COREA, UN MAL DE AMOR

 

Del otro lado de su mundo, medio día completo detrás de su reloj, disfrutando de los primeros brotes cuando allá cae la mágica primera nevada (첫눈), bien al sur del mapa me encuentro yo. Desde el centro de este país argento, corazonadamente cruzo la cordillera, paso por Chile, navego en diagonal y a contramano por el inmenso Pacífico, sobrevuelo el cielo de Japón, salto el Estrecho y llego a la península de ese Lejano Oriente exótico y desconocido. El pequeño territorio, que se desprende del continente asiático abrazado por los mares Amarillo y del Este, fue intuido por sus vecinos como lugar de paso y de estancia. Así, a lo largo del tiempo, fue invadido por chinos, manchúes, mongoles y japoneses primero y asediado por las potencias occidentales después. Esos otros pretendieron siempre definir su libertad obviando, o quizás desconociendo, la contundencia de su identidad resistente. Han (한) es ese sentimiento colectivo que define a los coreanos como andantes de una travesía histórica de agresión e injusticia. La península no fue solo un camino para visitantes con ansias de desolación para esta tierra, sino un hogar entrañable para su pueblo milenario.

La “tierra de la calma matutina”, nacida del mito de Dangun (단군) en 2333 a.C., prosperó como civilización a la vera de las sucesivas dinastías chinas, el influjo de los pueblos siberianos y la expansión de los mongoles. La Antigua Joseon (고조선) era un reino confederado de ciudades-estado gobernadas por clanes que debían pagar tributo y sortear las estrategias chinas que pretendían desintegrar esa primigenia unidad. Alrededor del siglo treinta y siete antes de nuestra era, se conformaron Tres Reinos (삼국) principales, Koguryo (고구려) al norte, Baekche (백제) al sudoeste y Silla (신라) al sudeste, que se disputaron la hegemonía y el poder. En 676 d.C., el Reino de Silla derrotó a sus vecinos con la ayuda de la Dinastía Tang, unió la península bajo un solo gobierno central y expulsó a los chinos que se habían instalado en Koguryo. Nacía el Reino de Silla Unificada, el primer recuerdo de un territorio propio que debió ser defendido y consolidado en lo sucesivo en base a tres pilares: idioma, religión y poder militar.

Las siguientes Dinastías Koryo (고려: 918-1392) y Joseon (조선: 1392-1910) sentaron las bases de una tradición que, aunque siempre alerta a las imposiciones extrañas, absorbió las influencias de su poderosa vecina: la división en estratos sociales, las elites militar y civil, la organización del Estado, el cultivo del arroz, la oficialización del budismo primero y del confucianismo después -siempre con el telón de fondo de su originaria cultura chamánica- y la escritura de su idioma oral en sinogramas chinos.

En el XV, hubo un rey que quiso poner fin al analfabetismo de las amplias mayorías de su pueblo que no accedía al aprendizaje del idioma chino. En 1443, Sejong el Grande (세종대왕) creó el alfabeto hangul (한굴) para que su gente pudiera escribir y leer en coreano (한국어) y que el saber no fuera solamente cuestión de eruditos. Las reacciones de la elite para impedir su implementación fueron tenaces pero lo coreano prevaleció.

Cuatro siglos después, Gojong (고종) y Min (민) estaban destinados a ser los reyes protagonistas de la decadencia final de la Dinastía que, en su última versión, se había vuelto débil e ineficaz ante los reclamos de su sociedad y los embates imperialistas. Por un lado, los repetidos levantamientos rebeldes habían logrado la promulgación de las Reformas Gabo. En 1894, los coreanos lograban la abolición de la esclavitud y las distinciones de clase. Por el otro lado, Hanseong (한성), la ciudad fortificada del Río Han (actual Seúl o Ciudad Especial de Seúl – 서울특별시) se plagó de pro chinos, pro japoneses, pro rusos, pro norteamericanos que bregaban por abrirle las puertas al progreso del otro mundo. Mejor armadas, con misioneros que mostraban un Dios más justo que las estrictas reglas confucianas, intercambiando las baratijas del mercado capitalista por ventajas comerciales y/o geopolíticas, con ayuda interna y un inmenso poder de su lado, las potencias occidentales franquearon las ultimas defensas del Reino Ermitaño. En la región, el cada vez más poderoso Imperio Japonés rápidamente iba reemplazando la centralidad de una China disminuida y se expandía hacia el norte, atravesando la península.

En ese camino, el Japón de la Restauración Meiji no reconoció ningún límite. El 8 de octubre de 1895, perpetró el violento asesinato de la Reina Min que no era afín a sus pretensiones expansionistas. Dos años después, en el último intento por mantenerse en el poder, Gojong se autoproclamó Emperador del Gran Imperio de Corea (대한제국) y le otorgó el título póstumo a su reina, la Emperatriz Myeongseong (명성황후). Diez años tardó Japón en establecer un Protectorado en Corea y cinco más en declarar a la península como parte de su Imperio. Para el presidente Roosevelt, la ocupación japonesa de la península era muy conveniente para contener el avance ruso.

La historia posterior no es menos ingrata. La época colonial tuvo distintas etapas en las que se conjugaron la complacencia de unos por ser parte de los logros del Japón moderno y la lucha de otros por recuperar la libertad. En 1919, tras la muerte de Gojong, la resistencia declaró la independencia desatando una represión inusitada que provocó múltiples críticas en el extranjero y obligó a los japoneses a modificar su estrategia de control militar autoritario por una política de sometimiento cultural. Esta nueva modalidad incluyó la prohibición del idioma, hasta debieron cambiar sus nombres y rendir culto al shinto -el originario animismo japonés. Pero, a pesar de las imposiciones y la represión implacable, lo coreano prevaleció. Mientras en la península rivalizaban nacionalistas y colaboracionistas, dos Guerras Mundiales habían modificado las relaciones de poder entre las naciones. Para el presidente Truman, ni el peso que había ganado Japón ni mucho menos la aceptación lisa y llana del ataque a Pearl Harbor eran convenientes y decidió que el hongo nuclear pusiera punto final a las ínfulas del Imperio. Se terminó la guerra y por añadidura la colonización en Corea. “Arirang” (아리랑), canta el pueblo coreano en memoria del periodo colonial: “hay muchas estrellas en el cielo azul” (청천 하늘엔 잔별도 많고), “hay mucha esperanza en nuestros corazones” (우리네 가슴엔 희망도 많다). Hasta hoy, Japón no ha sido capaz de pedir perdón por las atrocidades cometidas al pueblo coreano que, en 1945, cambió un ocupante por otro. En la división del mundo, Truman y Stalin acordaron la línea divisoria de la península en el paralelo 38, un pedazo para cada uno. En 1948 se formalizó la división de las dos Coreas: la República de Corea al sur con su capital en Seúl (서울) y la República Democrática de Corea al norte con su capital en Pionyang (평양). Cada una, patrocinada por cada una de las potencias protagonistas de la Guerra Fría, se envolvió en la tragedia de una guerra civil que enfrentó coreanos contra coreanos y consolidó la separación. La Guerra de Corea (1950-1953) y la partición aún continúan, solamente se firmó un armisticio, nunca la paz.

La península tuvo que vivir la enemistad sembrada por regímenes políticos opuestos, los desarrollos de naciones incomunicadas y los débiles intentos de una reunificación que tiene demasiado de prejuicio, porque ¿cómo dejar de ser capitalista o dejar de ser socialista en favor de la otra Corea? En ese ser o dejar de ser, lo coreano ¿prevalecerá?

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