LA VENGANZA DE LAS COMPUTADORAS

“A diferencia de los animales, no podemos aceptar el mundo tal como nos es dado”.
(El Universo Inesperado, Loren Eiseley, 1969)

Antes del período del Iluminismo no se concebía una tajante distinción entre arte y ciencia, distinción, o más bien, ruptura, que aún hoy opera en nuestra manera de concebir y pronunciarnos sobre estos dos valorados productos de la cultura humana. Sin embargo, hasta bien entrado el siglo XVII, no sólo filósofos naturales como Bacon o Descartes se proponían la descripción objetiva de las cosas y de los hechos del mundo; también los artistas estaban involucrados en tal empresa y en ocasiones sus pesquisas sirvieron como trampolín para desarrollo de importantes áreas del conocimiento matemático. La historia quiso que finalmente sea la ciencia la encargada de explicarnos cómo es el mundo, para lo cual, muchas veces se valió del empleo de artefactos tecnológicos. La tecnología quedaba relegada así a un rol exclusivamente subsidiario mientras que el arte terminaría encontrando su morada en las esferas más reconocidas de la cultura, siendo sus obras valoradas según su belleza o sutileza, u otras valoraciones subjetivas pertenecientes al campo de la estética. La primera computadora, paradójicamente, nace para marcar un límite infranqueable a la aspiración humana de encontrar un fundamento último para las ciencias. Objeto a veces de tonta idolatría, de penosas comparaciones con el hombre, y otras de injustificado desprecio, las computadoras están ejecutando el plan menos pensado para vengarse de nosotros: llenar las galerías con sus más logradas obras de arte.

Los pintores detallistas.

Durante los siglos XVI y XVII podemos indicar un claro ejemplo de incursión de los artistas en los asuntos que en nuestro imaginario actual conciernen a las ciencias. El movimiento cultural y tecnológico en los tiempos de la época dorada de los Países Bajos conmocionó al mundo de la pintura con una propuesta que desvelaba la textura misma de las cosas, librando a la representación de los significados e interpretaciones humanas. Los “fijnschilders”, o “pintores detallistas” de Leiden, buscaban alcanzar con sus pinturas una representación fidedigna de las cosas mismas, i. e., una descripción literal del mundo a través de sus imágenes. Hoogstraten, un crítico holandés de esa misma época –época en la que el mundo todo parecía vestirse de naranja–, en defensa de sus coterráneos criticaba a la tradición renacentista de Italia por sobreponer la belleza a la verdad, al tiempo que reprendía a aquellos que buscan distintos significados en las formas de las nubes: es preciso que los pintores se valgan de la agudeza de sus sentidos para que vean a las nubes… tan solo como nubes –insistía Hoogstraten. Por esa misma época un destacado artista alemán llamado Durero emprendía la no tan grata tarea de estudiar el intrincado tratado sobre secciones cónicas, o lo que quedaba de él, del gran geómetra Apolonio de Perga (262-190 AC). Al igual que los pintores de Leiden, Durero se proponía lograr una representación exacta de las cosas, para lo cual debía confrontar el problema de la representación precisa de la profundidad de nuestro espacio sobre un paño bidimensional. Durero sostenía la hipótesis de que los objetos se perciben a través de rayos visuales que convergen en el ojo; esta idea podía ser modelizada en términos de un cono cuya base es el objeto, cuya cima es el ojo que observa. Mientras Durero experimentaba soluciones con distintos materiales, más al sur el matemático Girard Desargues publicaría luego la primera geometría de la perspectiva (1639); ésta sería de inmediato continuada por Pascal. Sus resultados, ya en el siglo XVIII, fueron generalizados y subsumidos bajo el arte analítico en boga, arte este que reducía a caracteres numéricos las propiedades espaciales de las figuras.

Los pies de barro de las ciencias.

Se nos iba el Siglo de la Luces, nos encaminábamos hacia la Revolución Industrial, y las cosas empezaban a disgregarse: por un lado, la ciencia como representación del mundo; por el otro, los artefactos tecnológicos como meras herramientas utilitarias; finalmente, el arte quedaría reducido a la esfera de las valoraciones estéticas y sus creaciones ya no se proyectaban como representación del mundo. A diferencia de las ciencias, el arte no aceptaba ya el mundo tal como le era dado. Tan así fue, que los sistemas de geometrías no-euclideanas que emergieron durante el siglo XIX iban a ser valorados exclusivamente por su elegancia y simplicidad, pero despojados de carácter científico dado que sus estrafalarios postulados no guardaban relación estructural alguna con el mundo, o más bien, con lo que se creía que el mundo era. Ya pisando el siglo XX, tanto las geometrías no-euclidianas (arte sintético) como el cálculo infinitesimal (arte analítico) empezaron a socavar la confianza ciega en la solidez de los fundamentos del conocimiento matemático. Surge inevitablemente en ese marco la pregunta que todxs querían gambetear: ¿cómo podemos saber si esa inmensa mole de resultados matemáticos, de los cuales dependen muchas de las otras ciencias, se deduce de un conjunto consistente e independiente de axiomas? Unos de los matemáticos más influyentes del siglo XX, a saber, David Hilbert, elaboró un ambicioso programa de investigación metamatemática para terminar de disipar las dudas razonables dirigidas a los propios cimientos de la matemática, otrora “ciencia del orden y de la medida”. Planteó una serie de problemas, de cuya resolución dependía la salud de sus cimientos. El llamado Problema de los fundamentos del conocimiento matemático era, y puede ser visto como, el proyecto de la razón humana por excelencia. Pues bien, ese monumento a la racionalidad peor no pudo terminar; fueron la propia razón y la propia matemática las que acabaron por demostrar con rigor formal, gracias a los aportes de Kurt Gödel y Alan Turing, los límites de esa misma razón y de esa misma matemática. No obstante, el artículo de Alan Turing de 1936, titulado “On Computable numbers”, era susceptible de al menos dos lecturas, una de las cuales terminaría por cambiar la historia del siglo XX, y por que no, también de nuestro siglo.

El juego de la imitación.

De las conclusiones a las que arriba Turing en su artículo de 1936 se seguía, por un lado, el desmoronamiento del programa sobre los fundamentos del conocimiento matemático de Hilbert; por el otro, el propio método empleado para demostrar la irresolubilidad del problema planteado por Hilbert abría paso a la primera computadora, y por esa vía, a la era de la información. La inteligencia se encarnaba así en un sistema complejo pero bien definido; despojados de valoraciones estéticas, y vilmente reducidos al plano utilitario, i. e., a la realización de las tareas indignas del hombre, los artefactos tecnológicos encontraban en las computadoras su propio vengador del futuro. En el año 1950 Turing publica “Computing Machinery and Intelligence”. En ese paper se propone el “juego de la imitación”, un experimento mental que determina que las computadoras pueden ser consideradas como sistemas inteligentes en la medida en que se pueda constatar que su comportamiento es indistinguible del comportamiento humano. Un experimento, por cierto, diseñado en clave antropocéntrica en el que el hombre seguía siendo la medida de todas las cosas. Eran los albores de la Inteligencia Artificial y nacía así la ciencia de un futuro que por cierto ya es presente.

El pintor poco sutil.

Arribamos al siglo XXI, y los desafíos propuestos por Turing desembarcarían también en el mundo del arte. Ya a nadie le interesa recordar que en 1997 una modesta IBM, cuando las deep neural networds aún estaban en pañales,venció a Garry Kasparov, el mejor ajedrecista de su tiempo. Apenas cuatro años más tarde, al tiempo que las Torres Gemelas y la economía de Argentina se derrumbaban, Simon Colton iniciaba un proyecto cuyo objetivo era la construcción de un software capaz de realizar obras de arte a partir de sus propias decisiones algorítmicas (y de qué otro tipo podrían ser…). Se trata de un modelo algorítmico entrenado que aspira a ser tomado seriamente como un artista creativo con derecho propio. Colton lo bautizó “The painting fool” (http://www.thepaintingfool.com/index.html), y desde el año 2006 sus técnicas de composición han evolucionado notablemente. Sus obras, que hoy son objeto de diversos artículos en revistas especializadas, se exponen en galerías tradicionales y virtuales. Sus representaciones de ningún modo aspiran, como la de los artistas de Leiden, a reproducir con exactitud los objetos del mundo. Este pintor poco sutil en sus inicios, actualmente es valorado, o espera serlo, por sus aptitudes imaginativas y apreciativas. El valor estético de sus producciones se juega en el poder sugestivo de sus dibujos, de sus formas desafiantes, de sus combinaciones audaces de colores. En un simpático librito titulado El universo inesperado, publicado en tiempos de la carrera espacial, Loren Eiseley escribía:“A diferencia de los animales, no podemos aceptar el mundo tal como nos es dado”. A estas mismas palabras bien podría pronunciarlas hoy The Painting Fool, este peculiar cyber-artista. ¿Cuál será su alcance? ¿De cuántas maravillas más será capaz? Y para terminar: ¿podremos ya soñar con un cyber-artista del sonido? Como músico aficionado, con ansia y celo espero a The Musician Fool. Por ahora, después de todo, la venganza de los artefactos tecnológicos es sólo una caricia al alma.

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