ELOGIO DE LA PACIENCIA

El arte de la escritura es, sin dudas, complejo. Pero lo es más aún cuando las musas no bajan a visitarnos. Estoy de viaje a varios kilómetros de casa y, como de costumbre, traigo conmigo un libro para acompañar las horas muertas. En esta oportunidad se trata de Historia do cerco de Lisboa, de José Saramago. Hace tiempo que quiero escribir un artículo, pero no encuentro el tiempo propicio para hacerlo; más aún, las pocas ideas que se acercan a revolotear en mi cabeza acaban escapándose por las rendijas del teclado. El bloqueo creativo puede, para algunos desafortunados como yo, pasar de ser una piedra en el camino a ser un estilo de vida, con la complicidad de unos pocos y buenos malos hábitos. Me sumerjo en la lectura, obstinado en la búsqueda de algún jirón de inspiración, de una bocanada de aire fresco.

A lo largo de sus páginas, el autor portugués nos acerca el relato de Raimundo Silva, un revisor editorial que, por picardía o por malicia, agrega un “no” a mitad de la historia de la toma de Lisboa en 1147 por parte de los cristianos portugueses. La inocente adulteración implicaba que los cruzados le negaran ayuda a los lusos en la invasión de la ciudad amurallada, lo cual transformaba al hito en una demostración sinigual de bravía, de sagacidad y, sobre todo, de merecimiento del favor divino por parte de estos hombres de Dios, que ahora debían afrontar la batalla por el enclave musulmán sin ayuda externa. Si bien, para fortuna de la editorial, una empleada repara oportunamente en la venenosa enmienda y aborta justo a tiempo la publicación del libro, la ira de a doutora María Sara, jefa del departamento de revisión (con quien luego Raimundo mantendría un amorío) deviene rápidamente en una propuesta: ¿por qué no aprovechar el momentum generado para escribir una alt version, un relato sobre un cerco de Lisboa sin participación de los cruzados? Sorprendido por tan poco ortodoxa propuesta y, al cabo de algunos días de hesitación, el protagonista decide darle lugar. Lo que sigue es la confección de una ficción histórica con notas trágicas e hilarantes en igual proporción. La historia de una historia que nunca fue ni será. Una serie de relatos encapsulados uno dentro del otro, a la manera de una mamushka de papel y tinta.

José Saramago publicó este libro por primera vez en 1989, mientras la propia historia global escribía también una versión enmendada de sí misma. Apenas nueve años después, sería galardonado con el Premio Nobel de Literatura. En la biografía de Saramago encuentro, de una manera ridícula pero eficaz, algo de paz.

Nacido en 1922 en las cercanías de un pueblito perdido en lo profundo de la cuenca del río Tajo al noreste de Lisboa, en el seno de una familia de campesinos muy pobres, el escritor ni siquiera heredó el apellido paterno, quizás producto de la confusión de un funcionario del registro civil que reemplazó “de Sousa” por el apodo familiar “Saramago” en su acta de nacimiento. Cuando tenía 3 años, la familia se mudó a la capital, donde el padre comenzó a trabajar como policía, pero su hermano mayor, Francisco, encontraría la muerte a los pocos meses. Más tarde, José debió abandonar precozmente sus estudios para trabajar como herrero y colaborar con los magros ingresos del hogar. A los 22 años, trabajando ya como empleado administrativo, se casó y comenzó a escribir su primera novela, Terra do pecado, pero las ventas no lo acompañaron. Entonces, escribió una segunda novela que jamás publicaría y después decidió abandonar la escritura por un tiempo. Nada menos que por 20 años. Ya entrado en sus cuarenta, se acercó tímidamente al periodismo y a la crítica literaria, antes de retomar la escritura con asiduidad. Corría entonces el año 1966 y la realidad seguía siéndole tan adversa como siempre. La dictadura de António de Oliveira Salazar funcionaba a todo vapor y Saramago era perseguido y censurado por su orientación política. Entonces, contra todo pronóstico, confeccionó novelas grandiosas, como Levantado do chão, Memorial do convento, A jangada de pedra, entre otras, que lo catapultarían a la fama en el curso de una década.

Cuando le preguntaron por qué había pasado tanto tiempo sin escribir, se limitó a responder que “sencillamente no tenía algo que decir y cuando no se tiene algo que decir lo mejor es callar” (1). El único Premio Nobel de Literatura de habla portuguesa se pasó 20 años de su vida joven, una franja etaria que buena parte de nosotros consideraríamos como la más productiva de la vida humana moderna, sin producir absolutamente nada. El dato es cuanto menos inquietante y no deja de plantear sus interrogantes. Peor aún, en una entrevista en 2008, Saramago recordaba que cuando escribió “el primer libro que tiene un significado (sic), como es ‘Manual de Pintura y Caligrafía’, tenía 55 años, ya una edad avanzada (…) y [al publicar] el ‘Memorial del Convento’, que realmente [le] abrió muchas puertas, tenía 60 años”. Explicaba además que, hasta ese momento, “no hubo ninguna vocación reprimida, simplemente hubo un momento en que [pensó] que tenía algo para decir”, que había marcado el verdadero inicio de su carrera (2).

Los ejemplos de artistas que hacen gala de una paciencia desmesurada abundan. Algunos, como Saramago, aguardan serenamente a las musas. Otros se preparan para su llegada insomnes y febriles. Es el caso de Dante Alighieri (c. 1265-1321). Il Sommo Poeta habría visto a Beatrice Portinari por primera vez a los 9 años, en su Florencia natal, quedando perdidamente enamorado de la niña a primera vista. Pese a nunca haberla conocido bien y solo haber intercambiado saludos y conversaciones casuales, el amor por ella se convirtió en el motor de su vida, junto con sus pasiones políticas que raramente lo abandonaban. A los 12 años, el matrimonio de Dante fue arreglado, con otra mujer, una hija de la familia Donati, sin embargo, el florentino siguió amando a Beatrice en secreto luego de casarse. La muerte prematura de su amada no hizo más que encender la pasión del poeta, quien se empecinó, incansable, en conseguir una formación sólida en retórica, filosofía y poesía para honrar su memoria con un poema que estuviera a la altura (3). Es así que, luego de sus primeros años de formación en Florencia, donde se interesó especialmente por la poesía toscana, la música y la pintura, partió a estudiar a la Universidad de Bologna. Algunas versiones incluso sostienen que, luego de su exilio de Florencia en 1302, habría abandonado la península itálica para continuar su formación en París o incluso en Oxford (4). Sabemos que Alighieri vivió unos 56 años, lo cual no era una mala cifra para el siglo XIV, pero que esperó pacientemente hasta alrededor de los 40 años, la senectud medieval, para comenzar a escribir su obra maestra. Entonces, comenzó a redactar incansablemente La Commedia (que Giovanni Bocaccio rebautizaría posteriormente como Divina Commedia, en alusión a su carácter sacro) durante los últimos 15 años de su vida y continuó revisándola y perfeccionándola hasta su muerte. Dante prefirió utilizar el italiano (llamado volgare en aquella época), con algunos rasgos de toscano, y no el latín, que era por aquellos años una lengua con un carácter más formal y propia del ámbito académico. El resultado es por todos conocido y consagró al poeta como “el padre de la lengua italiana”.

Pero, salvando las proporciones, podemos encontrar también ejemplos vernáculos de artistas que supieron hacer gala del don de esperar. Enrique Santos Discépolo (1901-1951), verbigracia, quien tardó la friolera de tres años en ponerle letra a una melodía que Mariano Mores había tocado una tarde en el piano de su casa. El mismo Mores cuenta que, pese a que fue el mismo Discépolo quien se ofreció a realizar la tarea, por un momento llegó a creer que la música en realidad nunca había sido del agrado del “narigón”. Después de haberle preguntado durante meses sobre el progreso del trabajo, y de haberse topado una y otra vez con la misma respuesta (“”Va muy bien, ya vas a ver qué lindo, qué hermoso que va a salir”), ya daba por zanjado el asunto, cuando Discépolo se presentó inesperadamente un día en el teatro donde el pianista tocaba con Francisco Canaro y, sin mayor preámbulo, le entregó el manuscrito finalizado, con la naturalidad y la expresión de satisfacción de quien completa un encargo en tiempo y forma. La satisfacción era, al menos, de esperarse: le estaba dando en mano ni más ni menos que la letra de “Uno” (5). Pronto, la canción ganaría fama y pasaría a convertirse en la obra icónica del dúo y en una de las composiciones fundamentales del tango rioplatense.

Ahora bien, si existe en este mundo una cultura que ha sabido hacer de la paciencia no solo una virtud, sino más bien uno de sus valores centrales, esa es la cultura japonesa. Paciencia, pero también esfuerzo, por supuesto. Porque en Japón consideran que se necesitan alrededor de 60.000 horas de experiencia para convertirse en un maestro en cualquier labor de carácter artesanal o artístico, tal como queda plasmado en el documental “Takumi: 60.000 horas sobre la supervivencia de la artesanía humana”. Esto equivale a unos 30 años de trabajo, siempre y cuando se dediquen al mismo 8 horas al día y 5 días a la semana. La palabra shokunin (??) designa en el idioma japonés a estos artesanos auténticos que el resto del mundo, disperso en la desmesura de su apuro, envidia (6). Ahora bien, se trata de una tradición centenaria, enmarcada en una cultura fuertemente influenciada por el budismo, quien define a la paciencia (Kshanti p?ramit?) como una de las 6 virtudes o perfecciones que se deben cumplir para purificar el karma y encaminarse a la iluminación (7).

Especialmente paradigmático es el caso de Katsushika Hokusai (1760-1849), pintor y grabador japonés de estilo Ukiyo-e, conocido por ser un artista enérgico que se levantaba temprano y trabajaba durante todo el día hasta bien entrada la noche y que realizó pinturas y grabados literalmente hasta el día de su muerte. Alcanzó la fama a través de su obra cumbre, “La gran ola de Kanagawa”, que da inicio a la serie “Treinta y seis vistas del Monte Fuji”, y que data de entre 1830 y 1833, cuando el artista contaba ya alrededor de 70 primaveras. Hokusai dijo una vez: “[…] a la edad de cinco años tenía la manía de hacer trazos de las cosas. A la edad de 50 había producido un gran número de dibujos, con todo, ninguno tenía un verdadero mérito hasta la edad de 70 años. A los 73 finalmente aprendí algo sobre la verdadera forma de las cosas, pájaros, animales, insectos, peces, las hierbas o los árboles. Por lo tanto, a la edad de 80 años habré hecho un cierto progreso, a los 90 habré penetrado más en la esencia del arte. A los 100 habré llegado finalmente a un nivel excepcional y a los 110, cada punto y cada línea de mis dibujos, poseerán vida propia […]”. Lamentablemente, la muerte no fue tan paciente con él como él lo fue con el arte. Murió el 10 de mayo de 1849, a la edad de 88 años (8,9).

En tiempos en que ya no podemos sentarnos a escuchar un disco (“Por qué ya no podemos escuchar un disco”, Gusta Morales), en que las principales proveedoras de servicios de streaming compiten por arrebatarnos el sueño, bastión último de nuestra integridad psicológica (“En defensa del sueño”, Sabrina Villegas Guzmán), en que los desarrollos de inteligencia artificial generativa amenazan con llevarse puesto el arte humano y relegarnos finalmente a un rol de meros consumidores (dejándonos, por cierto, más tiempo para poder dedicarnos al trabajo y a las labores domésticas), es que se hace más urgente que nunca rescatar la virtud de la perseverancia. Las tareas más sencillas y más placenteras, leer un libro, escribir, incluso dedicar tiempo a nuestro descanso, se vuelven titánicas bajo el yugo de un teléfono que nos demanda atención permanente, de una economía que nos urge a consumir cada segundo de nuestra vida en la desesperada carrera contrarreloj por hacer el mango, de una sociedad que nos exige inmediatez y que se instala cada vez más cómoda en la intimidad de nuestros hogares y de nuestras camas.

Me quedan 150 páginas por delante de Saramago. Pienso distraídamente que quizás él haya tardado menos en escribirlas que lo que yo tardaré en leerlas. Tal vez la clave de los maestros sea practicar la paciencia de trincheras, estirar el tiempo como si de un chicle se tratara, hacerse el lesionado para poder ver el partido desde afuera al menos por un minuto.

La paradoja de entregarnos al tiempo para emanciparnos de sus agujas tiranas, de su tic tac indescifrable. Emanciparnos del tiempo que nos atraviesa y que nos rodea; que nos constituye. Que nos sustituye.

 

 

  1. https://es.wikipedia.org/wiki/Jos%C3%A9_Saramago
  2. https://www.europapress.es/cultura/libros-00132/noticia-saramago-no-considera-drama-dejar-escribir-porque-hizo-ahora-valio-pena-20081106192113.html
  3. https://www.cliffsnotes.com/literature/d/the-divine-comedy-inferno/dante-alighieri-biography
  4. https://www.historytoday.com/archive/months-past/dante-exiled-florence
  5. https://www.lavoz.com.ar/vos/musica/la-historia-detras-de-uno-el-tango-de-mores-y-discepolo-que-tardo-tres-anos-en-ver-la-luz/
  6. https://japonismo.com/blog/takumi-shokunin-artesanos-japoneses
  7. https://es.wikipedia.org/wiki/P%C4%81ramit%C4%81
  8. https://web.archive.org/web/20021108104201/http://www.csuchico.edu/art/contrapposto/contrapposto99/pages/essays/themefloating/hohusaimnt.html
  9. Walther, Ingo F (1994). Grabados japoneses: Biografías. Köln: Taschen.

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