MATÉMOSLOS A TODOS
Existe una instancia adecuada para decir esas palabras con entusiasmo, sonriendo y con la anticipación de derramar sangre. Todo esto, además, autorizado e incluso alentado por un gobierno, y con el militante compromiso de una gran parte de la población. ¿Por qué decir semejante cosa? Muy simple: son amantes de la naturaleza. Algo de contexto: “todos”, aquí, son los mamíferos. Y “aquí” es Nueva Zelanda.
Los humanos llegaron a Nueva Zelanda recién en el siglo catorce. Eran maoríes, a quienes la mayoría de ustedes identificará como los autores del haka, esa danza previa a las batallas que los All Blacks, el equipo nacional de rugby de Nueva Zelanda, ejecuta antes de cada partido. Los maoríes llegaron trayendo lo que serían las primeras dos especies de mamíferos terrestres de Nueva Zelanda: humanos (ellos mismos) y ratas. Ahora bien, ¿por qué no había mamíferos en Nueva Zelanda?
Ésta es una pregunta clave, y tiene que ver con la historia geológica del archipiélago. Hagamos una pequeña línea temporal: en la era conocida como Cretácico, hace 80 millones de años, las islas de Nueva Zelanda se separaron de lo que luego sería Australia. Este aislamiento provocó, como muchas otras veces en la historia de la vida, que las líneas evolutivas de ambos territorios se separaran, dando lugar a procesos aislados de evolución y especiación. Hace 80 millones de años, además, los dinosaurios todavía dominaban la vida, y los mamíferos eran apenas unos roedores nocturnos sobreviviendo a la vera de bestias inmensas. Probablemente hubiéramos seguido como pequeños roedores y carroñeros oportunistas, de no ser por el meteorito que cayó hace 65 millones de años en la península de Yucatán, y que extinguió prolijamente a aquellos gigantes terribles, algunos de los cuales pensaban 100 toneladas (no es ocioso observar el peso de los animales desaparecidos: no sobrevivió ninguna especie cuyos miembros pesaran más de, más o menos, 22 kilos). Fue una de las cinco extinciones masivas que experimentó el planeta. La muerte de los Lagartos Terribles dio lugar a los mamíferos para que se convirtieran en el orden de vida dominante en el planeta, poblándolo de polo a polo. Pero no en Nueva Zelanda.Nueva Zelanda estaba muy lejos. Y además, es lo suficientemente grande y accidentada como para contener numerosos climas y microclimas (además de las dos islas mayores, el archipiélago de Nueva Zelanda comprende cientos de islas menores, algunas apenas puntos de roca sobresaliendo del océano). Como un continente en miniatura, las islas comenzaron dos veces, en apenas 15 millones de años, un enorme experimento evolutivo: primero al separarse de Australia y aislar sus linajes; y segundo al extinguirse los dinosaurios, planteando un nuevo punto de partida. Y esto es lo curioso: los dinosaurios sí sobrevivieron. Hoy los llamamos aves, y no hay ningún lugar de la tierra con aves tan raras como Nueva Zelanda.
Aislamiento + Tiempo = bichos raros
Estos son los ingredientes necesarios para que la naturaleza produzca especies nuevas y curiosas: aislamiento y tiempo. Nueva Zelanda tuvo de esos dos ingredientes más que ningún otro continente. Según resume Elizabeth Kolbert, en un artículo publicado en 2014, sólo hay tres especies mamíferas nativas de Nueva Zelanda.[1] Las tres son murciélagos (que, por cierto, llegaron a las islas mucho después de la extinción de los dinosaurios). Es decir, mamíferos voladores. Como verán, entonces, en Nueva Zelanda los papeles están invertidos: las aves habitan y recorren los suelos libremente, y los mamíferos vuelan. Claro que este enorme laboratorio, este experimento en tiempo y tamaño real de la vida, acabó de pronto con la llegada de los maoríes (y las ratas) en el siglo XIV. Los maoríes tienen un dicho. Para referirse a algo desaparecido y perdido sin remedio, dicen: “está perdido como el moa”. ¿Qué es el moa? Era el ave más grande del mundo. Un avestruz de casi tres metros de alto y más de doscientos cincuenta kilos, capaz de correr a cincuenta kilómetros por hora. El impacto y posterior pisada de un moa podía matar a un hombre. Y sus suculentos muslos, más robustos que los de una vaca, alimentaron las primeras generaciones de maoríes en las islas. Que lo devoraron hasta extinguirlo. En el mismo tiempo también desapareció el águila de Haast, el ave de rapiña más grande y pesada que existía, y que depredaba casi exclusivamente a los moas. Estas fueron las primeras y ominosas extinciones de las islas, que anunciaban lo que vendría. El daño de las ratas y los humanos llegados en el siglo XIV resultó catastrófico, pero no tuvo la escala, ni la intensidad, ni el sentido de propósito que llegaron con los colonos británicos. Especialmente a partir de mediados del siglo XIX, las autoridades coloniales fomentaron la “aclimatación” de especies familiares a los europeos. La idea era no sólo llevar animales domésticos o de granja, sino además animales salvajes, para crear cotos de caza a la europea: varias especies de cérvidos y armiños, por ejemplo, se introdujeron adrede. Pero también llegaron los “colados” de siempre en los viajes ultramarinos: ratas, gatos, conejos, zarigüeyas, comadrejas y otros depredadores y roedores de poco tamaño. En conjunto, la fauna mamífera introducida por los colonos extinguió, se calcula, hasta un cuarenta por ciento de las especies de aves nativas, muchas de las cuales (recordemos) anidaban o vivían en el suelo. Quizá recuerden al kiwi. Es el ave nacional de Nueva Zelanda, conocido por tener el tamaño aproximado de una gallina y poner, sin embargo, huevos diez veces más grandes. Completamente adaptada a la tierra, sus plumas son largas y tan apretadas que parecen cabellos. Su largo pico curvo tiene los orificios nasales en el extremo, caso único en todo el mundo.
La Reacción
Después de más de un siglo de “aclimataciones”, con mamíferos invasivos, desde ratas hasta gatos y armiños, depredando aves indefensas y extinguiendo o acorralando una especie tras otra, los neozelandeses reaccionaron. El kiwi, el ave extraordinaria que pone un huevo tan grande que casi no puede empollarlo, se convirtió en el símbolo nacional (de hecho, a los neozelandeses se les dice “kiwis” en el mundo anglosajón), y la conservación de especies autóctonas pasó a ser prioridad nacional: la conciencia ambientalista permeó la sociedad hasta formar parte no sólo de la educación formal sino de la plataforma de todos los partidos políticos. De hecho, en Nueva Zelanda ningún partido político puede pretender que lo tomen en serio si no tiene en cuenta la cuestión conservacionista. Hay un ejemplo conmovedor de esto: Old Blue fue la última hembra de una especie conocida como petroica de las islas Chatham. En un momento de los años noventa sólo quedaban con vida ella y cuatro machos. La especie pudo sobrevivir y se encuentra en cuidadosa reinserción. Y cuando Old Blue murió, su deceso fue anunciado en el Parlamento nacional. Por si es necesario ilustrar el compromiso militante de la población en general, se demuestra en unos pocos datos:- Hay 4000 asociaciones conservacionistas en un país de 4 millones de habitantes- Con menos del 1% de la superficie territorial del mundo, Nueva Zelanda consume el 80% de la producción mundial de toxina 1080, que combate poblaciones de mamíferos invasivos- Nueva Zelanda es la primera nación del mundo en exportar servicios de exterminación de plagas. Los “kiwis” son contratados para cubrir todas las funciones (rastreadores y cazadores, diseñadores de trampas, expertos en cebos y venenos, capacitadores y entrenadores de bomberos o guardaparques, biólogos especializados en los ciclos reproductivos de las plagas, etc.) para eliminar los proliferantes cerdos salvajes, o para limpiar de ratas una isla de la corona británica, u otra isla, esta vez brasileña. Una vez más, señalemos la capacidad de este archipiélago, como ocurre con muchos otros, para constituirse en un experimento extraño e imposible en otro lugar menos aislado y menos variado. Los neozelandeses, teniendo a mano islas de todos los tamaños, las aprovecharon para “practicar” la exterminación de la plaga mamífera (especialmente las ratas). Con islas cada vez más grandes por completo despojadas de la plaga mamífera, y con severas advertencias en vistosa cartelería a los recién llegados, Nueva Zelanda certifica su capacidad para lograr lo que parecía imposible.
Actualmente existen “santuarios” conservacionistas, en los que se reinsertan aves que estuvieron, como la petroica de las islas Chatham, al borde de extinguirse. Con preferencia, estos santuarios se erigen en islas “limpias”, libres de roedores y otros mamíferos. Pero cuando se construye un santuario en las islas mayores, se lo provee de una cerca de alambre tejido tan apretado “que un adulto no podría meter su meñique en ellas”, dice Elizabeth Kolbert. Esta valla puede tener 50 kilómetros de largo, y cuando es aplastada o dañada por una rama caída, se dispara una alarma para que un equipo la repare en menos de 90 minutos: eso es lo que llevaría a las ratas ganar nuevamente el interior.
Entonces… matémoslos a todos
Pensemos un momento en la dedicación y en el sentido práctico que ya demostraron los neozelandeses haciendo mucho más de lo que se creía posible, despoblando plagas que parecían irrebatibles. Recordemos que en los primeros meses de la pandemia de Covid 19, Nueva Zelanda fue el primer y único país que se declaró con cero casos. Son prácticos, decididos, dedicados y disciplinados. Y como tienen conciencia ambiental, muchos de ellos salen personalmente a cebar trampas para mamíferos invasivos. Esta operación, usualmente, comienza con la extracción de un animal muerto, a veces un animal muy familiar (un gato, por ejemplo) en algún punto de su proceso de putrefacción. Hay que limpiar algo la trampa, cebarla de nuevo (los cebos vienen clasificados según la preferencia de cada especie; en el caso de los armiños, se colocan huevos. Para los gatos hay paté de hígado), y agendar el día para dar la próxima ronda. Claro que es posible matar a todos los mamíferos invasivos: cientos, tal vez miles de millones de ratas, gatos salvajes, armiños, comadrejas, etc. La idea es sencilla, pero su concreción, tal vez, nos parece un tanto atroz. ¿No hay algo así como un exceso demagógico, populista, en proponerse “matarlos a todos”? Esos animales fueron introducidos por descuido o por voluntad humana, ¿y ahora reflejamos nuestro cambio de parecer eliminándolos, simplemente? Por supuesto que hay que conservar y darle primacía a la fauna autóctona y en peligro antes que a las plagas. Pero hay un buda interno, un sereno amante de toda la vida, incluso la que nos puede devorar; un obeso sentado en posición de loto que no teme a los tigres circundantes, pero que cae en la depresión cada vez que le recuerdan cómo los humanos les cobramos nuestra propia violencia a los animales que, para decirlo amablemente, no llegaron a Nueva Zelanda nadando. Esta gran matanza, ¿no es una manera de cargar la responsabilidad de los males sólo en nuestra propia ignorancia pasada? ¿No estaremos confiando demasiado en lo que sabemos hoy? Sea como sea, hay un elogio cierto que les debemos a los neozelandeses: ellos están pensando el problema de la conservación de la vida nativa de manera global, sin grises, con compromiso y convicción en todos los ámbitos, y dando curso a todos los recursos posibles, e incluso imaginando algunos nuevos. Esa actitud, tarde o temprano, será necesaria en todos.
[1] Consultar: “The Big Kill”, Elizabeth Kolbert, The New Yorker, December 22, 2014. Copyright © 2014 by Elizabeth Kolbert.
Los comentarios están cerrados.