¡AY, LOS ADOLESCENTES!

 

¡Adolescentes! Inmediatamente se nos viene un término, errado por cierto, a la cabeza: ADOLECEN. “Los adolescentes, adolecen de…” Este verbo conlleva, tal lo establece su definición, cierto defecto, carencia, enfermedad. Quien adolece sufre y todo cierra. “La adolescencia es una etapa problemática”. “No tienen ganas de hacer nada”. “Todo el día con el celular”. “No largan la Play”. “Sólo piensan en el sexo”. “Nada los entusiasma”. “Nada les importa”. …NADA!

Y es aquí cuando el concepto de adolescencia en relación al adolecer de algo, empieza a precalentar y entra a la cancha de nuestro lenguaje, de titular. Los diferentes discursos adultocéntricos invaden diversos lugares por los que estos sujetos transitan: la familia, la escuela, el club y hasta el transporte público (donde se los acusa de hacerse los dormidos para no dar el asiento). Los abordajes de las adolescencias desde la problemática, no sólo los aparta sino que establece muros entre las generaciones, muy difíciles de burlar. Entre padres e hijos, entre docentes y estudiantes, entre la sociedad y esta franja en la que se viven profundos cambios. Si bien centrarnos en conductas de riesgo impulsan campañas de prevención, pone el tema en agenda y sanciona leyes (Ley 26.586: Programa Nacional de Educación y Prevención sobre las Adicciones y el Consumo Indebido de Drogas), trae también consecuencias muy negativas. Los y las jóvenes son identificados y definidos desde sus limitaciones y no desde su potencial. En estos años se transitan cambios físicos en estrecha relación con los cambios emocionales, mentales, sociales. Sin intentar entrar en determinados tecnicismos y dado que requieren de un desarrollo más extenso, los y las adolescentes viven remezones intensos en absolutamente todos los aspectos de su vida. De un día para el otro despiertan en otro cuerpo, grande, largo, diferente. El espejo les devuelve una imagen nueva plagada de emociones que manejan como pueden. Su cerebro, aun en pleno desarrollo del lóbulo frontal, discute con sus impulsos. Intenta planificar a largo plazo, hacer tareas escolares no siempre acordes a sus conocimientos y capacidades. Y nosotros que nos creemos unos capos en el manejo de varias situaciones a la vez, qué tupé! Y en todo este torbellino se encuentran constantemente con nuestro cuerdo, prudente, erudito e intelectual juicio. Más allá de las ironías, es válido a mí entender como psicóloga y docente de adolescentes, preguntarse: ¿Son ellos quienes se resisten ante la palabra del adulto o somos nosotros los que nos resistimos a la palabra adolescente? Por supuesto la respuesta es compleja pero somos nosotros, los que tenemos experiencia, los que hemos vivido, los que “nos la sabemos todas…” Somos nosotros los que de una vez por toda tenemos que hacernos cargo del lugar en el que ponemos a nuestras adolescencias. A esa edad en la que todos queremos parecernos desde nuestro aspecto físico y modo de vestir, es justamente la que criticamos y a la que en forma constante subestimamos. “Típico de la adolescencia”, “Cuando yo tenía tu edad las cosas no eran así”, porque nos encanta romantizar el pasado como si haber rebobinado un cassette con una Bic o llamar a los teléfonos fijos de nuestros amigos haya sido un acto heroico que merece alguna estatuilla. Y aquí entra a la cancha el verdadero significado de la palabra adolescencia, tras las recurrentes lesiones sufridas en el adolecer, cual Fernando Gago en sus mejores épocas… bueno, en todas sus épocas. El término adolescencia tiene un origen indoeuropeo relacionados a los verbos crecer, desarrollarse, nutrirse y es importante tener en cuenta que no sólo de nosotros se nutren. Pensarlo así nos lleva una vez más a centrarnos en el adultocentrismo, es decir, en la visión del adulto como sujeto acabado, al que se aspira ser.

¿Es “sano” retirar los discursos, los “límites”, ciertos “retos” hacia ellos quienes están a nuestro cargo? No, no lo es. El acompañamiento en esta etapa es fundamental y cualquier extremo entre la represión de sus manifestaciones o la falta absoluta de discurso por parte de los adultos, sobre todo con aquellos que se vincula afectivamente, es nociva. Manejarse en los grises de estos polos es difícil, nadie nos enseña. Pero definitivamente tenemos la responsabilidad y el deber (sí, el deber) de reconocer, escuchar y validar lo que tienen para decir, que es mucho. Muchísimo! Allí donde hay un síntoma, hace falta la palabra. Sin escucha no hay palabra y sin palabra hay acto, hay impulso, hay peligro.

Invito a quienes todavía estén leyendo, a repensar las adolescencias (en plural, sí, porque no hay una, son muchas, cada cual con su constitución de subjetividad) desde la potencialidad adolescente, desde sus conocimientos sobre tecnología, medio ambiente, pensamiento creativo, su inagotable energía para hacer cosas y muchos otros aspectos que pueden nutrirnos a nosotros de ellos. Apostar a los factores de desarrollo positivo y no visualizarlos desde el riesgo ni la vulnerabilidad. En el ejercicio del diálogo, del juego entre el discurso y la escucha, es donde se fortalecen sus capacidades para ser protagonistas de sus decisiones, para que puedan elegir pensando acciones y sus consecuencias, para fortalecer su autoestima lo que evita innumerables problemas y/o trastornos.

Los y las adolescentes no adolecen de nada y de todo, como todos. Se trata aquí de considerarlos personas plenas, capaces y sobre todo, con mucho para decir.

 

 

*Lic. en Psicología. PgDip. Psicología Cognitiva-Conductual. Esp. en Adolescencia.

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