llegan a denunciar hipotéticas desviaciones ideológicas de ese relato, donde creen advertir un aval a la nefasta teoría de los dos demonios.

Pero es Santaolalla el más vapuleado en esta avanzada tribunera que encumbra al músico argentino en el colmo de la egolatría y devuelve su imagen transformada en meme, la herramienta más contundente de circulación simbólica que reina por estos días. Además de dudar de su capacidad creativa, de sus intenciones profesionales y de su entidad como narrador omnipresente, se le resta validez a sus emprendimientos en la música durante el último medio siglo, tanto en las bandas de las que participó como en su tarea de productor artístico. La avalancha de cuestionamientos es tan potente, que roza la desmesura, en especial cuando el bombardeo de los haters cae sobre un producto de entretenimiento ofrecido por una plataforma de streaming.

Lugar común

SI leemos esas enconadas reacciones y tratamos de encontrarles un punto en común, detectamos que quienes protestan lo hace desde un lugar de superioridad moral y que su arenga consiste en un reclamo ético. Es decir, niegan que Santaolalla pueda ser un vocero autorizado porque, en cierto sentido, lo identifican como un “traidor”. Y los ideales a los que habría sido infiel son aquellos que el rock enarboló allá por los años sesenta: la independencia con respecto a la sociedad de consumo, la desobediencia ante los mandatos establecidos, la preeminencia de las causas colectivas por encima de los objetivos personales.

En definitiva, se sentencia a “Rompan todo” porque tal vez “no rompe nada” y porque, con su enfoque, estaría defendiendo los intereses de la industria discográfica, a la que suele sindicarse como enemiga de la utopía rockera. Un argumento que se cae por sí solo si consignamos la enorme cantidad de héroes de ese género que firmaron contratos con sellos multinacionales y que cobraron una retribución monetaria por su labor como un engranaje más de un negocio que se dedica a traficar con bienes culturales.

Refugiados en esa anacrónica trinchera hippie que tipificaba como “comercial” a cierta clase de música, quienes juzgan y condenan a Santaolalla se basan en una clasificación arbitraria que a esta altura transparenta una ingenuidad supina. Todo el que vende sus discos, ya sea en el circuito convencional o en el alternativo, está comerciando con sus canciones y no debería ser reprendido por eso, sobre todo si al componer e interpretar mantiene su fidelidad al estilo que lo caracteriza.

Demoler, demoler

Hace casi una década, el ensayista Claude Chastagner publicaba “De la cultura rock”, un texto por demás revelador acerca de la verosimilitud de esa legendaria rebeldía rockera. Así como el mito fundador del movimiento remarca que las buenas intenciones de los pioneros fueron aprovechadas por la economía capitalista para incrementar las ganancias de los malvados empresarios, lo que Chastagner demuestra es la imbricada relación que existió desde un principio entre ese género musical nacido en los años cincuenta y el sistema de producción que predomina en Occidente.

Más audaz aún, la hipótesis de la que parte “De la cultura rock” es que el rocanrol nació, creció y se desarrolló no tanto como la manifestación del inconformismo juvenil, sino como un argumento de marketing de aquellos que descubrieron en los adolescentes un mercado que merecía ser explorado… y explotado. La natural actitud desafiante de los teenagers halló en el rock una vía de expresión perfecta y se la apropió para diferenciarse de la cosmovisión paterna, en una simbiosis que a lo largo de las siguientes décadas constituyó el eje de una unidad productiva en constante crecimiento.

Si aplicamos la perspectiva de Chastagner, no tendría fundamento ese enardecido desdén contra “Rompan todo” que muchos compartieron en sus perfiles hasta establecerlo como trending topic. La inexistencia de una reserva moral rockera a la cual rendirle culto, vuelve inocuos los agravios que asentaban su fundamento en ese principismo absurdo. En todo caso, no ha sido Gustavo Santaolalla el único que “le vendió el alma al diablo”, porque todos lo hicieron de una u otra forma, aunque no hayan tenido la intención.

Es cierto que la serie no rompe nada. Pero tampoco rompieron demasiado quienes desde la música se propusieron cambiar el mundo: mientras creían hacerlo, en realidad aceitaban una maquinaria perversa. Bien podría afirmarse que el rock funcionó como un placebo para quienes, en su afán de derribar viejas estructuras, sobrentendieron que podían hacerlo utilizando como armas su voz y sus guitarras. Vivimos hoy la pesadilla de un capitalismo salvaje que se encamina a demoler el planeta, sin que la mentada resistencia rockera haya conseguido siquiera desacelerar esa debacle.

Como un bumerán, los dardos que le disparan a Santaolalla se vuelven contra quienes los lanzan para interpelarlos y ponerlos a reflexionar. Los que alguna vez soñamos construir un futuro mejor desde nuestra condición rockera deberíamos preguntarnos antes que nada: ¿Qué rompimos? Y recién después, si nos quedan ganas, estaríamos habilitados para analizar y descalificar las rupturas ajenas que no fueron tales.

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