¿QUERER ES PODER?
A Lucio Anneo Séneca (y no a Yoda de Star Wars) se atribuye la frase “no nos atrevemos a muchas cosas porque son difíciles, pero son difíciles porque no nos atrevemos a hacerlas”. A primera lectura, la cita parece tomada de algún manual de autoayuda o del cuadernillo de un curso de coaching ontológico, para cuyos autores (y sus innúmeros discípulos) lo expuesto es sencillamente una verdad de Perogrullo: querer es poder. Una de las máximas más repetidas de nuestro tiempo. Por eso sorprenderá a algunos lectores saber que Séneca, a decir verdad, vivió en Roma en el siglo primero de nuestra era y que fue tutor, nada más ni nada menos que, de Nerón, en quien su catálogo de frases motivacionales parece haber permeado malsanamente. Pero eso es (otra) historia.
Por algún motivo, de nuevo en el siglo XXI, la agenda mediática argentina parece cada vez más propicia a afianzar en los hechos periodísticos esta idea tan antigua como moderna de que, exclusivamente, de la voluntad del individuo depende su desempeño. Un cliché remachado a fuerza de historias como la de Mayra Arena, la oradora bahiense que nos contó a todos los argentinos “¿Qué tienen los pobres en la cabeza?” en una charla TEDx homónima en 2018 [1] y que, en el mismo acto, dejó vislumbrar una historia de superación personal y/o ascenso social (son sinónimos, ¿no?) que captó de inmediato la atención de periodistas en todo el país y le valió decenas de entrevistas.
Entonces, bien cabe la pregunta: ¿qué tiene el gran público en la cabeza? Bueno, evidentemente algo de esto hay. Porque la historia de Mayra dista mucho de ser la única privilegiada por la amplificación de los mass media locales. Entre otros ejemplos de relatos similares podríamos destacar el de Johana Mercado. Pero, ¿para qué presentarla nosotros? Dejemos que Infobae nos haga los honores. “Fue como el primer shock de una película. Johana Mercado, cordobesa, 11 años, escolta de la bandera en un acto de su escuela. Algo normal…, pero titánico para ella: vivía debajo de un puente, a la orilla del río Suquía. Sucedió en el 2006, el caso rompió fronteras, y desató una ola de emoción y de lágrimas. ¿Era posible? Sí. Posible y real. Como cada palabra que sigue… […] Pese a esos infortunios se destacó como alumna.” Las negritas del artículo original dejan que el paratexto hable por sí mismo, mientras el artículo continúa en formato entrevista y el editor parece obstinarse en plantar un mensaje entre líneas:
“—¿Cómo lo soportaste sin rendirte?
—Fue la peor época de mi vida, pero no permití que me derrotara. […]” [2]
La posibilidad de romper el obsceno cerco de la causalidad, burlarse de la adversidad del contexto, y abrirse camino campo traviesa hacia cualquier destino que el corazón nos dicte, se convierte, flotando en esa gelatina de pensamiento mágico que colma cada renglón, en un leitmotiv tácito. Una melodía que escuchamos sin oír y que, llegado cierto punto del desarrollo de la nota, nos hace mover el pie y la cabeza. La clave está en abolir el principio de razón suficiente, cortar con tanta amargura y animarse a fogonear “una nueva –pero no tan novedosa- épica de la salvación social”, como bien interpreta Gonzalo Assusa [3].
Ahora bien, si la resiliencia devino un elemento central del discurso mediático, creer que en su exaltación se hace manifiesto un acto periodístico de signo neutro, apolítico, es caer en la misma ingenuidad que pregona este tipo de discurso, una proclama que ignora las condiciones de posibilidad y prefiere reemplazarlas por posibilidades, a secas.
Toda forma de acceso sin cuestionamientos a una discursividad semejante sostiene un elemento en común: una profunda convicción de que el status es la insignia de una batalla contra la adversidad del medio social, que amerita ser luchada a sangre y sudor. De algún modo, una batalla contra el resto de los agentes económicos. El status es digno solo a condición de ser producto del mérito. El progreso será meritorio o no será. Por lo tanto, toda tentativa de mejorar incondicionalmente el pasar económico de un sector vulnerable de la población es entonces execrable porque atenta contra el conjunto de los litigantes, vale decir: contra el “bien común”.
En el fondo, se trata de demostrar que una sociedad que provee iguales oportunidades puede prescindir de iguales¸ de igualdades efectivas. Así, si el fomento de la igualdad fuese un rol de las instituciones del Estado, entonces sería labor suficiente para ellas limitarse a garantizar que una serie de condiciones de base sean igualmente asequibles a todos, lo cual por cierto no es tarea fácil, pero con seguridad es mucho más sencillo que garantizar una igualdad de facto. Al fin y al cabo, casos como el de Mayra y Johana parecen demostrar que “querer es poder” y que alcanza con dejar un par de herramientas a mano (la educación adquiere acá un rol protagónico) para que los sueños se hagan realidad.
Ergo, los medios de comunicación alimentan la creencia de que el ascenso social puede ser, debe ser y es el resultado de un mecanismo accionado en mucho mayor medida por la palanca de la voluntad individual que por el (des)concierto de engranajes que constituyen el entramado social, económico, laboral y familiar en el cual se encuentra inmerso el sujeto. Una concepción de corte individualista y liberal que viene impregnando profusamente el ideario de las sociedades occidentales desde hace algún tiempo.
Lo previo nos remite al concepto de “meritocracia”, una palabra que ha visto cuadruplicada su frecuencia de aparición en publicaciones inglesas desde la década de 1990 según Google Books Ngram Viewer [4]. El término fue originalmente acuñado por el sociólogo Michael Young en su libro de 1958 “The rise of the Meritocracy”, una sátira escrita como crítica a los partidos políticos y gobiernos de izquierda que, habiendo renunciado al objetivo de la igualdad social real, promovían en cambio una igualdad de oportunidades [5]. El relato plasma un futuro distópico en que, una vez desarticulados los privilegios de las clases nobles, la igualdad obtenida se diluye paulatinamente en un nuevo orden de cosas en que ya no eran los hijos de familias ricas quienes se adjudicaban el derecho a gobernar, sino los más inteligentes. Una nueva clase surgía, y también una nueva forma de gobierno: la meritocracia, el gobierno de los que merecen.
Pese a que Young, en primera instancia, concibió el concepto en forma peyorativa y esbozó en el relato un modelo de sociedad con consecuencias nefastas al cual sería prudente no aspirar, el término se convirtió en las últimas décadas en el estandarte de figuras y partidos de cualquier orientación política, ganándose progresivamente un lugar en la agenda pública. En particular, sorprende su nivel de penetración en la ideología socialdemócrata. Al punto que fue el mismísimo Young quien, en 2001, manifestó su frustración por la expresa orientación meritocrática de la política de Tony Blair, por aquel entonces primer ministro del Reino Unido y líder del Partido Laborista, en un artículo de The Guardian.
“Estoy tristemente decepcionado con mi libro de 1958, ‘El Ascenso de la Meritocracia’. Acuñé una palabra que ha pasado a la circulación general, especialmente en los Estados Unidos, y que recientemente encontró un lugar destacado en los discursos del Sr. Blair. El libro era una sátira destinada a ser una advertencia (que no hace falta decir que no se ha tenido en cuenta) contra lo que podría sucederle a Gran Bretaña entre 1958 y la supuesta revuelta final contra la meritocracia en 2033. Mucho de lo que se predijo ya ha sucedido. Es muy poco probable que el primer ministro haya leído el libro, pero se ha apropiado de la palabra sin darse cuenta de los peligros de lo que defiende.”
El artículo vio la luz exactamente un mes después de que Tony Blair pronunciara en la Universidad de Southampton aquel famoso discurso del que más tarde tomaría uno de los eslóganes de su gestión: “education, education, education” [6]. Su visión consistía en fomentar la igualdad de oportunidades mediante una fuerte inversión en materia educativa, lo cual, en sus palabras, acabaría con el sesgo económico en el ingreso de estudiantes a los niveles intermedio y superior, largamente conservado por los gobiernos tories. La ambición de su proyecto se sustentaba en un discurso que equiparaba sin matices el acceso a la universidad con el progreso en la escala social, configurando una sociedad dirigida por graduados universitarios. En otras palabras, una verdadera meritocracia. En respuesta al planteo de Blair, el artículo continuaba diciendo: “Es de buen sentido nombrar a personas individuales para puestos de trabajo por sus méritos. Sucede lo contrario cuando aquellos que se considera que tienen un mérito de un tipo particular se consolidan en una nueva clase social sin espacio para los otros. La capacidad de tipo convencional, que solía distribuirse entre las clases más o menos al azar, se ha concentrado mucho más por el motor de la educación. Se ha logrado una revolución social al encauzar a las escuelas y universidades a la tarea de tamizar a las personas de acuerdo con la estrecha banda de valores de la educación.” [7]
Sin embargo, algunos autores sugieren que esta idea ampliamente extendida de que el statu quo en la actualidad se adquiere y se mantiene a fuerza del mérito personal dista de ser una verdad irrevocable para la mayor parte de las sociedades occidentales. Es el caso de Thomas Piketty, economista francés que, en su best-seller ‘El Capital en el Siglo XXI’ [8], popularizó el término capitalismo patrimonial para hacer referencia a la importancia decisiva que presenta la herencia, aún al día de hoy, como mecanismo de acumulación de riqueza en las sociedades capitalistas, naturalmente favorecida por las políticas fiscales. En palabras de Piketty:
“Nuestros hallazgos ilustran el hecho de que cuando la tasa de crecimiento es pequeña y cuando la tasa de rendimiento de la riqueza privada es permanente y sustancialmente mayor que la tasa de crecimiento, que fue el caso en el siglo XIX y principios del siglo XX y es probable que vuelva a suceder en el siglo XXI, la riqueza y la herencia del pasado seguramente jugarán un papel clave en la acumulación de riqueza agregada y la estructura de la desigualdad de por vida. Contrariamente a una visión muy extendida, el crecimiento económico moderno no acabó con la herencia.” [9]
En otras palabras, existen indicios para creer que, pese a aquello de lo cual los medios y la clase dirigente intentan convencernos, vivimos en un mundo que continúa siendo profundamente patrimonial y, para colmo de males, extremadamente desigual. Para ilustrarlo, extraigo una cita del artículo ‘No tan iguales’ de Bruno F. Serra, publicado en este mismo sitio [10], donde se trata a fondo la temática: “Hoy en día, la participación del milésimo superior [es decir, el 0,1% de las personas más ricas del mundo] es aparentemente de casi 20% de la riqueza total y la del percentil superior [el 1%] puede situarse entre 80 y 90%; la mitad inferior de la población posee sin duda alguna menos del 5% del patrimonio total.’ [11] Esto equivale aproximadamente a decir que, en el mundo actual, unos 70 millones de individuos serían dueños de prácticamente todo lo que conocemos, mientras el resto, más de 7.000 millones, están obligados a salir a luchar día a día por las migajas.”
¿Es posible imaginar el funcionamiento de sociedades democráticas en condiciones semejantes? ¿La justicia social puede presentarse como algo más que una sencilla idea? Ahora bien, si la única salida que se vislumbra en el horizonte, como parece anunciarse, es la instauración de sociedades meritocráticas, entonces, y conforme a la profecía autocumplida de Young, estaremos frente a un reemplazo del mecanismo tradicional de acumulación de riquezas, hereditario, por otro percibido como menos injusto, basado en una mayor concurrencia del capital cultural en la transferencia transgeneracional y en el consecuente “tamizaje” de los sujetos conforme a los sesgados valores del sistema educativo, que tiende a seleccionar y a mantener en carrera a aquellos que detentan esta forma de capital en mayor cuantía.
Si la percepción de esta auténtica estrategia de reproducción social es, para buena parte de la sociedad, la de un sistema “justo” o “más justo” que los “viejos” privilegios de clase obtenidos por herencia, esto se debe a una clara compulsión, por parte de la clase dirigente y los medios de comunicación, por esconder una desigualdad cada vez más pronunciada detrás de los arbustos de una moral anclada en la autonomía y la autosuficiencia del sujeto, construyendo, en el mismo acto, consenso en torno a la conservación del statu quo. Es que, en cuanto al valor intrínseco de la meritocracia como agente antioxidante de una sociedad de clases herrumbrada, es válida la pregunta: ¿permiten las instituciones educativas la movilidad social? Piketty afirma que: “[…] la considerable elevación del nivel medio de formación, que ocurrió a lo largo del siglo XX, no permitió reducir la desigualdad en los ingresos del trabajo. Todos los niveles de calificación fueron impulsados hacia arriba […] y […] todos los niveles de salario aumentaron a velocidades semejantes, de tal manera que no se ha modificado la desigualdad.” [12]
De esta manera, historias de vida verdaderamente ejemplares, casos fascinantes de superación personal, ingresan a la máquina de generar opinión al servicio de las clases acomodadas, siendo sometidas a todo tipo de distorsiones y paráfrasis en el proceso. Me arriesgo a sugerir que el efecto final al que contribuyen (léase: la moderación de la movilidad social ascendente y la preservación a ultranza de la brecha entre pobres y ricos) se encuentra probablemente lejos de las intenciones de sus protagonistas. Como consumidores de medios, es importante no perder de vista el carácter excepcional de estos relatos.
Querer es poder para los que pueden. No es ninguna novedad.
[1] https://www.youtube.com/watch?v=4JDu69Jy41Y
[2] https://www.infobae.com/sociedad/2019/07/09/la-abanderada-de-11-anos-que-vivia-debajo-de-un-puente-es-madre-sera-abogada-y-no-se-lamenta-esa-vida-me-forjo/
[3] https://latinta.com.ar/2018/09/el-beneficio-de-retwitear-la-pobreza/
[4] https://books.google.com/ngrams/graph?content=meritocracy&year_start=1800&year_end=2019&corpus=26&smoothing=0
[5] https://jacobinlat.com/2021/05/02/contra-la-meritocracia/
[6] https://www.theguardian.com/politics/2001/may/23/labour.tonyblair
[7] https://www.theguardian.com/politics/2001/jun/29/comment
[8] Piketty, T. (2018). El capital en el siglo XXI (1ra ed.). Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Paidós.
[9] Piketty, T. (2011). On the Long-Run evolution of Inheritance: France 1820–2050. The Quarterly Journal of Economics, 126(3), 1071-1131. doi:10.1093/qje/qjr020 (disponible en http://piketty.pse.ens.fr/fichiers/Piketty2010WP.pdf).
[10] https://pogo.com.ar/no-tan-iguales/
[11] Piketty, op. cit., p. 649-650.
[12] Piketty, op. cit., p. 721.