VIDEOJUEGOS CON TONADA
Nunca sucede que juzgamos a una persona porque le gusta la música sino por sus elecciones musicales. Lo mismo sucede con el cine. No cuestionamos al cine per se. Decimos de una película que es poco interesante -ya sea porque es aburrida, predecible o mal actuada- y acto seguido proyectamos ese atributo negativo sobre las personas o grupos sociales que disfrutan de ella. Por alguna razón, esta lógica no se reproduce en el vasto y abigarrado mundo de los juegos de vídeo. Ejemplo: una mitad de la Argentina supo acribillar a una conocida figura de la política cuando trascendió que dedicaba tardes enteras a los juegos, mientras que la otra mitad, en su defensa, argumentaba que se trataba de una campaña de difamación. Nadie preguntó a qué jugaba. No satisfechos con juzgar falaz y livianamente a las personas, en el caso de los juegos de vídeo juzgamos sin distinciones a toda una industria generadora de contenidos altamente complejos, contenidos cuya producción muchas veces favorece la confluencia e interacción no sólo de programadores, sino de variados campos disciplinarios.
Quien escribe dedica algunas horas de la semana a los juegos de vídeo. Durante mi infancia en los ’80 solía jugar en casa de amigos que ya tenían las míticas Commodore 64. Mi primera computadora fue una PC/XT. Llegó a casa a principios de los ’90 de la mano de la desregulación menemista. No tenía demasiado margen de maniobra con ella, pues se trataba de una computadora que mi viejo utilizaba para trabajar. Tenía un disco duro de apenas 20 MB con unos pocos programas: Lotus 1-2-3, WordStar y un programa llamado Banner Mania que a menudo te dejaba sin tinta la impresora de matriz de punto.
Amigos de mi hermano mayor habían quedado en grabarme algunos juegos. Me acuerdo como hoy de ese día. Él estaba regresando del cole y me vio a pocos metros del portón de ingreso a casa; acto seguido, sacó del bolsillo interno de su bleiser ocho disquetes de doble densidad: tres con el Prehistorik, dos con el Blue Brothers, y otros dos tenían grabado el Budokan, un interesante juego de artes marciales que lograba, con los escasos recursos técnicos de la época, reproducir con notable fidelidad las técnicas japonesas de combate cuerpo a cuerpo. ¡A jugar se ha dicho!
Otro amigo me pasó un dato clave: “hay una tienda de ropa en Av. General Paz, frente a la iglesia Santo Domingo; detrás del local, si te fijás bien, hay un cuartito: ahí vas a encontrar a unos tipos que graban juegos para la PC”. El lugar se llamaba World Soft. Les empezó a ir bastante bien, así que pronto se mudaron a un local propio -esta vez a la vista del público- en galería Santo Domingo. Era como El Perro de los juegos de vídeo. Confieso que cuando paso por la esquina de General Paz y Dean Funes, entro a la Galería y me paro un rato frente al viejo local de World Soft esperando no sé qué… quizás, el sonido de una vieja disquetera.
Hubo un juego que marcaría un antes y un después. Un amigo de la cuadra instaló The Secret of Monkey Island, una exquisita aventura gráfica -hoy de culto- creada por LucasArts en 1990. Ya nada sería igual. La escuela, como era de esperar, se volvió aún menos interesante. Al igual que otras aventuras gráficas de esta desarrolladora de juegos de vídeo, “el Monkey” -como le decíamos- era un juego en el que no podías perder, mas tampoco avanzar sin renegar un largo rato: podías estar semanas enteras estancado en una escena. Las situaciones ser resolvían a puro ingenio, extrayendo información de diálogos hilarantes con personajes bizarros, recolectando y combinando objetos creativamente. Los procedimientos de ensayo-y-error y de generación de hipótesis a partir de unos pocos datos eran las únicas herramientas para convertir a Guybrush Threepwood en un respetado pirata. El juego transcurría en un escenario montado en islas del Caribe, donde la típica estética pirata del siglo XVII se entremezclaba con artefactos futuristas y elementos mágicos. Tenía una narrativa compleja, lúdica -porque no existían recorridos estrictamente lineales para completar el juego- y audaz. Esto hacía que te mantuvieras en vilo frente a la compu mientras buena parte del país consumía muchísimas horas de programas de chimentos, Hola Susana, y los shows de un emergente Marcelo Tinelli.
Los juegos de simulación también me cautivaron. Ahora mismo recuerdo el SimCity 2000, creado en 1994. Tenías que construir una ciudad teniendo en cuenta la distribución de áreas comerciales, industriales y residenciales. La salud de la ciudad dependía de una correcta disposición de los medios e instalaciones requeridos para la vida urbana. Para ejecutar obras de infraestructura, así como para implementar estrategias de expansión y desarrollo de nuevas áreas, debías aplicar diferentes tipos de tasas. Paciencia, previsión y moderación eran las competencias más valiosas para administrar correctamente una ciudad que podía sufrir las consecuencias de una mala decisión.
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De los ’90 a esta parte el mundo de los videojuegos ha cambiado, sobre todo a partir del nuevo milenio con la fuerte expansión de internet domiciliario. Ha sido y es fuente de anglicismos, neologismos y neosemanticismos. Muchos juegos abusan del recurso a la violencia explícita y de la lógica del héroe. Algunos de estos juegos han probado ser altamente adictivos. Hace poco la OMS certificó la adicción a los juegos de vídeo como una enfermedad mental.[1] Otros juegos plantean narrativas que interpelan fuertemente las bases del capitalismo de plataforma y a las grandes empresas de informática. Este es el caso de Phonestory, un juego desarrollado por la italiana Molleindustria que exhibe la cadena de producción y las condiciones cuasi esclavas de trabajo para la construcción de iPhones. La presente nota sólo se propone destacar la variedad y sutileza que podemos encontrar en los juegos de vídeo. Antes de hacer el envío a redacción, quisiera cerrarla con una propuesta, la que, por cierto, dista mucho de ser original y solamente se hace eco de otras voces que vienen impulsando renovadoras perspectivas sobre este universo que muchxs pretender reducir a vulgar entretenimiento.
Habitamos una tierra rica en programadores, la mayoría de ellxs egresados de instituciones públicas. Como ha señalado Pablo Ortuzar[2] en una entrevista realizada por la Revista Anfibia, faltan más y mejores desarrollos de juegos de vídeo con narrativas vernáculas. Sería deseable definir una política robusta orientada al desarrollo de videojuegos cuyas narrativas recuperen nuestra idiosincrasia. Historias para contar nos sobran. Fantaseo con un juego de estrategia en tiempo real, al estilo del Command & Conquer, que enfrente Federales y Unitarios. Un simulador de Banco Central en el que la toma de decisiones para administrar nuestra moneda se plantee en un escenario inflacionario y volátil. Una aventura gráfica anclada en la Buenos Aires de los conventillos y la inmigración masiva. Otro juego con tonada cordobesa que involucre competencias varias: baile de cuarteto, “desafíos Pepsi” con tragos de Fernet, y triathlón en la Isla de los Patos. Urge asimismo el diseño de juegos que desarticulen la figura del héroe, adopten un enfoque que priorice el colectivo y empodere a las mujeres.
Impulsemos entonces una industria nacional del videojuego, contrahegemónica, audaz, pujante y creativa. Una industria generadora de puestos genuinos de trabajo, con un ojo puesto en el entretenimiento, y con el otro, en la generación de contenidos formativos.
[1] Chequear la nota publicada el día 12/02/22 en Página 12 titulada: La adicción a los videojuegos es una enfermedad mental, anunció la OMS
[2] Pablo es coordinador de una carrera de diseño de videojuegos digitales en Santiago de Chile.
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