PALABRAS MÁS, PALABRAS MENOS
El otrora exitoso entrenador de fútbol italiano Fabio Capello, seleccionador del equipo británico entre 2007 y 2012, dijo en cierta ocasión -y sin sonrojarse- que era capaz de manejar a sus jugadores utilizando apenas cien palabras en inglés. Algo parecido expresó alguna vez Steve Jobs, jactándose de que el entorno Apple era tan amigable y universal que sólo se necesitaban conocer cuatrocientas palabras inglesas para dominarlo. Inclusive algunos expertos sostienen que el objetivo de un curso de Cultura Británica de nivel principiante está destinado a que el alumno aprenda entre quinientas y mil palabras.
A primera vista, tenemos la sensación de que el inglés es un idioma mucho más compacto y eficiente que el español, en términos de economía de recursos conceptuales, aunque la realidad indica que el Oxford English Dictionary alberga más de 400 mil palabras, mientras que el Diccionario de la R.A.E. reconoce apenas 93 mil. Seguramente dicha confusión proviene de las particularidades de la gramática de las lenguas anglosajonas. Palabras como honeymoon o homebanking sintetizan en un solo vocablo conceptos que en castellano nos demandan un frase entera y de esta manera la ilusión de economía sintáctica es palpable (más allá de que tanto honeymoon como homebanking están compuestas por dos palabras).
Ni hablar de los alemanes que han sido capaces de aglutinar oraciones enteras en una sola palabra de su idioma. Así y todo sus mataburros incluyen la no despreciable cifra de casi medio millón de vocablos. En esta línea, el idioma árabe ostenta la friolera de 12 millones de palabras mientras que el francés apenas 60 mil.
Los literatos de la Universidad Tecnológica de Tampere enarcan una ceja cuando alardean de que el idioma finés posee infinitas palabras, ya que de una sola se derivan un sinnúmero de variantes con atributo numeral. Un párrafo aparte nos merece el idioma chino que con sus características de lengua analítica y las particularidades de su gramática y escritura amenazan con enloquecer a cualquier occidental. Así como nuestro alfabeto contiene 27 letras, el mandarín cuenta con más de 57 mil caracteres pictográficos (Hanzi). Las combinaciones son inimaginables.
Lo cierto es que en el planeta aún sobreviven más de 7.000 lenguas, aunque no por mucho tiempo. Se calcula que un idioma o dialecto muere cada semana y que en el próximo siglo se perderán la mitad de ellos.
Pero antes de oficiarles los Santos Óleos a buena parte de los lenguajes del mundo y de ofrendarle un merecido homenaje a los supervivientes, nos surge una pregunta inicial: en términos comunicacionales, es más eficiente un idioma con más palabras o con menos palabras?
Aparentemente, a Capello le alcanzaron cien palabras para lograr que toda la selección inglesa jugara al fútbol como él pretendía, aunque jamás sabremos si los jugadores realmente entendían sus instrucciones -a juzgar por los resultados sospechamos que no-. Pero a partir de la hipótesis de la economía de recursos y generalización de conceptos daría la sensación de que un idioma con menos palabras permite una estructuración de la comunicación más fluida y dinámica.
El genial Jorge Luis Borges en su libro Ficciones narra la historia de “Funes, el memorioso”, un muchacho que padece un tipo de insomnio crónico que le provoca el curioso Síndrome de Savant, a partir del cual desarrolla una memoria prodigiosa que le permite recordar absolutamente todos los hechos de su vida, inclusive los más insignificantes. Todo lo que Ireneo Funes ve, huele, palpa, oye o degusta permanece vívido en sus recuerdos con niveles de detalle exasperantes. Funes es capaz recordar no solamente los hechos sino además las cosas. Todos los árboles que observa y los pájaros y los perros con los que se cruza, y cada una de las piedras del terraplén y cada uno de los granos de arena de la playa de Claromecó. Al poder recordar absolutamente todo y con tanto nivel de detalle, cada perro, cada piedra y cada grano de arena se convierten en una singularidad, de manera que el genérico perro, piedra o grano de arena pierde sentido de significante. Para Funes cada ejemplar individual de un conjunto necesita ser nombrado con una palabra que el idioma aún no ha encontrado. En su lógica no existe la especie humana. Existe cada ser humano del mundo con su nombre y apellido. Borges lo analiza con brillante agudeza: “…Pero seguramente no era un hombre inteligente. No tenía la habilidad de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.”
Un mundo como el de Funes, en el que la definición de la generalización no existe, requiere de infinita cantidad de palabras extras para nombrar cada una de las cosas individualmente (no existe la palabra “cuchillo”, existe “ese” cuchillo con una rajadura en el mango y la punta quebrada para el que se requiere una palabra nueva y diferente a la del cuchillo con el mango flojo y una ínfima mancha de óxido).
Sin lugar a dudas, un idioma compacto y con menos vocablos favorece la liquidez de la comprensión de las ideas, pero un lenguaje más extenso, con mayor cantidad de palabras, ayuda a una mayor precisión de la comunicación. Sucede a diario. Nos cuesta interpretar a alguien que nos habla “en difícil”, utilizando sinónimos rebuscados o arcaísmos decimonónicos o, peor aún, adjetivando con palabras pretenciosas o anglicismos “snobs”. Pongamos por ejemplo uno de los vocablos más bastardeados de la historia de la humanidad como es la palabra AMOR. Es propio de los jóvenes de esta generación (y de algunas generaciones anteriores también), utilizar el verbo AMAR como instrumento de calificación positiva por excelencia. En tiempos donde la tecnología supone una masificación y democratización de la palabra –escrita y hablada- sin precedentes, es común escucharlos decir frases del tipo: “…Amo las zapatillas que me compré!”, confiriéndoles a esas nuevas zapatillas un valor de preferencia de consumo que poco tiene que ver con el sentido más o menos estricto del significante.
Un par de zapatillas nos puede gustar, nos puede complacer y hasta nos puede deleitar pero difícilmente podamos entablar una relación de amor con él.
Es cierto. Este reduccionismo del lenguaje tiene que ver con la optimización de la comprensión por parte de nuestros interlocutores, pero lo cierto es que en algunos casos (en la mayoría, quizás) no logra describir con precisión la idea –o sentimiento- que se intenta transmitir. Es una aproximación pero no una precisión.
Sí, ¡ya sé! Es más simpe, es más fácil. Algunas palabras están a flor de boca y nos las decimos encima casi sin pensarlas. En la vertiginosidad de la comunicación actual es más deseable la velocidad que la hermenéutica y la utilización de determinadas sinécdoques, metonimias u otras figuras retóricas ya impuestas e institucionalizadas se nos antojan más cabalmente contundentes para el concepto que queremos expresar. En el caso de las zapatillas, “amar” no sólo reemplaza sino además contiene a “gustar”, “complacer” y “deleitar”. En tal sentido, ciertos neologismos y anglicismos nos resultan cómodos no sólo por su poder de síntesis sino también por su modernidad. El archiutilizado ejemplo de la palabra “googlear” nos ahorra una frase de por lo menos tres vocablos y que en ninguna instancia es tan efectiva.
Ahora bien, desde hace tiempo ya una disputa agonal enfrenta a neurocientíficos, semiólogos, filósofos y psicólogos (lacanianos, principalmente). Una disputa que aún no vislumbra un claro vencedor. ¿Qué sucede primero, el pensamiento o la palabra? ¿Condiciona la verbalidad al pensamiento? Y si así fuera, ¿condiciona también al comportamiento? ¿Acaso hablar en lenguaje inclusivo nos predispone a una mayor apertura respecto de la perspectiva de género? ¿Acaso abusar de exabruptos nos predispone a elevar inconscientemente nuestros niveles de violencia?
“No existe nada fuera del texto”, sentencia Derrida otorgándole a la palabra un carácter primigenio y ordenador del pensamiento. La mayoría de los neurolingüistas parten diferencias y optan por una salomónica interrelación indeterminada.
Por su parte, la investigadora Lera Boroditsky ha estudiado que las estructuras gramaticales de las distintas lenguas condicionan no sólo nuestra manera de pensar sino también las distintas formas de relacionarnos con la realidad que nos circunda. Lo ejemplifica a partir de un accidente común en el que un hombre se cae en la calle y se quiebra un brazo. La construcción de la idea de accidente en Español prescinde del sujeto (“Se rompió el brazo”), mientras que en Inglés considera a ese sujeto como parte del evento (“HE broke his arm”). Boroditsky afirma que estas particularidades del lenguaje hacen que los individuos prioricen diferentes aspectos de un hecho según se los determina el lenguaje que hablan, de manera que el hispanoparlante recordará más fácilmente el evento que al sujeto que lo protagoniza, mientras que en el angloparlante se invertirá esa fórmula. Este tipo de condicionante se pone de manifiesto claramente, sostiene la investigadora, a partir de estudios que han llevado adelante en casos judiciales en los cuales el testigo que tiene un idioma anglosajón por lengua natal es más proclive a recordar al autor de un hecho criminal que un testigo que habla otra lengua.
Si el idioma subordina nuestra manera de pensar entonces las lenguas con menor cantidad de vocablos o las versiones “de bolsillo” que hacemos de los idiomas, reduciendo la cantidad de palabras a un número funcionalmente óptimo, ¿nos limitan la capacidad de pensar? ¿Nos limitan acaso la capacidad de pensar en ese idioma? ¿Nos limitan la capacidad de pensar en ese país? (Y cuando hablo de “limitan” no hablo necesariamente de restringirla sino más bien de condicionarla).
¿Fabio Capello piensa menos en inglés? O si prefieren, ¿piensa más deficitariamente en ese idioma?
¿Cómo saberlo? Aunque a primer golpe de vista pareciera que mientras más palabras ponemos al servicio de nuestro pensamiento este se volverá más preciso y estilizado, como contraargumento también podemos decir que conocemos quizás demasiados “charlatanes” verborrágicos cuyo sustento intelectual no logra despegar del piso.
Seguramente Capello no necesitaba conocer todos los sinónimos de la palabra forward para que Beckham le entendiera que tenía que jugar adelantado por detrás de la línea de volantes, pero jamás sabremos en qué puesto hubiese terminado Inglaterra el Mundial 2010 si el entrenador en lugar de cien hubiera conocido doscientas palabras.
La intuición nos susurra al oído que disponer de un vocabulario extenso y preciso nos ayuda a pensar con mayor claridad.
Y en el peor de los casos, aunque no fuera así, daño no hace.