OMBUDS-MAN

Dentro de la infinidad de contradicciones que contiene en su seno el sistema republicano, es sin dudas la figura del ombudsman la que mayores suspicacias, incredulidades y bastardeos provoca. Incorporado a la Constitución Nacional en la reforma del ´94, la Defensoría del Pueblo de la Nación es “un organismo independiente instituido en el ámbito del Congreso de la Nación, que actuará con plena autonomía funcional, sin recibir instrucciones de ninguna autoridad” (Art. 86 de la C.N.). En su texto expresa claramente y sin ruborizarse que “su misión es la defensa y protección de los derechos humanos y demás derechos, garantías e intereses tutelados en esta Constitución y las leyes, ante hechos, actos u omisiones de la Administración; y el control del ejercicio de las funciones administrativas públicas.” Posta. Textual. Dice eso.

Tomada del derecho escandinavo y en un intento por humanizar su menemato, el presidente riojano la hizo incorporar en la reforma. Con el paso de los año y basada en el principio de que “órgano que no se utiliza, se atrofia”, la dependencia pública inmediatamente se convirtió en un ente decorativo con inexistente peso legal y superpoblación de empleados públicos. Pero no tiene sentido discutir cuáles son las facultades del Defensor del Pueblo o su naturaleza jurídica o su verdadera independencia. Ni siquiera vale la pena recordar que el puesto está acéfalo desde hace 12 años y el cargo está ocupado actualmente por un fulano de apellido Böckel, subsecretario de algo.

Lo realmente sorprendente es el título en sí. ¿Para qué necesitaría el pueblo de una nación democrática un organismo estatal que lo defienda? ¿Que lo defienda de qué? ¿Acaso no son lo representantes que elige ese pueblo los encargados de defenderlo? ¿O es que defienden otros intereses que no son los del pueblo y para los que han sido elegidos? ¡Santas incoherencias, Batman, cuántas preguntas obvias sin respuestas simples! ¿En qué momento el pueblo dejó de ser soberano para convertirse en víctima de un sistema de representatividades delegadas? En algún lugar del laberíntico aparato jurídico-legal-constitucional-institucional me perdí. Y para encontrar la salida apelaré a la famosa “navaja” de Guillermo de Ockham y su lex parsimoniae y su principio metodológico: “en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable”.

En este caso, la explicación más sencilla es que si necesitamos un Defensor del Pueblo es porque nuestros representantes no nos representan. Y si no nos representan a nosotros es porque representan a otros o, en el peor de los casos, a ellos mismo. Lo que nos hace deducir que nuestro sistema de gobierno no es una democracia real. Intentando disipar la paranoia busco una segunda opinión: “La gran ventaja que el sistema republicano tiene, a los ojos de los poderosos del mundo, consiste en que con ella el pueblo cree elegir a quienes quiere, pero elige a quienes le dicen que debe querer. El sistema cuida de que todo pluralismo no represente sino variantes de un único modelo aceptable. Las leyes se ocupan de fijar los límites de la disidencia y no permiten que ésta atente seriamente contra el poder económico y el privilegio social. Se trata de cambiar periódicamente de gobernantes para que nunca cambie el Gobierno…” desliza el finado filósofo rosarino Ángel Cappelletti, empezando a aclarar el panorama. Más adelante se atreve a preguntarse “…Cuando yo elijo a un diputado, ¿éste es un simple emisario de mi voluntad, un mandadero, un portavoz de mis ideas y decisiones, o lo elijo porque confío absolutamente en él, a fin de que él haga lo que crea conveniente? En el primer caso, no delego mi voluntad sino que escojo simplemente un vehículo para darla a conocer a los demás. Si esta concepción se lleva a sus últimas consecuencias, la democracia representativa se convierte en democracia directa. En el segundo caso, no sólo delego mi voluntad, sino que también abjuro de ella, mediante un acto de fe en la persona de quien elijo. Si esta concepción se lleva a sus últimas consecuencias la democracia representativa desemboca en gobierno aristocrático u oligárquico (…) Sólo la democracia directa y autogestionaria puede abolir los privilegios de clase…”

El poder, en su consuetudinaria perversidad y cinismo, crea un despacho con autoridad testimonial y vacío de herramientas preventivas o punitivas para defender al ciudadano común de los abusos en el que el mismo poder incurre. Algo así como un Superman regordete que no vuela, ni detiene las balas, ni mira a través de las paredes.

El recurrente problema desde hace casi 300 años ha sido confundir –no inocentemente- la palabra república con la palabra democracia. No son sinónimos, y en virtud de los hechos, podrían considerarse antónimos. Por eso tampoco es de extrañar que en un sistema republicano los funcionarios (gobernantes, senadores, diputados) tengan investiduras preferenciales que les otorgan privilegios, fueros y hasta gastos reservados, mientras que en una democracia auténtica serían considerados “empleados” del pueblo, con el consecuente rango de subordinación que esto implica. Así es como después de siglos de adiestramiento y relato institucionalizado nos han hecho creer que “al gobierno lo detenta el pueblo”, sin reparar que en la letra chica de ese contrato social aparece la expresión “representantes” y ahí es donde todo se vuelve conjetural.

En democracia, la figura del Defensor del Pueblo es una contradicción semiótica. Un oxímoron viscoso. Una paradoja fraudulenta. Y en un país como la Argentina es hasta una broma de mal gusto. Obviamente que el pueblo necesita defensores ante tantas arbitrariedades e injusticias que perpetra el estado y las corporaciones en detrimento de los ciudadanos. Necesita de Mascheranos, de Mujeres Maravilla y de Chapulines Colorados que responda inmediatamente al llamado de “¿ahora, quién podrá defendernos?”. Se supone que ese papel lo deberían cumplir nuestros representantes, pero por el momento, y mientras necesitemos de la figura del ombudsman, estamos indefensos.

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