LA CANCELACIÓN DEL FÚTBOL
En otras épocas solía vanagloriarme de haber crecido jugando a la pelota en un potrero y de haber asimilado a edad temprana esa ética futbolera que, suponía yo, bien podía trasladarse a la vida en general. El sacrificio, el heroísmo, la voluntad, la valentía, el compañerismo y la sed de victoria eran los valores compartidos con mis amigos, con los que nos entreverábamos en partidos que se prolongaban hasta que, en la penumbra del anochecer, alguien gritaba: “¡Gol gana!”. Si la convocatoria era magra, siempre estaba la posibilidad de jugar a las cabecitas o de otros entretenimientos balón de por medio.
Algunos llegaron a jugar en primera, otros apenas si visitamos las divisiones inferiores y la mayoría jamás ingresó a una cancha profesional. Pero en esas tardes de balompié amateur forjamos nuestro carácter a la antigua usanza. Y, sin saberlo, perpetuamos mandatos patriarcales que, en caso de que no nos hubiesen sido impuestos en el entorno familiar, terminaban siéndonos inculcados por nuestros pares. La misoginia, la homofobia, la discriminación en general y la violencia como forma válida de resolver los conflictos, se naturalizaban dentro del campo de juego y, fundamentalmente, afuera, en las charlas que se escenificaban en las veredas del barrio.
Si bien la vida fue limando algunas de esas asperezas, cualquier cercanía con el fútbol (ir a ver un partido, presenciarlo por televisión junto a otras personas, conversar del tema con amigos) resucitaba aquel espíritu adolescente y me retrotraía a esa rígida estructura dentro de la que nos manejábamos en el potrero. Con orgullo por esa pasión futbolera, me ponía las camisetas de mis colores favoritos, gritaba los goles con furia e insultaba a los rivales, sin percatarme de que detrás de esas inocentes actitudes se escondía un sustrato que me transformaba en un enemigo de las causas que yo creía defender.
Aunque nunca sea tarde, debieron pasar demasiados años hasta que pude tomar plena conciencia de esos aspectos negativos que había absorbido en la canchita de mi cuadra y que se mimetizaban con la nostalgia por aquellos tiempos germinales. Tuve que realizar un procedimiento muy arduo para separar lo realmente valioso de lo detestable, dentro de aquel aprendizaje espontáneo que se propiciaba en la competencia deportiva. Y no fue fácil empezar a despojarme de esos lastres que venía arrastrando desde hacía décadas y cuyos resabios todavía se resisten a abandonarme del todo.
Sin embargo, casi sin darme cuenta, a medida que me he ido liberando de esa telaraña de prejuicios, también abandoné la práctica de esa disciplina y comencé a desentenderme de los entretelones de los campeonatos y las ligas. Dejé de estallar de alegría con la obtención de una copa por parte de mi divisa preferida y de romper en llanto cuando la derrota tocaba la puerta de mi club. Cada vez intervine menos en las polémicas tan propias de ese universo y fui sintiéndome ajeno a las transmisiones en vivo y a los programas con paneles de periodistas especializados. Pasé del fanatismo a algo muy parecido a la indiferencia.
He descubierto que puedo vivir sin la Liga Profesional, sin la Copa Argentina, sin la Sudamericana, sin la Libertadores ni la Champions League. Por ende, creo que si no se jugara la Copa América (ni en Argentina, ni en Brasil ni en ninguna parte), podría sobrellevarlo muy bien. También creo que podría subsistir con dignidad si se suspendiera la disputa de las eliminatorias del Mundial. Y hasta me podría sobreponer a una eventual cancelación de ese magno evento que debería desarrollarse en Qatar el año que viene. La pandemia nos está enseñando a cada uno de nosotros a descubrir aquello que nos resulta esencial. Y quizás para mí el fútbol ya no lo sea.