Metamorfosis II
Cuando Gabriela Sosa se despertó esa mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre la cama completamente ciega. Al menos no veía absolutamente nada, aunque sentía sobre su cara una tela fina. Al mover sus manos para sacarla sintió un dolor espantoso que la obligó a esperar un ratito antes de volver a intentarlo. Se acomodó un poco como pudo, tratando de mover la espalda y comprobó que no solo las manos le dolían, sino también los pies y la panza. El dolor era agudo y punzante, como de una herida reciente y podía sentir su carne abierta en esas zonas cuando la tensión de los músculos la estiraba. Bajo su cuerpo la superficie era tosca y estaba en contacto directo con su piel.
Trató de no moverse por un instante y procuró recordar. Había un vacío en su memoria sobre cómo había llegado ahí (¿pero qué día era?), mientras que lo último que recordaba era que había salido con un par de amigas, como casi todos los viernes, y que se habían quedado en un bar que no conocían, pero que le habían recomendado a Magdalena, la amiga que la pasó a buscar esa noche. Después de un par de tragos y de una charla común, Magdalena se había ido con el pretexto de un encuentro familiar o de un funeral de un pariente lejano o una especie de misa, algo así, no podía estar segura. El caso es que recordaba haber parado un taxi en la esquina del bar y hasta tenía la sensación de haber entrado en su casa con toda normalidad. Lo que había tomado no le parecía suficiente para tener lagunas de memoria y ninguna cantidad de alcohol le parecía tanta como para justificar el olvido del episodio de tortura al que parecía haber sido sometida.
Es cierto que no tenía imágenes del momento en que se acostó o de si había ido al baño o de si había tomado agua. En eso su cabeza permanecía borrosa, más probablemente por los dolores actuales que por el alcohol del viernes. Sospechó con horror que la tenían secuestrada, tal vez ese taxista que se imaginaba más o menos o quizás alguien más. No pudo evitar pensar en la trata y luego en el tráfico de órganos. Sus dolores podían hacerla pensar en esto último, pero las zonas no tenían sentido, salvo el dolor al costado del abdomen.
Ya estaba llorando con desesperación cuando decidió que se sacaría la tela como fuera posible. No solo un trapo le cubría la cara y se enrollaba un poco en su cabeza, sino que todo el cuerpo estaba tapado por un segundo pedazo de tejido y casi se desvaneció de dolor al tirar de él de una punta a la otra de su cuerpo. En algunas partes estaba pegoteado probablemente con sangre seca y pudo sentir cómo tiraba de su propia carne viva. Se dio cuenta de que seguía sin ver nada: todo era oscuridad cerrada en ese lugar. Con las dos manos tanteó hacia los costados y de un lado percibió un vacío hacía abajo que indicaba que no estaba en el piso a pesar de la dureza áspera que sentía en la espalda. La calma que sintió fue breve y mínima: al menos no estaba encerrada en un cubículo. Del otro lado, en cambio, una pared rústica le frenó la mano.
Pasó cerca de una hora paralizada entre el dolor y la angustia, hasta que secó sus lágrimas y se incorporó para la derecha. Al hacer presión con las manos pudo sentir cómo se le abría un poco más la herida, pero apretó los dientes y no se detuvo. Lo mismo le pasó con los pies y esta vez no ahogó el grito al apoyar las plantas en el piso. Respiró profundo dos veces y al poner las manos a descansar sobre sus piernas, sus dedos rozaron algo extraño. Estaba desnuda y entre los muslos le sobraba algo. Se inspeccionó con los dedos y ante su asombro tuvo que admitir que tenía una entrepierna masculina. Se palpó más arriba y sus tetas se habían ido para dejar lugar a unos pectorales insulsos. A la trata y el tráfico de órganos se sumaba ahora aquella película de Almodovar que había visto hacía unos años en la que Antonio Banderas era una especie de cirujano plástico chiflado que secuestraba a un chico y le cambiaba el sexo como venganza por algo que le habían hecho (o tal vez no) a su hija. Se preguntó seriamente si no estaría siendo víctima de algo así y continuó tocándose en busca de cicatrices. Su motricidad fina y la sensibilidad de sus dedos estaban aturdidas por el cansancio, la sangre seca y la hinchazón, pero no sentía el más mínimo relieve que le hiciera suponer que le habían hecho una operación y mucho menos algún tipo de tajo rústico en esas zonas. Le dolían las manos al tocar, pero solo eso. Se palpó la herida del costado de la panza y esa sí que estaba ahí, apenas cicatrizando e inflamada. El resto del cuerpo le parecía huesudo y como más corto.
Se paró con esfuerzo y comenzó a recorrer el lugar a tientas. La que había sido su cama parecía estar a un costado en una especie de cueva y sus dedos solo percibían una superficie rasposa y continua. Caminaba con mucho cuidado y evitando cualquier movimiento brusco de sus pies, que amenazaban con tirarla al suelo en cualquier momento. Después de unos minutos de esa pequeña exploración percibió que las yemas de sus dedos se trababan en una rendija fresca, una brisa tímida llegaba desde un afuera. Trató de mirar, pero era una piedra más o menos profunda. Sin embargo, se alegró porque se le ocurrió que esa podía llegar a ser una salida y recién después comprendió que entonces no estaba ciega, porque había podido distinguir algunas tonalidades en medio de aquella noche oscura. Al monstruo que la había puesto en esa situación aparentemente no se le había ocurrido la posibilidad de quitarle la vista. Casi que le agradeció la deferencia.
Intentó empujar un poco, pero fue inútil. Si era una puerta, estaba pensada para que el que estaba adentro no pudiera salir y, por otra parte, cada movimiento, cada esfuerzo le provocaba un ardor en las heridas que ya no quería soportar más. Se sentó debajo de la rendija y se dejó estar un rato. Lloró un poco, razonó algunas explicaciones flojas y hasta llegó a recordar su casa, su cama, su escritorio, su cepillo de dientes, todo eso que parecía haber perdido de un momento a otro. Pensó en su cuerpo, en su extrañísimo cuerpo de hombre flaco y lastimado, pero también en su cuerpo anterior de mujer treintañera bronceada en piletas y patios en invierno, ese cuerpo cuyo color tostado cuidaba con tanta meticulosidad; pensó en sus manos blancas y comunes, pero al menos no laceradas; en su pelo limpio y sus bellas carnes que ahora habían desaparecido; pensó también en su hermana que estaba invitada esa misma noche y no había ido, ¿dónde estaría ahora? ¿Alguien la estaría buscando? ¿Cuánto tiempo había pasado ya?
Las voces sonaron primero levemente, como un murmullo. Eran dos, claramente eran dos. En medio del silencio sepulcral que reinaba en la zona hubiera podido reconocer cualquier sonido por mínimo que fuera. Se paró a la mayor velocidad que pudo y puso el ojo en la rendija. Las voces se hacían cada vez más fuertes, pero no aparecían los cuerpos. No entendía lo que decían, pero quería gritarles con todas sus fuerzas. Cuando notó que volvían a alejarse tomó aire y pidió auxilio dos o tres veces con tanta potencia como le fue posible. Las voces se callaron un segundo y casi inmediatamente sintió los pasos apurados que se alejaban corriendo ya sin voces que los acompañaran. Estaba sola otra vez.
Cayó al suelo cansada, cansadísima, y se apoyó de espaldas a la pared. Se durmió o deliró un rato largo en el que se entrevió desnuda en su nuevo cuerpo, paseando por una peatonal de Córdoba y mostrando sus heridas a peatones que huían espantados. Un grupo de amigos la seguía de cerca y murmuraba cosas que ella no escuchaba del todo, pero que presentía muy serias. De pronto estaba en un quirófano, atada y de pie. Algunas caras curiosas, entre ellas la de su madre, se asomaban por los vidrios de las puertas mientras un médico la atacaba con crueldad usando herramientas rústicas. No gritaba, no luchaba, solo estaba ahí, padeciendo.
Cuando volvió a despertarse, ya era de día. Entraba algo de luz, no mucha, por varias rendijas. Era una luz densa, como de mediodía. Se entusiasmó y asomó el ojo: no llegaba a ver mucho, pero parecía un lugar más o menos montañoso y un poco árido. No había nadie, no había ni siquiera ruidos. Pensó que era lógico, porque la querían esconder, pero no podía entender por qué nadie se acercaba a decirle algo, a vigilarla, a darle un poco de agua o de comida.
Las manos, ahora podía verlas, no estaban cubiertas de sangre seca como había creído al principio, aunque sí se habían manchado ahora con sus esfuerzos del día. La inflamación le daba una sensación de monstruosidad que la asustó: los dedos habían perdido movilidad y no podía decir con exactitud de qué parte de las palmas brotaba la sangre. A la luz comprobó que estaba circuncidada y recordó apenas a un exnovio judío con el que había salido dos años. Pensó en cómo sería su vida cuando saliera de ahí, porque a pesar de todo tenía la sensación, casi instintiva, de que iba a salir alguna vez, ¿iba a salir con ese cuerpo tan extraño? No podía verse la cara, pero suponía que no era la suya, ¿cómo iban a reconocerla? ¿Le creerían? Se acordó de esa otra película de Travolta y Nicolas Cage en las que les intercambian las caras y a esta altura ya le parecía verosímil. Si alguien la había instalado en el cuerpo o en la piel de otra persona, ¿dónde estaba ella ahora?
Ya no lloró más, decidió en todo caso concentrarse. Aprovechó la luz al máximo para buscar fisuras, salidas escondidas e incluso pensó en empezar a hacer un pozo, pero aunque el piso parecía de tierra, estaba muy duro para la debilidad de sus dedos hinchados. No encontró ningún instrumento y se puso entonces a gritar a ver si alguien lograba escucharla: gritaba cerca de las entradas de luz y golpeaba la pared a pesar del dolor, ya resignada al dolor, con enojo y con ganas. Empujó la puerta con todo su cuerpo y trató de ver si hacía un mínimo juego, si podía balancearla, pero no. Volvió a revisar posibles salidas, pero no había nada de nada, estaba ahí abandonada del resto de la humanidad.
El día fue pasando muy lentamente. El hambre y sobre todo la sed comenzaban a mostrarse como enemigos firmes. En un momento notó que la luz ya no era tan fuerte y que empezaba el atardecer. Había sido una tarde cansadora y cada vez sangraban más sus manos y sus pies, ahora llenos de polvo y cascaritas arrancadas una detrás de otra.
Se acostó donde se había despertado y se cubrió con la misma tela que se había sacado más temprano. Empezaba a hacer un poco de frío y sentía que no le quedaba nada por intentar, al menos por hoy. Tal vez a mitad de la noche viniera un guardia o alguien a decirle algo, por fin. A darle agua, que ya no podía seguir intentando tragar saliva. A darle de comer, que todavía podía aguantar, pero otro día así sería insoportable.
La oscuridad la envolvió finalmente por completo. Se encontró mirando sin ver hacia el techo, sucia y lastimada, confusa y cansada, insomne y sola. Pensó en rezar, cosa que no hacía desde que era chiquita, pero finalmente se desanimó. Ya no tenía ganas de pensar, pero tampoco podía dormirse. Pensó en rezar, cosa que no hacía desde que era chiquita. Sus manos inquietas se revisaron entre sí como para enlazarse, sin convicción. Luego avanzaron por sobre el resto del cuerpo buscando señales o apenas tratando de creer en su propia existencia. Se siguió inspeccionando, como quien se rasca por todos lados, y casi no se dio cuenta de que se le había parado hasta que una de las manos se detuvo ahí, sorprendida ante esa erección involuntaria y ajena. Los ojos ciegos y las manos lúcidas trabajaron en conjunto, imaginando y reconociendo. Se masturbó divinamente hasta quedarse dormida.
Al despertarse al día siguiente, Gabriela estaba en su cama de todos los días. Su habitación estaba desacomodada, como si alguien hubiera estado buscando cosas con mucha energía. Seguía cansada, pero las heridas habían desaparecido. Sintió miedo, pero se tranquilizó cuando salió de la habitación y vio a su madre que abría los ojos y gritaba su nombre. Por fin había vuelto después de un día de intensa búsqueda. “¿Dónde estuviste, querida?”
Y esa fue la primera y la última vez que Gabriela Sosa fue Jesucristo.
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