ALITAS Y MARIONETAS
Se quedó yerto cuando el guardiacárcel le comunicó la noticia. Su hermano había quedado detenido cinco días atrás, pero no lo habían mandado al mismo penitenciario. Esa no era ninguna novedad, ya lo sabía. Un compañero del pabellón le había batido la justa. Desde que le dieron la información, estuvo cortando clavos, esperando que salga en libertad cuanto antes porque sabía que ni bien pudieran, lo iban a liquidar.
Si había logrado meter la cocaína, podía llegar a zafar. Como suele suceder, las cosas adquieren valor cuando son deseo de muchos, o cuando son una necesidad intrínseca primaria. La cocaína era las dos cosas. Era deseo de todos los presos y a su vez una necesidad intrínseca para él.
Esa mañana, cuando el oficial del penitenciario se acercó con pasos firmes hacia la celda, supo que su hermano estaba muerto.
– Arce, me acaban de notificar que falleció su hermano. Le van a dar una salida transitoria para que pueda ir al velorio.
Jonathan se quedó mirandolo, fijo, sin pestañar. Tenía la mirada propia que van adquiriendo los reclusos. Los ojos van mutando de a poco: primero transmiten miedo e inseguridad, desconfianza; después, muy lentamente con el paso de los días, toman aspecto de ojos de vidrio o incluso plástico; a los meses ya son inexpresivos, neutros y sobre todo, lo que hace que sean tan temidos, es que se vuelven completamente impredecibles.
Caminó unos pasos hacia atrás, sin dar la espalda y se sentó en el piso. Nunca dar la espalada a nadie fue una de las primeras lecciones que aprendió en la cárcel. Flexionó un poco las rodillas y apoyó los antebrazos en las rótulas, dejando las manos colgadas.
Se quedó pensando y en la soledad de la celda se permitió sentir dolor, culpa, egoísmo, responsabilidad, o mejor dicho irresponsabilidad. Se sintió una mierda. Su hermano se había hecho detener a propósito. Tenía que hacer entrar unas cuantas bolsas de alita para que él las pueda vender y juntar unos mangos. Ese era el nombre de la cocaína barata, que consumía la mayoría. Se llamaba así porque los cristales de merca parecían alitas de mosca; otros querían creer que su nombre se debía a que les daba alas para volar y escaparse un rato de esa realidad hedionda, propia del primer giro del séptimo círculo del infierno de Botticelli. Olvidarse un rato de la mugre, la reclusión, las ratas, la comida muchas veces podrida, del olor rancio a patas, a sobaco, a entrepierna.
Tendido en el suelo, Jonathan pensaba, en todo pensaba. En la vida, en la muerte, en querer vivir y querer matarse. Para qué quería seguir en vida; para qué quería estar en la muerte. Se miró el tatuaje, uno de los tantos. Eran cinco puntos negros, como si fuera el lado de un dado. Un puntito en el medio y cuatro en las esquinas. Recordó la simbología de ese tatuaje. Él, en ese momento, era el punto del medio, rodeado de cuatro policías. Miró las inscripciones MADRE y PADRE en la cara anterior de cada uno de los antebrazos. Tampoco los tenía, estaban muertos. Pensó en dónde se tatuaría ahora el nombre de su hermano. Recordó, pero sin poder verse, el tatuaje de San la Muerte que tenía en el omóplato derecho. También esa ubicación tenía su simbolismo: saber que, aunque no la viera, la muerte siempre estaba pegada a su espalda.
Se preguntaba si tenía que ir al velorio. Creía que era un sinsentido despedirse de un muerto; pero la oportunidad de una salida transitoria lo entusiasmaba. Optó por hacerlo. Cuando llegó a la sala y lo vio dentro de cajón, se vio por unos segundos a él mismo ahí, dentro de poco tiempo. Sintió que si se mataba todo se terminaba. Sabía muy bien que las cosas, sea cuales sean, una vez que se terminan comienzan a ordenarse de a poco. Le había pasado en otros momentos de su vida, sobre todo cuando se fugó, que desde la distancia podía ver el croquis global, la situación en 3D en la que había estado metido. Ahora, estaba junto al cajón de su hermano en 4D, es decir, un 3D en tiempo real. Sentía que verlo ahí era una forma de ver el futuro, pero hacia atrás. Sentía como otras veces, que sólo creía en el futuro cuando miraba hacia atrás, no hacia adelante como lo hace la mayoría. Su hermano en esa caja de madera, era una especie de final de algo y siempre que algo termina, comienza a ordenarse la cosa.
Una mano pesada que se le apoyó en la espalda lo sacó del ensimismamiento que tenía. Con la mirada clavada en el suelo, vio las zapatillas deportivas flúo y el jogging chupin gris. Supo quién era. Se dio vuelta despacio y miró a la derecha. Parado junto a él estaba Alexis, o “Alesi” como le decían en la villa. Se abrazaron por unos segundos y sintió que con la mano izquierda, Alesi le metió algo en el bolsillo derecho de la campera. Conocía el código. Era merca. Jonathan se quedó quieto por un ratito y charlaron dos o tres pavadas. Alesi le preguntó por otros presos amigos y le pidió disculpas por no ir a las visitas, pero él tenía pedido de captura también. Si iba, lo dejaban adentro. Así que le dio otro abrazo cortito y se fue.
A la noche, otra vez en la celda, Jonathan tanteó por fuera el bolsillo de la campera y sintió el ruido a nylon de las bolsitas y el pequeño relieve que le hacían. Calculó que debían ser unos 5 o 6 gramos. Suficiente para tirar con el bajón por unos días. Pensó en guardarse un par y cortar un poco el resto para revender dentro del pabellón.
A las dos de la madrugada, sacó un fluorescente del techo, lo envolvió en diario, después en una sábana y muy despacito lo pisó. Una vez hecho trisas, comenzó con el trabajo fino. Tapó los cristales con un pequeño trozo de nylon. Buscó un encendedor y con el culo empezó a moler y pulverizar al máximo los cristalitos. Metió la mano en el bolsillo de la campera y sacó las bolsitas de cocaína. Realmente eran cristales que parecían alitas de mosca. En total, había siete paquetitos. Abrió cinco y los tiró sobre el resto de cristales de vidrio molido del fluorescente, junto con un poco de ese polvo blanco que traen. Como si fuese un odontólogo, finalizó la amalgama entre cocaína, vidrios y polvo. Había logrado generar unos 8 gramos más. Teniendo en cuenta que un gramo de esa calidad lo podría vender a quinientos o seiscientos pesos, podría juntar cerca de cinco mil pesos.
Agarró una bolsa de nylon que tenía pan con moho verdoso y lo tiró al suelo. Buscó la maquinita de afeitar, la rompió y sacó una de las hojitas filosas. Cortó la bolsa en pequeñas bolsitas de cinco centímetros de diámetro y a ojo nomás empezó a dividir el polvo recién fabricado. Las agarró con cuidado y les dio una vuelta como quien llena una bombucha con agua y previo a atarla la hace girar. Después de eso, con el encendedor, quemó con cuidado las puntas como para sellarlas. Se las metió en el bolsillo de la campera y se tiró en el colchón del suelo para fumar. Otra vez el recuerdo de su hermano lo invadió. Otra vez la imagen del cajón con él muerto. Sintió que al fin de cuentas era una marioneta a la que llevaban de un lado al otro. No podía disponer de su vida, de su independencia, de su libertad. No podía porque no la tenía; sólo acataba órdenes, por las buenas o por las malas. Era un buen ejemplo ser una marioneta. Sólo que a su hermano le habían cortado los hilos. Mirando el techo, sin luz, solo iluminado con el resplandor anaranjado de cada pitada que le daba al pucho, le volvió la sensación de la vida de mierda que llevaba. Pensó en cómo cortar los hilos de sus brazos y sus piernas para dejar de ser una marioneta más. Se sentó en el colchón y manoteó una latita de picadillo vacía que había en el suelo y que usaba como cenicero. Miró la bacha de acero inoxidable y el vasito de plástico encima. Se paró, buscó la poca pasta de dientes que le quedaba y la puso dentro de la latita con las cenizas. Con el palito de un escarbadientes usado empezó a mezclar todo. Era un ritual que había hecho varias veces, para él y para otros: preparar tinta para el tatuaje. Ya había decidido el lugar. Lo dijo para sí mismo, pero en voz alta:
– ¡Me voy a escrachar tu nombre en el pecho, Bro!
Buscó la hojita filosa de la máquina de afeitar y con pequeños cortes milimétricos, comenzó a delinear el nombre de su hermano en la región pectoral izquierda. La sangre le brotaba como gotitas de transpiración de cada uno de los cortecitos. Una vez que terminó con el nombre, por fuera, dibujó unas alitas. Se pasó la manga de la campera para limpiar la sangre y metió el dedo índice de la mano derecha en la latita de picadillo con cenizas y dentífrico, que ya estaba hecho como una pasta espesa gris oscuro. Como si fuese una pomada, se la fue pasando en las heridas y presionando para sentir el dolor y a la vez asegurarse de que la tinta penetre. Repitió el proceso dos o tres veces. Al acabar, se prendió otro cigarrillo. Lo fumó disfrutándolo, como nunca. Abrió una de las bolsitas de cocaína pura, sin cortar, que le había regalado Alesi y la aspiró con toda la fuerza que tuvo. Sin dudarlo, agarró la misma hojita con la que se había cortado para hacer el tatuaje, la apoyó en la muñeca izquierda, la hundió y la fue desplazando hacia arriba y en forma levemente diagonal. Cuando la sangre comenzó a salir de a chorros intermitentes, supo que había cortado una arteria. Se acostó y con los ojos abiertos se miró a si mismo mientras se iba. Voló. Las alitas los llevaron con su hermano, con sus padres. Pudo cortar sus hilos y sentirse una marioneta libre de actuar en su nuevo escenario.