MI TORRE

 

Recordar hechos dolorosos del pasado

nos hace sentir aquel dolor,

pero al recordar hechos alegres del pasado

no logramos sentir aquella alegría.

¿El peso del dolor es mayor que el de la alegría?

Arnoldo (Gaucho) Rosenfeld

 

Hace pocos días, en una emesis narrativa y catártica, mandé un texto que escribí a un grupo de amigos con los que suelo compartir este tipo de cosas. Una persona de ese grupo me contestó, como siempre lo hace, con una frase que terminó disparando miles de ideas, pensamientos, planteos y replanteos. Esa frase de la que hablo es la que ustedes acaban de leer al comienzo: “Recordar hechos dolorosos del pasado nos hace sentir aquel dolor, pero al recordar hechos alegres del pasado no logramos sentir aquella alegría. ¿El peso del dolor es mayor que el de la alegría?

Leer esta respuesta, fue un detonante en mi cerebro tal como lo es una liebre en medio de un rastrojo de maizal para un galgo. Al igual que el perro, tiré de manera desesperada e irracional de la cuerda del presente y me solté en una carrera desenfrenada y a toda velocidad hacia la liebre del pasado. Pero la diferencia es que, en lugar de la satisfacción por atraparlo, el pasado fue un alambre de púas atravesado en medio del campo que me cortó las dos patas delanteras en seco. Quedé arrastrando la jeta en la tierra.

La memoria, esa cosa que no podría definirles muy bien, pero que de una u otra manera tiene la puta costumbre de agarrarte desprevenido, indefenso e incluso inocente.

Me vi en el patio de mi casa de la infancia, jugando con mi hermano. Yo tendría 5 o 6 años, y él 7 u 8. En apariencia, una siesta más como la de cualquier otro día de verano. Luego del almuerzo, alrededor de las dos de la tarde, habíamos comenzado la aventura lúdica que sólo duraba una hora y media; el tiempo que tardaba mi viejo en dormir la siesta antes de irse a trabajar. Esa tarde en particular, no sé muy bien por qué (en verdad sí lo sé), el aire estaba viciado de una tensión que sólo yo percibía. Y digo sólo yo, porque mi hermano estaba concentrado, tratando de enroscar una soga blanca con pintitas negras, en la rama más gruesa de un árbol de paraíso que ocupaba el centro del patio.

Era graciosa la forma en que se vestía. Una bombacha verde de gaucho, una faja con guarda pampa blanca y negra, alpargatas de yute, una camisita roja y negra a cuadros, y un sombrero de cowboy. Como una vez le había dicho una vecina que los espiaba por encima de la tapia (o tapial, como le decimos en los pueblos), parecía una mezcla híbrida de Indiana Jones y Martín Fierro.

Sin embargo, mientras él continuaba intentando enroscar esa soga, pero sin conseguirlo, yo permanecía inmóvil junto a un banquito de madera que se encontraba al pie del árbol de paraíso, y que usábamos cuando íbamos a pescar mojarritas a la laguna. Miraba hacia la puerta trasera de la cocina, que daba al patio en dónde estábamos jugando. Sin entender en que momento di esos pasos, me encontré sobre el marco de la puerta que hasta hace un ratito, miraba desde la distancia. Traté de agudizar todos mis sentidos para entender lo que estaba pasando. Tras esperar unos segundos, pude darme cuenta que una fuerte discusión a gritos, pero en voz baja, casi murmurando, tenía lugar entre mis padres. Era ese tipo de peleas de adultos que se dan en voz baja para que nadie se entere, pero no por eso menos intensa ni violenta. Instantes después, sólo silencio.

Ingresé a la casa con gran sigilo, porque pensé que habían bajado aún más el volumen de la pelea y como sea, quería saber de qué se trataba. Las cosas no venían bien entre ellos desde hacía varios meses. Avancé como lo hace un leopardo acechando la presa, con movimientos pausados y exactamente calculados. Según me había parecido, estarían en la habitación que se encontraba pasando la cocina y el living comedor.

Por mi camino se interpuso una silla, tirada en el piso y que no recordaba que se encontrara así cuando salimos al patio. Esa señal, ese minúsculo detalle, detonó el interruptor de una bomba en mi cabeza y sobre todo en mi pecho. El pulso comenzó a acelerarse, el corazón me latía con la fuerza de un redoblante de murga, la frente se me llenó de sudor frío y las manos me temblaban como si tuviese Parkinson. Ni bien logré pasar por encima de la silla tirada, escuché primero un ruido sordo. Intenté agudizar al máximo el oído, pero no hizo falta. Unos segundos después, escuché un estruendo. Me costó entender si había explotado la bomba activada en mi cabeza o si realmente era un sonido que provenía de la habitación de mis padres. Esperé un instante y tras no oír nada, miré hacia todos lados. Logré focalizar la carita de pánico con la que mi hermano me miraba desde la puerta de la cocina. Se escuchó un nuevo estruendo, de similares características al anterior. Salí corriendo hacia el dormitorio de mis padres, con mi hermano pegado a la espalda.

Abrimos la puerta de una embestida y la imagen que captaron nuestros ojos, nos derribó como una avalancha. La primera reacción fue el silencio. El mismo silencio con el que minutos antes había comenzado todo. Sin embargo, no fue un silencio de querer escuchar algo, sino de no poder emitir ni un sonido. Ni siquiera el de la respiración inconsciente que en ese momento nos faltaba.

Nos quedamos inmóviles en la puerta de la habitación. Nuestros pequeños cerebros vírgenes e inocentes de toda posibilidad de crueldad y daño, no tenían la plasticidad de interpretar o racionalizar lo que nuestras pupilas le transmitían. En verdad, ni siquiera muchos años después podrían hacerlo.

Como un rayo, el estruendo del llanto demoledor de mi hermano reinició el tiempo que se había detenido en nuestras mentes. No supe que hacer, estaba igual o más desconcertado que él. Reaccioné de la única manera que mi pulsión protectora me permitió. Con un abrazo interminable, estrujé a mi hermano contra mi pecho y pude sentir como se estremecía. Lloramos, durante largo rato lloramos juntitos. Tan pequeños, inocentes, indefensos, vulnerables y a partir de ese momento, huérfanos.

Permanecimos así unidos, abrazados, llorando hasta que un nuevo sonido nos trajo a la realidad. Era el timbre. Sonaba de manera constante y se oían voces de fondo. Muchas voces diferentes. De repente, un ruido de llaves que ingresaban a la cerradura de la puerta que daba a la calle nos hizo separar y volver a ponernos alertas. Las dos personas que aparecieron desencadenaron una nueva crisis de llanto. Eran nuestros abuelos. Una vez más, esos ángeles que la vida nos había regalado, estaban junto a nosotros para protegernos, cuidarnos y colocarnos ese escudo al que nadie podría vulnerar.

Hoy, a los 35 años y por medio de una frase se me vino todo eso que estaba (creía yo) olvidado. La memoria, otra vez la putísima memoria. Toda mi adolescencia y juventud, de la que ya me estoy alejando, traté de luchar por mis expectativas. Imaginé construirme como persona, rearmarme como pudiera de todo aquél pasado que no elegí, pero que me tocó.

Logré al principio, con ayuda del resto de la familia que me quedó y después con amigos, salir adelante. Pensaba hace un par de semanas que, con mi profesión, mi trabajo, mi situación económica actual, había construido una torre. Hasta hace muy poco pensé que estaba llegando a la cima de esa torre que me costó un terrible esfuerzo armar. Pero la frase del comienzo me llevó a poner ciertas cosas en su lugar. Una frase me dejó en claro que al recordar algo doloroso del pasado volvemos a sentir aquel dolor…

Mis abuelos, fueron nuestros padres desde aquél momento hasta hoy. Luego de recordar lo que les acabo de contar, los llamé y los fui a visitar. Les conté con detalle todo lo que había recordado y ellos me develaron el trasfondo de lo que había pasado aquel año, y sobre todo el por qué. En ese momento en el que estaba escuchando lo que me decían, volví a perder a mis padres. Un hijo no necesita la verdad, un hijo necesita que lo cuiden y lo protejan (como venían haciendo mis abuelos hasta hoy), incluso de la verdad.

Mi torre, la que tanto me costó, se vino a pique. Me doy cuenta que la vida (por lo menos la mía) es exactamente eso, mirar, todos los putos días desde abajo, como esa torre se derriba y cae a la nada.

 

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