SOMETIDOS AL COMPROMISO
EDITORIAL
Mucho se ha teorizado y opinado sobre la vinculación entre el arte y la política, pero como suele ocurrir en el ámbito de la creatividad, no existe al respecto un juicio absoluto, una verdad definitiva que zanje las discusiones y aquiete la polémica. Revisiones y deconstrucciones han avivado este eterno flujo y reflujo de argumentos, que con el correr de los años ha denunciado primero a los artistas que simpatizaron con el nacionalsocialismo, para luego cuestionar a los que defendieron al stalinismo. De allí para abajo, cabe encontrar todos los matices habidos y por haber, diferenciados de acuerdo a la nacionalidad y la época en que triunfó cada agente cultural.
Durante los años sesenta y setenta se saludó con admiración al artista comprometido, que en su obra denunciaba las injusticias y que, en vez de aislarse en una torre de marfil, tomaba partido y manifestaba su forma de pensar sin considerar las consecuencias. Ese fue en Argentina un periodo de politización intensa, que abrió incluso un debate acerca de la necesidad de que los referentes del arte se unieran a la lucha armada para alcanzar el objetivo de la “liberación”, al que se elevaba por encima de cualquier otro fin.
La dictadura forzó a muchos creadores al exilio externo o interno, en tanto que secuestró o ajustició a otros que se resistieron a callarse. Hacer pública una postura crítica constituía un peligro mortal y dramaturgos, novelistas, poetas, músicos y cineastas debieron realizar proezas discursivas para sostener la dignidad de su mensaje sin arriesgar la vida en esa empresa. Lamentablemente, varios de los tics desarrollados en esos años para sortear la censura, persistieron en las décadas subsiguientes, cuando las libertades se recuperaron pero quedaron atrás esos gestos extremos de militancia que eran comunes antes de 1976.
Con el fortalecimiento de la participación política en la historia argentina más reciente, volvió a naturalizarse que los hacedores de la cultura abrazaran causas partidarias, pero la acentuación de la dicotomía en cuanto a qué tipo de país se pretende, provocó que ciertos gestos de apoyo derivaran en insultos y en endiosamientos absurdos. A partir de 2008, las diferencias se profundizaron y ya nada pudo ser ajeno a esa antinomia definida como “grieta” y alentada desde los medios de comunicación y las redes sociales como alimento para su subsistencia.
¿Pervive aquel mito del artista comprometido setentista? ¿O estamos ante agitadores ciegos que llevan agua para su molino con obcecación necia? En esta búsqueda de quién es más guapo, que ha entrado en una espiral descabellada, ¿puede esperarse un aporte sensato desde las propuestas artísticas? ¿Cabe suponer que los escritores, actores, cantantes o realizadores de cine que se han situado en uno y en otro extremo conseguirán trasladar esto a un plano que vaya más allá de las chicanas y las denuncias basadas en fake news? La diferencia esencial entre aquellos lejanos intercambios de opiniones de mediados del siglo veinte y los actuales golpes bajos que buscan tumbar como sea al oponente, tal vez radique en que ahora se defenestran o se adoran nombres propios, personas con virtudes y defectos, a las que se adjudica dones divinos (de los que no han aportado demasiadas pruebas). Alguna vez, allá lejos y hace tiempo, entre los artistas y en la sociedad se discutían ideas, proyectos, plataformas políticas. Y recién después se avanzaba en la manera de llevarlas adelante. Si desde el arte se promueve la sumisión en vez de la reflexión, el único compromiso que se advierte allí es con la supremacía del más fuerte. Y con la impotencia del más débil, en consecuencia.