OTRA VEZ GUERNICA
EDITORIAL
Cuando Mathilde Díaz Vélez, allá por los años treinta, propuso el nombre de Guernica para el nuevo pueblo que habría de fundarse en las inmediaciones de la localidad de San Vicente, claramente movilizada por la infamia de aquel bombardeo en alfombra sobra la población civil que venía de ser materializado al otro lado del Atlántico, probablemente subestimó el oscuro poder de la homonimia que viene a comprobarse en los tiempos que corren. Es que Guernica parece ser una de esas extrañas brujerías que, como diría Niels Bohr, funcionan incluso para los que no creen.
Sostiene Michel Foucault, en Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, que “la economía de los ilegalismos se ha reestructurado con el desarrollo de la sociedad capitalista”, separando al ilegalismo de los bienes del de los derechos. De este modo, la distinción cubre una oposición entre clases: siendo el primero más accesible a los sectores populares, mediante la transferencia violenta de propiedades, queda el segundo a disposición de los estratos acomodados, quienes se reservan “la posibilidad de eludir sus propios reglamentos y sus propias leyes”, jugando siempre “en los márgenes de la legislación”, al amparo de silencios legales o tolerancias de hecho.
Es decir, ambos tipos de delitos, los que atentan contra la propiedad privada y aquellos que vulneran los derechos humanos, se presentan desde el punto de vista legal sancionados por la Constitución Nacional y por toda una serie de normativas subsecuentes. Sin embargo, en los hechos, por motivos de orden extra-judicial, los medios empresariales, en tándem, parecen impregnar de una solemnidad exagerada al derecho a la propiedad, y, siempre muy respetuosos de las relaciones de poder y comprometidos con la preservación del statu quo, le otorgan una preeminencia obscena por sobre otros derechos, como, por ejemplo, el derecho a la vivienda digna que, como bien sabemos, también es de alcance constitucional. Estas distorsiones (o, más bien, parcialidades) de la agenda mediática no pueden otra cosa que influir decisivamente sobre la escala de valores que configura el edificio moral de cada clase social, artefactando incluso el de las menos favorecidas e instaurando una visión del mundo funcional a las relaciones de poder establecidas.
Así, aunque Blanca Cantero, intendenta del partido de Presidente Perón, sabía que el grupo inmobiliario El Bellaco S.A. jamás podría demostrar la titularidad sobre las 70 hectáreas que reivindicaba por carecer de una escritura, que acumulaba deudas al fisco por alrededor de un millón de pesos en los últimos dos años y que desde 2019 no aportaba a la obra social ni al seguro de sus empleados, prefirió hacer caso omiso de todas esas circunstancias y, dando preeminencia a los ilícitos de bienes que venían siendo cometidos, colaboró con los presuntos propietarios para acreditar lo que ellos no podían. ¿Se entendió, no? Generó las condiciones para que 800 familias quedaran en la calle, sin haber podido siquiera comprobar con certeza la titularidad de los terrenos en disputa.
Por su parte, Guido Giana, concejal del Pro de Presidente Perón, reclamaba la liberación de 30 de las hectáreas ocupadas, que pertenecerían a la finca El Trébol, un terreno de 300 hectáreas, propiedad de su familia. En las últimas semanas, se lo pudo ver desfilando por noticieros y programas de opinión, explicando que todo este asunto le había arruinado el sueño.
En cierta ocasión, un personaje de reputación más que cuestionable, el ex diputado nacional por el Pro Eduardo Amadeo, hizo irrupción en uno de estos programas en defensa de Giana. Pero para sostener la legitimidad del reclamo sobre un capital claramente heredado no pudo más que recurrir… a la perorata sobre la meritocracia. No, no es broma. Dijo textualmente que “nuestra sociedad está armada sobre la base de ciertos respetos básicos y uno de ellos es que hay que respetar el esfuerzo de la gente para poder lograr progresar en la vida.” Creo que Giana no se lo debe haber agradecido. Después, hábilmente, agregó: “Ahora es por los terrenos; mañana es por las bicicletas, las motos, los autos o cualquier cosa que se me ocurra”, aunque probablemente olvidó que no estaba en la suerte de la mayor parte de la audiencia disponer de 300 hectáreas ociosas para ser ocupadas. Amadeo, ensalza la defensa de la propiedad privada, omite hablar de cualquier otro derecho humano fundamental y su discurso se presenta como de una legitimidad incuestionable, ante un conductor que no para de asentir enfáticamente después de cada oración. Pero, ¿en serio se cree capaz de convencer a los miles de argentinos que tienen una moto o una bici como única propiedad de salir en defensa de latifundistas de semejante calaña? Bueno, evidentemente sí.
Es que Amadeo y sus secuaces son tremendamente convincentes. Imagínense que, en un país con cinco millones de indigentes y casi veinte millones de pobres, acaban de dejar a tres mil personas más en la calle, ¡con una enorme parte del electorado pidiéndolo a gritos! Convencidos de que la única forma de proteger sus bicicletas es exigiendo esa extraña (y habitual) clase de justicia que consiste en garantizar “el máximo bienestar para el mínimo número”.
Espero que Giana ahora sí pueda dormir tranquilo.