EN DEFENSA DEL SUEÑO
A más de unx le debe haber pasado alguna vez (o mucho más de una vez) quedarse toda la noche despiertx mirando alguna de sus series o películas favoritas en alguna plataforma de streaming. Probablemente, pensando en lo mucho que les va a costar esa decisión al día siguiente y prometiéndose internamente que sólo mirarán un capítulo más y ya. Pero, no hay caso, la cosa sigue hasta que se termina la temporada o (ay!) todas las temporadas que se encuentran disponibles. Es que el asunto es adictivo.
Esta imagen del consumo maratónico de series en la que nos podríamos reconocer fácilmente da cuenta de un fenómeno contemporáneo ciertamente novedoso. Me refiero a que la manera compulsiva con la que nos vinculamos a estos productos hace parte de una dinámica epocal que consiste -en pocas palabras- en expoliar/explotar/consumir al máximo cualquier cosa en el menor tiempo posible. La idea que quiero sostener es la siguiente: la reconfiguración del campo audiovisual introduce una experiencia temporal diferente que es acorde al modo en el que vivimos el tiempo en el marco del neoliberalismo.
Dicen que como muestra sobra un botón, de modo que quizás sirva para graficar este punto las expresiones vertidas en el 2017 por el CEO de Netflix -una de las más importantes e influyentes plataformas de streaming– cuando le preguntaron cuáles eran las principales preocupaciones de la compañía ante la creciente diversificación de productoras audiovisuales. Su respuesta fue que la convivencia con las otras empresas no era lo que realmente le inquietaba, sino la competencia que tenían que librar contra el sueño. Como si la expresión no fuera lo suficientemente contundente, Netflix US la tuiteó en su cuenta convirtiéndola en un eslogan: “Sleep is my greatest enemy” (El sueño es mi mayor enemigo)[i].
Si tengo que ser sincera, no sé qué resulta más espeluznante: la idea en sí misma o el hecho de que no tengan ningún prurito a la hora de declararla abiertamente. Supongo que ambas cosas.
Aun cuando sabemos que el capital es insaciable, que su sed de conquista es -casi por definición y necesidad- infinita, que captura todo espacio de vida para convertirlo en mercancía, no deja de sorprendernos cuán inagotable puede resultar su voracidad y hasta dónde puede llegar su apetito… ¿es que estamos destinades a ser consumidores insomnes?
En la era de las hipermediaciones, nuestra atención definida como un bien escaso es el nuevo botín a ser disputado entre las corporaciones. Habiendo copado el espacio de la vigilia, esta vez se proponen ir sobre aquello que permanece como resto, como residuo improductivo, en un precario y frágil resguardo. Están a la caza de más tiempo de vida.
Sucede que ese “resto” que han decidido colonizar todavía se presenta como un límite de nuestra (ya muy desgastada y amenazada) existencia orgánica. El conjunto de los seres animadxs que habitamos este mundo necesitamos de un período de reposo para reponer nuestras energías. Es así que buena parte de nuestra vida transcurre mientras dormimos, porque el sueño cumple una serie de funciones fisiológicas indispensables para el mantenimiento de nuestros organismos.
En un excelente ensayo publicado hace apenas unos años, Jonathan Crary[ii] reflexiona sobre los múltiples intentos del capitalismo tardío para declarar “el fin del sueño” y catapultar de manera triunfante un entorno 24/7 sin fisuras, ni molestas interrupciones. Desde este lugar, la vida se inscribe en un régimen de funcionamiento continuo que se muestra completamente indiferente a la fragilidad de la existencia humana.
Bajo la temporalidad 24/7 resulta imposible percibir las fronteras entre el día y la noche, entre la actividad y el ocio o entre la vigilia y el sueño. Es como estar atrapadx en un presente continuo, donde los días se suceden unos a otros sin matices, redundantes, estandarizados, homogéneos. Algo así como la culminación in extremis de lo que vivimos desde que comenzó la pandemia y nuestra vida pasó a estar -aún más- mediada por las pantallas.
Uno de los efectos producidos por este modelo de rendimiento maquínico donde siempre se está “disponible” y del que resulta tan difícil desengancharse, es un estado de neutralización y desactivación en el que unx queda desposeídx de su tiempo.
Creo que el punto nodal de Crary es que el sueño se muestra como una de las últimas trincheras que el capitalismo aún no ha podido conquistar y que, justamente por eso, se torna tan imperiosa su defensa. Proteger el sueño -y la capacidad de ensueño- como expresión de lo improductivo, de lo inútil, de lo pasivo, de lo que se resiste a ser capturado, de lo que no encaja ni encuentra lugar en un entorno 24/7, se encuentra en línea con el pensamiento de un conjunto de autorxs contemporáneos que ubican el malestar como síntoma ante el cual detenerse.
Desde esta perspectiva, se trataría de prestar atención al abanico de gestos que destacan por su inadecuación e incompatibilidad con el orden dominante. Politizar dicho malestar -como dice Sztulwarck[iii]– no es lo mismo a rechazar el disfrute, sino dar lugar a todo aquello que nos aleja del mandato capitalista y que impugna el patrón de productividad/consumo/goce constante. Quizás, el lugar para barajar y dar de nuevo provenga -esta vez de la mano de López Petit[iv]– desde las profundidades de la noche.
[i]Esta información fue recuperada de un ensayo de Sebastián Novomisky titulado “Netflix: El sueño es mi mayor enemigo”. En Novomisky S. (2020) La marca de la convergencia. Medios, tecnología y educación. Doce ensayos en busca de una narrativa. La Plata: Ediciones de Periodismo y Educación-UNLP. Págs. 207-220.
[ii]Crary J. (2015) 24/7. El capitalismo tardío y el fin del sueño. Buenos Aires: Paidós.
[iii]Sztulwark D. (2019) La ofensiva sensible: neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político. Buenos Aires: Caja Negra.
[iv]López Petit S. (2015) Hijos de la noche. Buenos Aires: Tinta Limón.