LOS FANTASMAS DEL BIRDLAND
Dicen los viejos músicos que el jazz divierte más a los que están arriba del escenario que a los que están abajo.
También dicen que para que ambos se diviertan por igual, los bares de jazz neoyorquinos ubican sus proscenios casi al ras del piso. El Birdland es, sin lugar a dudas, el lugar perfecto para comprobar ambas afirmaciones.
Es mi penúltima noche en NYC. Las opciones son algún bar con música en vivo de Greenwich, un pub de tragos en el Soho o un clásico teatral en Broadway. Las distancias no representan un problema por cortesía del servicio de Metros de Manhattan, siempre tan puntual y amigable.
-¡No podés irte de Nueva York sin conocer el Birdland! –Me reta mi amiga y anfitriona con gesto amenazante.
-¿Es más emocionante que el atardecer desde las terrazas del Empire State? –Le pregunto ironizando.
-¡Mmmmmm, nop! –Me responde displicente.
-¿Más excitante que un paseo nocturno por el Bronx?
-Tampoco…
-¿Más apasionante que ver a los Nets en el Madison Square Garden?
-Nooooo!
-¿Más conmovedor que la visita guiada al Ground Zero?
-¡No, nena! –me destrata ya sin paciencia -¡El Birdland no es emocionante, ni excitante, ni apasionante, ni conmovedor, ni nada! El Birdland es … ¡el Birdland! ¡Es como el Café Tortoni en Baires o el Café de la Paix en París! ¡No podés estar ahí y no conocerlos!
Son casi las 22. Bajamos por Broadway hasta la 44th. Y allí doblamos a la derecha hasta la 8th. Av.

Por fuera no dice mucho (y eso me pareció una buena señal). Vidriera repartida tapada con cortinas que vedan el interior y el nombre en neones, al igual que el cisne y el pelícano dándose la espalda que identifican el lugar. Sin valet parking, sin porteros, sin anfitriones, sin acomodadores, entramos como quien entra a una peluquería de barrio. Una escalera amplia y retacona nos invita a bajar al subsuelo. Y allí está, tan insignificante y cotidiano como cualquier bar, el Birdland.
Luz tenue pero agradable a las pupilas, pequeñas mesas redondas de madera barnizada, medianas mesas cuadradas con manteles, y velas en todas para darle al ambiente la calidez que amerita la música que allí se daría cita.
Nos sentamos a unos pocos metros del escenario que, para reafirmar el segundo apotegma, apenas si se eleva sobre el nivel del piso.
Un cartelito en la mesa nos advierte que la consumición mínima es de diez dólares, lo que equivale a una Budweiser individual o una Coca tirada en vaso. Lo único que me certifica que estoy en el auténtico templo sagrado del jazz es un panel en la pared con las fotos de los artistas que alguna vez tocaron allí, ya sea en el local del 1678 de Broadway hasta el ´65, el de su reapertura del ´86 al ´96 en el 2745 también en Broadway o en su actual ubicación del 315 West de la 44th, entre la 8va. y la 9na. Avenida. El muro nos refriega en la cara fotos de “nenes” y “nenas” de la talla de Chet Baker, Tony Bennett, George Benson, John Coltrane, Miles Davis, Sammy Davis Jr., Duke Ellington, Ella Fitzgerald, Dizzy Gillespie, Quincy Jones, Michel Legrand, Charlie Parker, Tito Puente, Nina Simone, Norah Jones, Pat Metheny, Liza Minelli entre tantos otros, con el apadrinador logotipo de la casa a sus espaldas. En ese momento recuerdo lo que alguna vez escuché sobre el teatro Olympia de París (que es perfectamente aplicable a cualquiera de las salas del Theater District aledaño a Time Square): “Lugares pequeños que te hacen grande”. En este sentido, el Birdland es un certificado de talento para el mundo del jazz. Es extraña la sensación de compartir el espacio físico con los fantasmas de esos tremendo músicos que actuaron ahí, como quien camina las calles de Florencia pisando sobre las pisadas de los genios del Renacimiento que las caminaron.
Mientras desmenuzo estos pensamientos las luces del escenario se encienden de repente y comienzan a entrar de a uno los 12 ó 15 integrantes de la Arturo O´Farrill & the Afro Latin Jazz Orchestra. Sin estridencias, sin presentaciones, sin fanfarrias. Simplemente entran y se sientan, cada uno en su lugar. Finalmente ingresa Arturo y como si el escaso público fuera un simple decorado, se sienta al piano sin saludar (actitud muy jazzera y para nada reñida con el respeto).
El virtuoso Arturo O´Farrill, hijo del virtuoso Chico O´Farrill, no le va en zaga a ninguno de los antes mencionados (además de haber tocado con varios de ellos ). Ganador de los Grammy Awards, su aspecto regordete, jovial y chicano dista mucho del estereotípico músico de jazz tradicional de raza negra o del caucásico de ancianidad prematura a causa de la noche y el vicio.
Luego de afinar durante unos minutos, se despachan con una versión cubano-canábica de “Caravan” como para que no queden dudas de qué viene la velada. Timbales, bajo y redoblante hasta que arrancan los bronces para llenar todo el lugar de aroma a caribe, y un ritmo que te obliga, al menos, a mover los hombros. Y esa trompeta que se queja, y ese trombón que sostiene, y los saxos haciendo de las suyas. Cada uno a su tiempo los músicos se van poniendo de pie para lucirse en “solos” de antología, disfrutando de cada nota y cuidándola como si fuera un tesoro. De repente, estoy viviendo la experiencia Birdland y es maravillosa. Luego pasan “Such Love”, “40 acres and a burro”, “A night in Tunesia” y varias otras que ya ni me acuerdo. Luego de 40 minutos tengo tanto jazz latino corriendo por mis venas que es difícil dejar de taconear bajo la mesa.

Cuando los músicos deciden tomarse un break –quizás definitivo- y nos inunda el murmullo de los presentes, comienzo a recorrer con la vista todo el lugar. Allí, precisamente allí, entiendo el espíritu encarnado del club de jazz de subsuelo neoyorquino. El número de personas que mirábamos el espectáculo era inferior al número de músicos que había en escena hasta hacía unos instantes. Había más gente tocando que aplaudiendo. Esa es, fue y será la quintaesencia del jazz: tocar por tocar. Para divertirse. Por amor al arte. Perché mi piaci. Y si al público le gusta, mejor aún.
Siempre fui una profana del jazz, pero mi desvirgamiento en el Birdland va más allá del género o de la música. Es mística pura. Como comer fajitas en un puesto callejero del zócalo del D.F. o tirar una moneda en la Fontana de Trevi o bailar un tango en Caminito: vivenciar la leyenda.
Volvemos a la fría noche de la “ciudad que nunca duerme” a pisar sobre los pasos de tantos fantasmas de artistas famosos y geniales que caminaron esas calles, en las que cada esquina nos resulta familiar por haberla visto en alguna película.