EL PADRE DE LOS VERDUGOS
EDITORIAL
Las categorías sociales correspondientes a la adolescencia y la juventud irrumpieron en los países industrializados después de la Segunda Guerra Mundial. Obras literarias como la anticipatoria “Ferdydurke”, de Witold Gombrowicz, de 1937, o “The Catcher In The Rye”, de J. D. Salinger, de 1951, dan cuenta de los conflictos suscitados por la aparición de un segmento de la población que antes no existía, porque se pasaba de la niñez a la adultez casi sin etapas intermedias. La expansión económica capitalista de la posguerra necesitaba sumar consumidores y esa camada de baby boomers fue la primera en recibir una educación para la compra compulsiva de parte de los medios de comunicación.
La zanahoria de la música de rock, con su discurso rebelde y renovador, sirvió como gancho para que toda una generación se incorporase a la sociedad de consumo, bajo la fachada de una revuelta contra los antiguos preceptos morales. La juventud se aferró a esta tendencia y la moldeó hasta transformarla en un movimiento contracultural que se salió de cauce y estuvo a un tris de poner patas para arriba esas estructuras que llevaban siglos de vigencia. Pero las crisis económicas globales de comienzos de los años setenta desactivaron los mecanismos del Estado de Bienestar y el sueño de un mundo mejor empezó a derrumbarse.
Recortes en los gastos estatales y pérdidas de puestos de trabajo dejaron fuera del sistema a miles de jóvenes que, en su frustración, alimentaron los ejércitos de la punkitud y animaron la última gran rebelión surgida en el ámbito de la cultura. A partir de entonces, las políticas neoliberales imprimieron en la mentalidad juvenil sus consignas basadas en un darwinismo social espantoso. Fomentaron la competencia, el individualismo y el “do it yourself” que todavía se sostiene a manera de incentivo para desechar cualquier atisbo de solidaridad o colectivismo.
Tras la instalación de ese modelo juvenil apenas iniciada la segunda mitad del siglo veinte, su ejemplo impregnó al resto de las personas, sin importar su edad. Los mayores comenzaron a actuar como adolescentes y, de a poco, los niños también se volvieron precoces en sus conductas de consumo. Cuando a finales de los ochenta el comunismo cayó en desgracia y la economía de mercado emergió triunfante, todos fueron permeables al leit motiv que se impartía a los jóvenes desde los espacios de poder: sálvese quien pueda.
Después de 30 años de ejercitar esa falta de empatía que aquellos chicos y aquellas chicas de los noventa legaron a sus hijos, ¿por qué cabría esperar que la actitud cambie ante la pandemia? Muchos de los adultos temerosos del contagio que hoy estigmatizan la despreocupación juvenil frente a lo que indican los protocolos, fueron en su momento los primeros en alentar ese comportamiento insensible y en alabar el éxito fácil cimentado en el fracaso ajeno. Ahora que las papas queman, resulta que hace falta ser solidario y olvidarse de las prioridades personales para obrar en beneficio del resto. Tarde ha advertido el capitalismo el peligro de ser el padre de sus verdugos.