AQUÍ SE RESPIRA LUCHA

“…nada está perdido si se tiene por fin el valor de proclamar que todo está perdido y que hay que empezar de nuevo…”  
Julio Cortázar

El pasado 28 de abril, distintas organizaciones colombianas convocaron a un Paro Nacional y desde ese día venimos asistiendo al despliegue de una movilización social y política sin precedentes en la historia reciente de ese país. El clima de revuelta ocupa la atención del mundo entero no sólo por la magnitud que asume la protesta, sino por los dolorosos saldos en términos de vidas humanas que va dejando a su paso.

La chispa que encendió la hoguera fue el intento de aplicar una reforma tributaria cuya lógica replica lo de siempre: mucha presión con los débiles y suavidad con los fuertes. Pero si el fuego ha seguido alimentándose con nuevas corrientes de aire -en un tiempo en el que el oxígeno escasea- es porque la mentada reforma es sólo la coyuntura que hizo estallar la bomba. A la injusta presión impositiva, se suman décadas de una larga lista de deudas internas hoy agravadas por la situación de crisis pandémica y por la insuficiencia demostrada por el gobierno para hacer frente a ella. Así, recuperando lo que manifiestan lxs referentxs sociales por estos días, los motivos incluyen: la profunda crisis económica y social que atraviesa el país, los recortes en salud y educación, el incumplimiento de los acuerdos de paz firmados hace pocos años, el asesinato cotidiano de líderes y lideresas sociales, la reanudación de las fumigaciones con glifosato y la lista continúa…

Si bien sabemos que cada proceso tiene su especificidad, resulta difícil evitar la tentación de comparar lo que hoy acontece en Colombia con el proceso iniciado en octubre de 2019 en Chile. También allí, lo que comenzó como una suba de unas decenas de centavos en el precio del transporte subterráneo de la ciudad de Santiago, se desbordó rápidamente hasta que la ciudadanía señaló a una asombrada y atónita clase política que “no eran 30 centavos, sino 30 años”.

No parecen ser datos superficiales que tanto Colombia como Chile estén entre los siete países que se ubican por encima del promedio regional de desigualdad[i] (en una región ya de por sí muy desigual) y que ambos sean buenos aliados de EUA, quizás sus mejores aliados. En este marco, cualquier elemento que funcione como intensificador de una desigualdad intolerable es suficiente para desatar la rabia popular.

Así lo atestiguan lxs jóvenes que, hasta el momento, son lxs grandes protagonistas de la lucha que se traba cuerpx a cuerpx en las calles: precarizadxs hasta el extremo, sin comunidad y/o institución que lxs contenga, condenadxs a un presente hostil y a un futuro incierto. No menos puede decirse de las mujeres y de las disidencias sexuales que también desde hace años desnudan las articulaciones sin las cuales el capitalismo no podría mantenerse a flote (sexismo-racismo y fascismo).

Si hablamos de fascismo y de la puesta en marcha de fuerzas antidemocráticas para contener las protestas, resultan aterradoras las cifras que arroja un reporte de la ONG internacional Human Rights Watch. Al momento de escribir estas líneas, la organización registró 42.450 llamados para que se investiguen posibles violaciones a DDHH, 1.023 detenciones, 980 desaparecidxs, 43 asesinatos (1 sujeto a verificación) y 1.330 heridxs (en su mayoría civiles).

De estas palabras introductorias emergen como significantes al menos dos situaciones. La primera vinculada al carácter estructural y no coyuntural de las revueltas, esto es, no se erigen contra una medida puntual sino contra el estatuto de desigualdad emergente del neoliberalismo; y la segunda apunta al tratamiento de guerra que se sigue contra las poblaciones cuando los mecanismos consensuales fallan y el gobierno sólo puede sostenerse mediante el uso de los fusiles.

El origen

Considerar que la violencia y el ascenso de fuerzas fascistas, conservadoras o antidemocráticas que hoy vemos expandirse por distintos territorios es una novedad de esta época constituye un claro error teórico y político.

La violencia no es un desvío que se toma ante la imposibilidad de sostener el orden neoliberal, sino que es un elemento que estuvo presente desde el origen del experimento. Así lo señala, por ejemplo, Lazzaratto[ii], preocupado por desmontar cierta tradición del pensamiento contemporáneo que ignora la genealogía violenta del neoliberalismo y se concentra en distintas formas de una violencia soft que se sostienen a partir de nuestra propia aquiescencia.

Es posible identificar una fecha en la que la “violencia fundadora” del neoliberalismo tuvo lugar y ese momento no es ni más ni menos que el 11 de septiembre de 1973, que marca el comienzo de la dictadura liderada por Pinochet en Chile. Como parte del mismo patrón e inspirada por think tanks similares, al poco tiempo vendría la dictadura en Argentina, en la que se replicaría el programa que estaba siendo probado del otro lado de la cordillera y se sofisticarían los mecanismos de tortura, desaparición y muerte.

Desde este lugar, se comprende que las sangrientas dictaduras fueron la respuesta a un potente ciclo de luchas obreras, estudiantiles y barriales de las décadas de los 60 y 70. Sin el uso indiscriminado de la violencia, los neoliberales -ahora incorporados a los gobiernos militares- no habrían podido implementar un conjunto de medidas de claro contenido regresivo en materia de derechos sociales y que incluían una reducción masiva de los salarios, del gasto social y el comienzo de la privatización de la salud, la educación y las jubilaciones.

Aquel (nuestro) diciembre

Una vez perpetrado el crimen, en las décadas que siguieron los muchachos de Chicago pudieron avanzar con éxito en la consecución de los planes que se habían fijado. Encontrándose ante subjetividades que habían sido devastadas por la represión y por la derrota de los proyectos políticos previos, no resultó tan difícil realizar importantes “ajustes estructurales”.

En nuestro país, el llamado “Plan de Convertibilidad” (1991) importó una serie de medidas que combinaban las privatizaciones, la desregulación del trabajo y de los mercados, con la apertura económica y el ajuste fiscal. La consecuencia más visible de este proceso hacia mitad de la década de los 90 fue un marcado aumento del desempleo, del crecimiento de la precarización laboral y, obviamente, de la pobreza y de la indigencia.

Pese al clima de apatía y de indiferencia política que reinaba por esos años, nuestro pueblo no aceptó con resignación el nuevo consenso que llegaba vía Washington, sino que toda la década de los 90 fue testigo de estallidos sociales en distintas ciudades y pueblos del interior que resultaban particularmente golpeados por el nuevo orden económico. La pueblada en Santiago del Estero hizo punta a fines de 1993, pero fue sobre todo a partir de 1996-1997 que las protestas en el norte (Salta-Jujuy) y en el sur (Neuquén) dejaron expuestos a ojos de las mayorías el tendal de miseria que la neoliberalización de la economía iba dejando como saldo.

Por supuesto, el desastre tuvo que llegar a las puertas de la Rosada para que la olla a presión explotara. Aunque, si se lo mira con más rigor, no fue sólo nuestra eterna condición centralista lo que explica que la situación no pudiera ser contenida una vez presente en la ciudad de Buenos Aires. También ese diciembre de 2001 fue el punto culminante de un proceso de lucha social y política que fue madurando durante toda la década hasta contar con un arco muy heterogéneo de sujetxs políticxs que desde sus reivindicaciones sectoriales habían virado hacia un cuestionamiento de la clase política en su conjunto.

Este año se cumplen 20 años de aquellas funestas y gloriosas (según de dónde se las mire) jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001. Imposible borrar de la retina las imágenes de esos días  revisitadas una y otra vez a lo largo de estos años. En lo personal (pido disculpas por la autorreferencia), ese fue uno de los grandes acontecimientos que marcó mi biografía y que, como diría Rigoberta Menchú, me hizo nacer la conciencia.

Chile, Colombia… ¿El comienzo del fin?

Los hechos que estamos viviendo en nuestra América y las diversas expresiones políticas de derecha y extrema derecha que hoy se esparcen por el mundo[iii], ¿habilitan a pensar que estamos asistiendo a las ruinas del neoliberalismo? Esa es justamente una de las cuestiones que surgen del último libro de Wendy Brown[iv], donde la filósofa se pregunta si las categorías de autoritarismo, fascismo, populismo de derecha, democracia antiliberal, liberalismo antidemocrático o plutocracia de derecha son útiles para nominar a este engendro frankensteniano ejemplificado por los gobiernos de Trump en EUA y de Bolsonaro en Brasil.

Lazzaratto también repara en que, con posterioridad a la crisis del 2008, entramos en una secuencia en que la acumulación capitalista no puede ser sostenida sino es por medio de la guerra civil y del fascismo.

Más allá de estas discusiones, no quedan muchas dudas sobre la crisis de legitimidad que aqueja a muchos de los gobiernos actuales. Volviendo a la situación de Colombia, el descontento generalizado que impulsa las protestas y que denuncia una situación insoportable debe enfrentarse a una creciente militarización y paramilitarización de las fuerzas de seguridad, que por estas horas se despliegan por sus principales ciudades. Boaventura de Sousa Santos[v] escribió por estos días que “el neoliberalismo no muere sin matar, pero cuando más mata, más muere”. La violencia que por décadas estuvo naturalizada (y, por ende, invisibilizada) en el medio rural colombiano -produciendo desplazamientos, masacres y muertes- hoy se trasladó a las ciudades y ya no es posible esconderla.

De entre las muchas imágenes y producciones audiovisuales urgentes que nos llegan desde esa geografía, me quedo con las palabras de una referente social[vi] que señalaba el hecho de que lxs colombianxs “se han vuelto a tomar de la mano” y pienso en el enorme acontecimiento que ese simple gesto constata.

Me refiero a esos raros, diría rarísimos, momentos en que la conciencia alrededor de la fuerza opresora empuja la articulación entre distintos sectores y deja en suspenso las pequeñas diferencias. Esos momentos que nos recuerdan que no sólo estamos gobernados por el implacable poder de las estructuras sociales sino que conservamos una notable capacidad de agencia. También están ahí para recordarnos que la historia no llegó a su fin y que el futuro no nos fue arrebatado del todo: es todavía una hoja en blanco que espera ser escrita.


[i]       https://www.panoramical.eu/columnas/la-desigualdad-en-america-latina/

[ii]      Lazzaratto M. (2020) El capital odia a todo el mundo. Fascismo o revolución. Buenos Aires: Eterna Cadencia Editora.

[iii]     Sobre este tema se puede consultar el artículo de Pablo Stefanoni “Disfraces sobre la reacción” publicado en la revista Le Monde Diplomatique en marzo del 2021.

[iv]    Brown W. (2020) En las ruinas del neoliberalismo. El ascenso de políticas antidemocráticas en Occidente. Buenos Aires: Tinta Limón.

[v]     https://www.elextremosur.com/nota/30482-el-fin-del-neoliberalismo-sera-violento-hacia-donde-van-colombia-y-el-resto-del-continente/

[vi]    Recomiendo la conversación producida por Pensando la cosa: Colombia urgente. Disponible en: https://canalabierto.com.ar/2021/05/08/pensando-la-cosa-colombia-urgente/

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