LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL

UN DIOS DEMASIADO TERRENAL

En los últimos tiempos, la inteligencia artificial bla bla bla. Media hora de pésima literatura, como le gusta decir a Dolina. Digamos de entrada que la inteligencia artificial tiene un roce fuerte (semántico, filosófico, político) no solo con la inteligencia humana, sino con la inteligencia divina. El Occidente judeocristiano había depositado en su Dios la capacidad de cuidar la Verdad: estaba bien guardada en un lugar alto para que no la agarre la gilada, salvo en sus destellos más elementales. Ese mismo Dios tenía una función más interesante: dosificar la Verdad. Tan encandilante podía resultar la comprensión divina, que a nosotros no nos quedaba más remedio que hacer un fino trabajo de interpretación. Pocas, poquísimas veces Dios nos hablaba tan claro como para decirnos: “No matarás”. En general, nos mandaba parábolas, semblanzas y frases misteriosas que los especialistas tenían que desmenuzar, con los más variados resultados.

En algún momento del siglo XIX, Nietzsche se enteró de que habíamos matado a ese Dios y nos avisó a todos. Ya no había arconte de la verdad. Ese señor barbudo que habíamos construido, junto a su hijo carpintero y a su espíritu insondable ya no estaban ahí para darnos la dosis de Verdad que podíamos soportar, tan humildemente humanos como somos. Las enseñanzas milenarias, filtradas por toda la cultura occidental, mostraron entonces su cara más vulgar y terrenal: la de unas relaciones de poder que poco tenían que ver con el Bien y mucho menos con la salvación eterna.

La angustia y la libertad, se sabe, suelen ir de la mano. Nos quedamos con las manos no vacías, sino llenas de nosotros mismos, de nuestras pequeñas verdades facciosas y múltiples. Vimos que el mundo era más ancho y más ajeno de lo que habíamos creído, que podíamos ir más lejos y más rápido, pero que ya no volveríamos a tener la paz de la certeza. Por varias décadas habitamos los funerales de Dios, engorrosos y violentos. La Verdad andaba rebotando por ahí: nos encandilaba de tanto en tanto y al rato se nos escapaba.

En ese mundo, algún tiempo después, se nos aparece la inteligencia artificial. La inteligencia artificial es un conjunto de entidades espectrales (Chat GPT, Meta, etc.), que nos responden preguntas, nos dan ideas y hacen cosas mágicas por nosotros, cosas que de otras maneras no podíamos hacer o tardaríamos una eternidad. De golpe y porrazo vuelve a irrumpir en la escena el dueño de una verdad grande y compleja, más grande y más compleja de lo que cualquiera de nosotros, en forma individual, podría asimilar. Lo que sabe la inteligencia artificial se parece mucho al cúmulo de todo lo que hemos producido en los últimos milenios: lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso, lo bello y lo feo, lo cierto y lo dudoso. En ese sentido de totalidad amorfa es que se le puede atribuir una cierta Verdad.

La virtud que no le ha sido concedida a esta espectralidad digital es la de dosificar. La lógica primitiva, esa de cuando Dios gozaba de buena salud, incluia un pequeño artilugio: era el trabajo de interpretación y de discusión colectiva el que hacía emerger una verdad a partir de la parábola. Bien podía ser una discusión elitista, entre grandes sabios letrados, o incluso una discusión violenta que llevara a guerras y otras calamidades, pero la verdad solo aparecía después de un proceso. Y si no había discusión, como mínimo había alguien que ejercía verticalmente la interpretación para hacer comprensible esa porción mínima de la sabiduría divina. La verdad no estaba en el fondo de la enseñanza esperando a ser descubierta: se construía en esas batallas, en esos esfuerzos. La palabra de Dios tenía la virtud de sugerir un camino y de provocar una inquietud: lo demás corría por nuestra cuenta.

El nuevo Dios también es múltiple, como el otro. La diferencia es que no se aguanta las ganas de vomitar la verdad. Uno le pregunta y el Dios contesta inmediatamente y con toda claridad. No es misericordioso, sino condescendiente. No se apiada, sino que simula arrodillarse ante nosotros. En definitiva, le falta el misterio, el componente mágico (a no ser por ese misterio plebeyo de cómo funcionan las computadoras y los algoritmos). Nos habíamos construido un Dios a nuestras propias espaldas y por eso nos resultaba misterioso. Una vez que lo matamos, el chiste no se puede volver a contar: tuvimos que armarnos un Dios terrenal.

Ya empiezan a sonar las historias de la gente que se hace acompañar por la IA. Viejos o solitarios que buscan compañía, jóvenes que buscan apoyo psicológico. Nuestro Dios, terrenal como es, nos reemplaza, ocupa nuestros lugares casi mejor que nosotros mismos y lo contemplamos como se contempla a una deidad: con impotencia. Al mismo tiempo, es una divinidad bondadosa: no se cansa nunca de complacernos, de explicarnos, de ayudarnos. Estamos condenados a amarla y a odiarla, a pedirle cosas y a preguntarle por qué pasa lo que pasa.

El problema es que este Dios es un eyaculador precoz de respuestas. Las verdades que nos ofrece se parecen demasiado a nosotros mismos como para satisfacernos realmente y no esconden ningún secreto. Hay que agregar que este nuevo Dios maneja unas verdades que son de gestión privada, lo que le retira o debería retirarle el beneficio de la duda. Si alguien usaba al antiguo Dios a su favor, uno siempre podía desmentirlo y recurrir al Dios verdadero. Lo interesante del Dios original era que aunque nos lo habíamos inventado olímpicamente, el mecanismo era tan sutil que nos permitía jugar a que la Verdad existía más allá de nosotros mismos, cuando en realidad la estábamos construyendo. De esa forma nos dábamos el tiempo para cincelarla, para matarnos entre nosotros si era necesario, pero en todo caso para compartir un marco simbólico que la justificara. Este nuevo Dios lo dice todo, todo el tiempo y con la mayor claridad esperable. Ahora es demasiado evidente que estamos nosotros mismos del otro lado del mostrador. Y eso no equivale a mentira, sino a una verdad estéril de la que somos exclusivamente receptores narcisistas. En todo caso es apenas información, esquema, trazos de algo muy, muy útil y a la vez muy poco estimulante.

Claro que no todo es horrible ni todo tiempo pasado fue mejor. Al contrario: tal vez estemos yendo camino a un Dios nuevo, más interesante que este. Tal vez estamos a las puertas de una novedad de la que somos la transición. Por otra parte, las virtudes de la IA están ahí a la vista de cualquiera. Su capacidad para sugerir opciones e ideas, su destreza para resolver en pocos segundos actividades engorrosas y burocráticas, sus eventuales capacidades terapéuticas y su energía infinita para “trabajar” son cosas positivas nada desdeñables en un mundo que, ya sabemos, fue y será una porquería. En todo caso, las preguntas siguen siendo: ¿Qué Dios tenemos? y ¿Qué Dios queremos?

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