LA TRAGEDIA DE SER COMUNES
Los buitres de dorso blanco eran una de las aves de gran tamaño más comunes del planeta. Había, se estimaba, unos cuarenta millones de ellos solo en la India. En un famoso santuario de aves, el Parque Nacional Keoladeo, había treinta nidos de buitre por milla cuadrada. Hasta en Delhi, la capital de la India y segunda aglomeración urbana del mundo, promediaban ocho por milla cuadrada.
El biólogo Vibhu Prakash encontró cautivante contemplar hordas de estos hambrientos carroñeros alimentándose, con sus dorsos como una falange de escudos subiendo y bajando al ritmo de los picos arrancando carne. En solo veinte minutos las aves podían dejar limpia la osamenta de una vaca.
“Eran tan numerosos que los aldeanos temían pasar cerca de una de sus congregaciones”, dijo Prakash, un científico de carrera en la Sociedad de Historia Natural de Bombay. “Cuando se alimentan de un cuerpo muerto se ven un poco temibles”.
En 1997, Prakash fue a Keoladeo, un pequeño sitio designado por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad, cien millas al sur de Delhi, para actualizar la cuenta de buitres de dorso blanco que había llevado a cabo diez años antes. Estaba a punto de convertirse en el testigo principal de una acelerada desaparición que, aún en esta era de las extinciones, conserva su poder de conmover.
Cuando las cuentas estuvieron completas, Prakash registró un descenso del 58 por ciento en la población de buitres de Keoladeo. “Veía los buitres muertos casi en cualquier lado”, dijo. “Encontramos pájaros muertos dentro del parque, y después los vimos fuera de él”. Los aldeanos locales, que dependían de los buitres para impedir que los restos en putrefacción del ganado esparcieran enfermedades, y que vendían luego los huesos limpios como fertilizante, confirmaron que había muchas menos de esas aves. Prakash comenzó a investigar más profundamente, lanzando al final una expedición de siete mil millas que descubrió una caída del 90 por ciento en la cantidad de buitres en todo el país.
Años de estudio finalmente determinaron que una droga veterinaria, diclofenac, persistía en los cadáveres del ganado y envenenaba a los buitres, incluso después de una sola exposición. Aunque la droga está prohibida ahora, su uso ilegal sigue siendo un problema. La proporción de muerte del buitre de dorso blanco ha alcanzado ahora el 99.9 por ciento. La especie se suma, así, al hilo vertiginoso de más de cinco mil formas de vida consideradas “críticamente amenazadas” por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza.
Hoy, Prakash cuenta, muchos indios menores de veinticinco años (algo así como la mitad de la población) no le creen cuando describe la reciente omnipresencia de las aves. “Nunca vieron un buitre”, dice. “Piensan que estoy contando cuentos”.
La naturaleza es como una granola: la lista de ingredientes es larga, pero el cazo se llena, mayormente, con unos pocos de ellos. Inglaterra, por ejemplo, es pequeña y obsesionada en suficiente grado como para contar su vida silvestre casi individuo por individuo. La población estimada para 58 especies de mamíferos terrestres en ese país, desde los más familiares hasta los más oscuros, totaliza unos 173 millones de animales. Pero nada más tres especies, la musaraña común, el conejo y el topo, dan cuenta de la mitad de esos individuos. Al final, el 25 por ciento de las especies más comunes de mamíferos ingleses suman un 97 por ciento de todos los animales individuales. Patrones similares se extienden en tierra y en mar, en el parque local o a través de continentes enteros, y emergen si contamos escarabajos, almejas o árboles tropicales. El pájaro continental más común en los Estados Unidos y Canadá es el petirrojo americano, heraldo de la primavera. Los petirrojos son tan numerosos como las 277 especies menos comunes de Norteamérica combinadas.
Que especies de tan increíble abundancia puedan declinar tan rápidamente como el buitre de dorso blanco plantea una idea anti-intuitiva en cuanto a conservación: las especies comunes quizá necesiten tanta protección como las raras.
El primer científico en proponer la conservación de los comunes fue, con casi demasiada perfección, el autor de un libro llamado Rareza. Pero después de veinte años de estudiar lo que volvía raras y preciosas a algunas especies, Kevin Gaston, un ecólogo de la universidad de Exeter, en Inglaterra, comenzó a preguntarse por qué otras especies son tan distribuidas y abundantes. Pronto llegó a una conclusión aparentemente contradictoria: “El estado de ser común (de ‘comunidad’ podríamos decir) es raro”. Aunque cualquier especie común está conformada por muchos individuos, solo una pequeña fracción de las especies son comunes.
El trabajo de Gaston concluyó en “Common Ecology”, un paper publicado en BioScience en 2011, en el que planteaba que la “comunidad” (i.e. la propiedad de una especie de ser común, numerosa en individuos y ampliamente distribuida) no era un fenómeno bien estudiado, y que “muchas especies comunes están tan poco estudiadas como muchas de las raras”. El trabajo desencadenó una discreta ola de investigaciones. Un estudio de 2014 calcula la escala de lo que ha sido subestimado. Sus autores encontraron que el número de pájaros anidando en Europa cayó en 421 millones: un quinto de la población de pájaros del continente, desde 1980, y dan cuenta de esta declinación en la cantidad de aves casi enteramente por las especies comunes, nombrando pájaros tan familiares como las alondras.
La agricultura industrial se lleva mucho de la culpa por los pájaros desaparecidos en Europa. “Han estado arrasando monte, arrancando árboles, agrandando los terrenos de siembra, aumentando el uso de insecticidas y pesticidas; apretando y anulando las oportunidades para que los organismos silvestres vivan en esa clase de medio ambiente”, Gaston me dijo. “Estamos hablando de pérdidas masivas, simplemente”.
Pero hasta los pájaros más adaptados a la humanidad y más urbanos, como los estorninos y los gorriones domésticos, han decrecido agudamente. De hecho, esos dos pájaros tan comunes estuvieron entre las cinco especies de pájaros que más experimentaron descensos de población. La mayoría de los pájaros más raros en Europa están aumentando su población en la actualidad, debido a exitosos esfuerzos de conservación, aunque permanecen poco comunes; mientras tanto, la mayoría de los pájaros comunes están declinando hacia la escasez. “El lugar inevitable al que esto conduce”, dijo Gaston, “es que todo es raro”.
En los anales de la extinción y la casi-extinción, muchos de los más infamantes casos involucran especies que fueron alguna vez increíblemente comunes: los bisontes de las planicies, la paloma pasajera (Ectopistes migratorius), el perico de Carolina. Ese patrón continúa hoy. Consideren la tortuga radiada, una de las más bellas tortugas del mundo, con su caparazón como un domo geodésico cubierto de elaboradas filas de parquet.
La tortuga es capaz de extraordinaria plenitud: un estudio del año 2000 estimaba 10 tortugas por acre en los más alejados y silvestres rincones del hábitat de la especie, en la isla africana de Madagascar. Pero después de milenios de convivencia con los Malagasy (muchos de los cuales consideran que comer la tortuga es fady, o tabú), la especie comenzó a desaparecer. Las tradiciones locales se acabaron, la población humana aumentó, y la caza y recolección de tortugas para el tráfico de mascotas también (un biólogo siguió a un ómnibus de pasajeros mientras paraba 11 veces en 10 millas para permitir que los pasajeros capturasen cada ondulante caparazón que veían). En 2000, los investigadores declararon que los prospectos para la tortuga radiada eran “preocupantes”. Una década más tarde, la especie ha saltado a “críticamente amenazada”, a un paso de extinguirse en la vida silvestre.
Otros ejemplos recientes incluyen el saiga (un antílope asiático que parece algo salido de Star Wars, que ha bajado de casi un millón de ejemplares a cincuenta mil: una caída del 95 por ciento, desde el final de la era soviética); el falso castaño europeo; los tiburones en general; y, por supuesto, el buitre de dorso blanco.
Y aun así, las especies que alguna vez fueron comunes conforman solo una pequeña fracción de las cosas vivientes amenazadas con casi-extinción el día de hoy. La vasta mayoría de las especies críticamente amenazadas son aquellas que ya eran relativamente raras para empezar, por la simple razón de que es mucho más fácil llevar una especie de bajos números o de muy limitada distribución al borde de extinguirse.
Concentrarse sólo en ese momento final de extinción total, sin embargo, es reducir la magnitud de la actual crisis de extinciones. Algo que ocurre con mucho más frecuencia es la extirpación, o extinción local: la desaparición de especies de algún lugar donde solían vivir. Los tigres, por ejemplo, han desaparecido de un 93 por ciento (y contando) de su hábitat original, incluyendo diez países enteros de Asia. El escarabajo de Pashford, por otro lado, se piensa extinto pero nunca se supo que viviera más allá de ciertos estercoleros en Inglaterra central y oriental. Una especie ha desaparecido pero nunca fue abundante; la otra sigue con nosotros pero experimentó asombrosas pérdidas.
Los autores de un reciente estudio encontraron que el ritmo de pérdida poblacional entre los vertebrados terrestres es extremadamente alto, aún para “especies de poca preocupación”. Escriben que “más allá de las extinciones globales de especies, la Tierra está pasando por un colosal episodio de declinación y extirpación poblacional”, y usaron el término “aniquilación biológica” para describir la magnitud de la crisis. Llamativamente, caracterizaron a la ola de extirpaciones locales como un declive “mucho más serio y rápido” que el de las extinciones en masa.
La estimación actual entre los biólogos de poblaciones es que el planeta ha perdido la mitad de los animales, plantas individuales y demás cosas vivas que componen nuestro mundo visible. La mayoría de estas muertes acumuladas ocurrieron a expensas de especies comunes. Son los animales más frecuentemente muertos por cazadores, las criaturas que con más probabilidad acabarán muertas sobre los caminos, las plantas y árboles que mueren en enormes números cada vez que se limpia la tierra para un desarrollo agropecuario o habitacional. Hasta los observadores de aves desprecian las especies más familiares como “pájaros de polvo”. El término deriva del dicho: “común como polvo”.
Las especies abundantes y ampliamente distribuidas se consideran comúnmente como recursos naturales, como cobre o petróleo, antes que como cosas vivas. De todos los peces en los océanos, sólo 10 especies dan cuenta de casi una tercera parte de la pesca global: el abadejo de Alaska, la caballa, el arenque atlántico, el atún de aleta amarilla, y la anchoa japonesa entre ellas. La Organización para la Alimentación y Agricultura de las Naciones Unidas clasifica cada una de estas poblaciones de peces como “pescada al máximo” o “sobrepescada”. De modo similar, las 10 especies de árboles más comunes de cualquier nación proveerán, en promedio, el 76 por ciento de la producción de madera y de pulpa. En los Estados Unidos, hogar de amplios bosques y más de un millar de especies nativas de árboles, sólo tres (el abeto de Douglas, el pino taeda y la cicuta occidental) integran un cuarto de la cosecha maderera. Ha sido el destino de las especies comunes el que se piense de ellas, erróneamente, como infinitas en número. Hasta que, un día, resulta que no lo son.
A pesar de toda esta pérdida, despojo y destrucción, algunos protectores del ambiente han tendido a desestimar el caso de las especies comunes. La biología conservacionista anda siempre apremiada para sacar alguna especie más del vacío. Un resultado de ello ha sido la paradoja atestiguada por los pájaros continentales en Europa, donde las especies raras están, por lo general, aumentando sus números, mientras que las especies comunes han decrecido por decenas de millones.
Dos humildes especies de tritones anfibios ilustran cómo esta clase de situación puede ocurrir. El gran tritón de cresta, que parece un pequeño dragón cargando fuego en su barriga, está en peligro en Bélgica. El tritón liso, decorado con puntos negros y una minúscula cresta de dinosaurio, es una especie común.
Investigadores revisaron 74 estanques de granjas en Bélgica; los tritones de cresta aparecieron en solo 12 de ellos, mientras que los tritones lisos se encontraron en 33. Una manera de salvar al amenazado tritón con cresta es obvia: proteger esa docena de estanques. Pero si los restantes estanques no se protegen y continúan siendo contaminados, desecados, o destruidos de alguna otra manera, entonces eventualmente el tritón liso, también, tendrá sólo esos 12 estanques para habitar. Esa conclusión, otra vez: todo acaba siendo raro.
Para conservar la “comunidad” de los tritones lisos, debemos preservar un número mayor de estanques, lo que tendrá el efecto paralelo de conservar al tritón con cresta también. Todo ello parece posible cuando hablamos de unos cuantos charcos dispersos. Pero apartar hábitats para salvar una especie ya no funciona en la escala de, digamos, un continente.
Los lobos, por ejemplo, que alguna vez fueron el mamífero grande más disperso sobre la Tierra, cubriendo desde Japón a la India y a Irlanda, y de México hasta el alto Ártico. En los Estados Unidos continentales, el único lugar donde no se podían encontrar lobos era una reducida franja al occidente de la Sierra Nevada, en California.
Pero para el tiempo en que el Acta de Especies en Peligro se convirtió en ley, en 1973, los lobos estaban entre los primeros animales necesitando protección: habían sido prácticamente erradicados en los 48 estados continentales. Los lobos rojos sobreviven hoy en una parcela de tarjeta postal, en Carolina del Norte. Pero los lobos grises, gracias a la protección y a esfuerzos de reintroducción, han vuelto a prosperar: 5.550 de ellos rondan ahora en los estados occidentales de los Grandes Lagos, en las montañas Rocosas del norte, en pequeños parches de Arizona y Nuevo México, y en el estado de Washington cerca del límite con Canadá.
El lobo gris ya no está en riesgo inmediato de extinción en los Estados Unidos continentales. Con una población relativamente estable que ahora ocupa el diez por ciento de su antiguo territorio, el gobierno federal ha ido tan lejos como para afirmar que la especie se ha “recuperado”. Los críticos han llamado a esta interpretación del Acta de Especies en Peligro una “aproximación de tipo pieza de museo”, porque retiene a las especies como artefactos enclaustrados en las áreas más pequeñas posibles donde pueden sobrevivir. Pero gran parte de esto es un accidente de diseño. El Acta se creó para sostener especies raras lejos de extinguirse; nunca se puso a la tarea de prevenir que las especies se volvieran raras en primer lugar.
Según algunos estimados, hay aún suficiente hábitat disponible para oír lobos aullando otra vez en 31 estados, entre ellos California, Texas, Kentucky, New York y Alabama. Pero es imposible traer de vuelta especies comunes, o preservar la comunidad que queda, con la aproximación tradicional de demarcar áreas protegidas: el planeta entero debería convertirse pronto en un parque. Como un investigador de lobos dijo: “la sociedad aún no ha respondido la pregunta acerca de cuánto del paisaje debería compartirse con el mundo no-humano”.
“La preservación de la comunidad presenta una serie de desafíos distintos”, dijo Gaston. “Se trata mucho más acerca de lo que estamos haciendo a través de paisajes enteros. ¿Cuán amigable con el ambiente es la actividad agrícolo-ganadera? ¿Cuán sustentable es el ritmo de pesca?” La conservación de lo común representa una ambición más profunda que la sesgada división del mundo, típica del siglo veinte, entre islas protegidas y silvestres y un mar de ruinosa actividad humana.
En la era de Donald Trump, sin embargo, tal altruismo mental cae abatido por preguntas más prácticas: ¿es sabio señalar las incoherencias del Acta para las Especies en Peligro cuando el Acta misma está en peligro? ¿Es cuerdo preocuparse sobre la comunidad mientras especie tras especie marcha a salto de rana hacia la real desaparición? En el día de su inauguración, el presidente puso freno a una decisión del Servicio de Peces y Vida Salvaje de EEUU, que dictaba que el abejorro de parches oxidados (Bombus affinis) sea declarado como especie en peligro.
Al final, el abejorro prevaleció, al menos en papel. Su entrada en lista se hizo efectiva el 21 de marzo de 2017. Aunque no están claras qué acciones tomará el gobierno federal para salvar a la especie, el caso era demasiado claro como para despreciarlo. Los abejorros de parches oxidados ocupan ahora sólo el 0,1 por ciento de su rango histórico, y han declinado en números en un estimado de 93 por ciento. Las causas son, exactamente, la clase de desafíos modernos y a gran escala que Gaston mencionaba: uso de pesticidas, la conversión de pastizales en granjas industriales, cambio climático, nuevas enfermedades.
Otro punto que no debería pasarse por alto: poco más de dos décadas atrás, los abejorros de parches oxidados zumbaban en 28 estados. Los residentes de ciudades del Medio Oeste recuerdan espantarlos a manotazos mientras caminaban por la calle. El abejorro era, de acuerdo con el reporte del Servicios de Peces y Vida Salvaje, “tan ordinario que pasaba casi desapercibido de flor a flor”. En otras palabras, la nueva especie en peligro de Estados Unidos solía ser común.
Es la maldición de los biólogos actuales el que siempre les exijan justificaciones por la existencia continuada de vida no humana. Cada especie, común o rara, es el producto de millones de años de evolución, con su viaje hasta este punto del tiempo exactamente tan milagroso como el nuestro, pero esto es, evidentemente, insuficiente como justificación. ¿Puedes comerlo? ¿Saca carbono de la atmósfera? ¿Podría curar el cáncer? ¿Si lo aprietas lo suficiente exudará petróleo con el que pueda usar mi auto?
Sobre tales principios, la defensa de las especies raras es con frecuencia muy difícil. La extinción de una u otra rareza (descansen en paz el escarabajo de las cuevas de Perrin, los moluscos bivalvos Pleurobema avellanum, y la wikstroemia velluda) a menudo llega sin obvios costos para los humanos ni para el paisaje. No estoy diciendo que estas plantas y animales sean importantes sólo para sí mismos. En su conjunto, las especies raras son los seguros contra fallas, los equipos especiales, los jugadores de nicho, los informales del mundo viviente. La rareza de hoy podría, con un súbito cambio en las presiones evolutivas, ser la especie común de mañana. Pero la pérdida de cualquier especie rara apunta principalmente a la desaparición de su originalidad, de su redundancia y de su especialización en el ambiente. Esa pérdida puede ser una herida, pero en gran medida permanece invisible.
Ahora, consideren las consecuencias de perder una especie común. El arenque atlántico se reúne cada otoño en el flanco norte del golfo de Maine en cardúmenes crecientes que, si pudiéramos arrastrar uno fuera del agua, enterraría la isla de Manhattan bajo seis pisos de pescados relucientes. Sabemos esto porque unos científicos, desde varias instituciones de investigación, más que nada de Massachusetts, zarparon en 2006 para medir su volumen enviando ondas sonoras contra los colosales agrupamientos. A través de la tecnología, presenciaron lo que en su tiempo se describió como “quizá la imagen de animales en masa más grande jamás tomada en la naturaleza”. En un estudio publicado el año pasado, los investigadores se refirieron al evento de acumulación como una “zona caliente masiva ecológica”, aunque la “zona” no era un lugar sino más bien una especie.
Cuando regresaron al laboratorio y analizaron las grabaciones de audio, los investigadores descubrieron algo igualmente sorprendente: un coro de canciones subacuáticas, gritos, maullidos descendientes, silbidos, quejidos, zumbidos, trinos; decenas de miles de sonidos, muchos de ellos fuera del rango auditivo humano. Eran las vocalizaciones (las voces, podríamos decir inclusive) de ballenas y delfines.
Una vasta asamblea de gigantes marinos asediaba, desde rorcuales comunes y jorobados que arremetían contra el cardumen de arenque con las mandíbulas abiertas por la noche, hasta cachalotes y orcas engulléndolas por el día. Los científicos pudieron identificar 10 especies de ballenas y delfines, 4 de ellas declaradas en peligro en las aguas de EEUU. Otros predadores del arenque son los tiburones, peces de roca, mielgas, peces azules, merluzas, abadejos, focas, leones marinos, atún y una variedad enorme de pájaros marinos: es casi más fácil hacer una lista de lo que no come arenques que otra lista de lo que los come. Hasta el calamar come arenques. Y nosotros también. El arenque atlántico es actualmente nuestro sexto pez en importancia para la industria pesquera.
No siempre fue así. En 1977, la población de arenques colapsó, descendiendo al 10 por ciento de su tamaño histórico, debido a la sobrepesca. Hoy, el arenque del golfo de Maine es una rara historia feliz, otra vez tan numeroso como hace medio siglo. Michael Jech, un biólogo en el Centro de Ciencias de Pesquería del Noreste, quien fue parte del reciente estudio del arenque, caracterizó esa abundancia con el eufemismo de un científico gubernamental: “parecía algo muy importante”.
Cuando se pierde la “comunidad” de una especie común, las consecuencias son inmediatas e innegables. Puesto en términos latos, las especies comunes son los cimientos de los ecosistemas. Comen o son comidos por otras especies en grandes números. Influencian y modifican sus alrededores; en muchos casos, como los arrecifes de coral y los bosques, las especies comunes son el ambiente.
Las plantas y animales más familiares también son los mejor conocidos para nuestros ojos, oídos, e imaginaciones, proveyendo piedras de toque para nuestra relación con el mundo no humano y ayudando, incluso, a formar nuestro sentido de lugar: palomas domésticas en New York, palomas incas en México D.F., pacíficas palomas en Bangkok. El descenso del 20 por ciento en aves cantoras europeas (como las 24 especies de aves continentales comunes que han descendido entre el 50 y el 90 por ciento en EEUU y Canadá desde 1970) representan una reducción del 20 por ciento en sus roles ecológicos a gran escala: como controladores de pestes, polinizadores, dispersores de semillas; pero también es un despojo de las oportunidades de ver pájaros silvestres y de oír sus cantos: una dura pérdida para los pequeños placeres de estar vivo.
El papel de las especies comunes en la naturaleza y la cultura, física y metafísica, conduce a la historia de los buitres de dorso blanco de la India. Ellos eran los principales carroñeros del subcontinente. Sin ellos, los cuerpos putrefactos empezaron a ensuciar el paisaje (India tenía otras especies de buitres, pero todas eran mucho menos comunes para empezar, o declinaron tan abruptamente como sus primos de dorso blanco). El papel que desempeñaban los buitres pronto lo ocuparon los perros salvajes, pero esto llevó a un pico de mordeduras fatales y casos de rabia. La ausencia de buitres quizá haya contribuido a un brote de peste bubónica, cuando los cuerpos en putrefacción del ganado muerto por una ola de calor desencadenaron una explosión de ratas portadoras de la enfermedad.
Hasta que los buitres murieron, los tradicionalistas de la minoritaria religión Parsi depositaban sus muertos en las “torres del silencio”, donde los pájaros consumían los cuerpos, un rito funeral que, se creía, preservaba la pureza de la Tierra; ahora perdieron ese vínculo con lo que un líder Parsi llamó la cadena de “creación, destrucción y regeneración”. ¿Quizá hasta la épica hindú del Ramayana, en la que una de las principales figuras, Jatayu, usualmente se ilustra como un buitre, pierda alguna cualidad de significado en la ausencia de las aves de verdad?
Nada de esto, sospecho, es suficientemente convincente. Puedo percibir ese humano y colectivo encogimiento de hombros, el que dice nos adaptamos, sobrevivimos. En una India sin buitres, la gente ahora entierra o quema los cuerpos de su ganado, mientras los Parsi conservan sus muertos en ataúdes sellados o los reducen a esqueletos usando concentradores de energía solar que cuestan tres mil dólares. Nuestros pájaros comunes son menos comunes de lo que eran, pero son todavía los pájaros más comunes que hay. Hasta la reciente recuperación de la población de peces, el golfo de Maine pasó décadas con muy pocos arenques, y casi ninguna ballena. Lo superamos, lo logramos.
Podemos vivir sin esta o aquella especie; el precio es, nada más, otra pequeña porción de problemas, y algo menos de asombro y encanto. Quizá, sin embargo, debamos prestar atención a estos parámetros. Si hasta las especies más distribuidas, abundantes y adaptables alcanzan puntos de no retorno, es porque los cambios que causamos los humanos se volvieron abrumadores, inescapables y complejos hasta un punto de no retorno. “Las especies comunes son muy buenos indicadores de los cambios y detrimentos sistemáticos, insidiosos y con frecuencia desconocidos que estamos infligiendo al ambiente”, dijo Gaston.
Cada vez más, la causa de la súbita caída libre de una especie común es imposible de discernir, lleva años desentrañarla, o se le aplica el diagnóstico más moderno posible: “múltiples causas”. Estas especies caen entre las líneas de fallas invisibles, colapsan en las impredecibles fracturas de una biósfera bajo una presión intensificada.
Distribuidas, abundantes, adaptables…. Y condenadas. ¿Por qué importa lo que suceda a las especies comunes? Porque resulta que somos una de ellas.
De Pacific Standard, 17 de octubre, 2017.
Traducción: Sebastián Negritto