EL TREN DE MACERATA

Una noche de domingo del verano de 2016, viajaba yo en ómnibus hacia la ciudad italiana de Macerata, en la región de Las Marcas, sin más compañía que mi mochila. Allí tomaría el tren que me acercaría a mi destino final, Camerino, donde estaba haciendo un curso para aprender italiano. Nerviosa, pregunté varias veces si faltaba mucho para llegar.  Ya era noche cerrada.

Durante el día había estado en Venecia, donde me había maravillado con la Basílica y Plaza de San Marcos, el Palacio Ducal, los canales y puentes, las góndolas y los mercados, que ofrecían todo tipo de recuerdos a los turistas, incluyendo las máscaras para el famoso carnaval veneciano. El paseo no habría estado completo si no hubiese tomado un helado sentada en la plaza de San Marcos y no hubiese comprado algunas piezas modestas de cristal de Murano. Ambas cosas hice.

Alrededor de las 3 de la tarde, me había dirigido a la estación para tomar uno de los trenes que me llevaría de regreso, no directamente sino haciendo combinaciones en diferentes estaciones. Todo había marchado bien hasta Civitanova, donde perdí dos trenes por no interpretar bien las indicaciones para llegar a los andenes. Ya había empezado a preocuparme porque se estaba haciendo más tarde de lo calculado; no sabía entonces que luego tendría más por qué preocuparme.

Había llegado a una ciudad, cuyo nombre no recuerdo, donde debía tomar otro tren. Tampoco recuerdo qué pregunté en ese lugar que hizo que una señora me aconsejara tomar un ómnibus y no el tren para ir a la próxima ciudad. No sé por qué, pero le hice caso.

Así fue como llegué a Macerata en ómnibus. La parada se encontraba en la puerta de la estación, donde bajé para tomar el último tren. Entré a un hall no muy grande y me dirigí a la puerta de madera y vidrio que daba al andén. Cuando traté de abrirla, no pude; estaba con llave. No. Otra vez, no. Dos semanas antes, había tenido que dormir con una compañera del curso en la estación de Terni por la misma razón. En aquel momento no sabíamos que los trenes regionales no circulaban después de las 21.30. En esta oportunidad, otras fueron las razones que me hicieron tropezar con la misma piedra.

Me senté en un banco. Mi cabeza era una vorágine. Era de noche y ya no había más trenes hasta día siguiente. Estaba sola. Necesitaba encontrar un hotel. Entonces salí a la vereda y escudriñé los alrededores, particularmente la zona frente a la estación; siempre hay al menos un hotel frente a las estaciones. Sin embargo, aquí no había ninguno. Las veredas estaban desiertas a pesar de no ser tan tarde para una noche de verano. Sí circulaban autos, pero no había gente caminando. ¿Por qué? Varias respuestas vinieron a mi mente, ninguna tranquilizadora. Volví a entrar y me senté nuevamente.

En una nueva salida a la vereda, descubrí que a la izquierda estaban los baños, lo cual era una bendición ya que no había ido a uno desde las 3 de la tarde. Estaban limpios. En ese momento, la idea surgió como una luz: pasaría la noche allí.  Sin embargo, la deseché inmediatamente. 

Volví al hall de entrada y me senté nuevamente. De pronto escuché voces y salí. Se trataba de una pareja joven, con dos niños, acompañados de una señora mayor. Me dirigí hacia ellos y como pude, en italiano, les dije que necesitaba un hotel. No sé si me entendieron o no. Conversaron entre ellos y luego me señalaron la calle que estaba enfrente. Era perpendicular a la de la estación y ascendía pronunciadamente alrededor de una cuadra. Me quedé sola, pensando. De repente, decidí intentarlo. 

Crucé la calle, con mi mochila a la espalda, y empecé a ascender. Había autos estacionados a ambos lados; había luz; una pareja de mediana edad conversaba junto a un auto. Sentía que la calle se empinaba cada vez más y que mi mochila pesaba más con cada paso que daba. Llegué a lo que parecía ser el final de la calle, a ambos lados de la cual se abrían otras dos, totalmente a oscuras. Allí me detuve. No di un paso más. Decidí volver rápidamente. Pasaría la noche en el baño de la estación y que ese ser superior que guía mi vida me ayudara.

Al descender, vi que la pareja seguía conversando. No había nadie más en la calle. Me acerqué y les hablé en italiano, preguntando donde había un hotel. Ambos me dejaron hablar. Luego, la mujer me miró y me preguntó en español de dónde era. No daba crédito a mis oídos. Le contesté que era argentina y ella me dijo que era peruana. Agregó que había una convención en la ciudad y que la ocupación hotelera era total. Le hablé de mi idea de quedarme en el baño de la estación, encerrada, a lo que contestó que no era una buena idea. Fue en ese momento que dijo las palabras más inesperadas: “Vivo en un departamento; si quieres, puedes pasar la noche allí.” Siguió un silencio. Mi cerebro sopesaba velozmente el ofrecimiento y el riesgo que implicaba. Ella se dio cuenta de mis cavilaciones y dijo que entendía mis dudas, pero que ella también se estaba arriesgando al llevar a una desconocida a su departamento. Fue un momento extraño. Urgía tomar una decisión. Era eso o quedarme toda la noche en la calle. Dije que sí con decisión. Se despidió del hombre, subimos a su auto y partimos.

En pocos minutos llegamos al edificio donde vivía. Subimos al departamento y me ofreció jugo de frutas para beber. Comenzamos a conversar. Su nombre era María; llevaba varios años en Italia. Tenía una hija casada, con hijos, que vivía en Estados Unidos. Había estado de vacaciones allí y justamente esa tarde había partido hacia aquel país.  Entonces me di cuenta de su tristeza y de los deseos de hablar que tenía. Me contó su vida ―sacrificada por cierto; yo le conté algo de la mía y lo que me había sucedido ese día. Ella me confesó que si yo hubiese sido de otro país no me habría invitado a pasar la noche en su departamento; ese comentario fue una gran sorpresa para mí ya que los argentinos no gozamos de buena fama en el exterior. Lo que agregó no se borró más de mi mente. Era una casualidad muy grande que ella estuviese donde la encontré porque tendría que haberse ido a su casa mucho antes, pero se encontró con su amigo, se pusieron a charlar y el tiempo corrió. Detalle inquietante.

Era muy tarde y decidimos ir a dormir. Me preparó el sofá-cama del living; ella dormiría en su dormitorio. Una vez que estuve sola, puse mi billetera y mi pasaporte debajo del colchón, me acosté y me dispuse a dormir. No creía poder hacerlo; sin embargo, después de un rato, caí blandamente en un sueño profundo.

A la mañana siguiente, cuando desperté, María estaba preparando el desayuno y alistándose para ir a su trabajo. Me levanté, me vestí y me apresté a desayunar con ella. En pocos minutos habíamos terminado. Intercambiamos números de celular. Cuando estábamos por salir, le ofrecí como regalo el colgante que había comprado en Venecia, en señal de agradecimiento, pero no quiso aceptarlo. Yo entendí y salimos.

Después de un breve viaje, me encontré nuevamente en la terminal de trenes de Macerata, un paisaje totalmente diferente ahora, en la mañana brillante de sol. Antes de bajarme le dije: “Espero que, si alguna vez te encuentras en una situación desesperada, alguien te ayude como lo has hecho tú conmigo. Quedo eternamente agradecida.” A ambas nos invadió la emoción. Me despedí con un beso y bajé del auto. Crucé la calle y entré en el edificio de la estación. Compré mi pasaje, tomé un cappuccino y me senté en el andén a esperar la llegada del tren. Ansiaba llegar a Camerino. 

En mi mente, las mismas preguntas irrumpían una y otra vez. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Cuáles son las probabilidades de que algo así suceda?

Esos pensamientos se presentan con frecuencia hasta el día de hoy. Lo único que sé a ciencia cierta es que esa noche hilos invisibles se cruzaron mágicamente para mi beneficio. Una fuerza superior me protegió como lo ha hecho otras veces en mi vida, y yo le estoy agradecida.

Con María me comunico de tanto en tanto por celular. Ahora vive en Estados Unidos con su hija y nietos. Ambas estamos bien.

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