EL TORO DE WALL STREET
EDITORIAL
¿Dónde se encuentra el verdadero simbolismo semiótico del espíritu mercantilista estadounidense? Algunos seguramente lo verán en la esquina de Broadway y Morris, al sur de Manhattan, donde se emplaza la famosa escultura del Toro de Wall Street, de Arturo Di Modica, que desde fines de los ´80 identifica erróneamente el poder económico global (originalmente, Di Modica lo creó como una obra contracultural que representa la resistencia del norteamericano medio contra el dominio financiero de las corporaciones).
Pero, sin dudas, el auténtico emblema del lifestyle yanqui se ubica a pocas cuadras de allí y pasa casi desapercibido para el paseante que visita la Zona Cero –principalmente porque se encuentra en un subsuelo-.
Se trata del sales shop del Memorial del 9/11 situado bajo la superficie de lo que alguna vez fueron las Twin Towers.
Al final del emotivo recorrido subterráneo, donde nos encontramos con escombros mitificados, presentaciones multimedia, música reflexiva y las almas ausentes, nos desconcierta un negocio coqueto e iluminado que nos ofrece, al paso, todo tipo de souvenirs relativos a la tragedia. Desde toallas o cantimploras conmemorativas hasta pendientes para colgarse una torre de cada oreja. Semeja una escena surrealista. Al cerebro le cuesta acostumbrarse a tan espasmódico contraste. Pero los norteamericanos parecen transitarlo sin demasiada contradicción moral. Para tomar dimensión de su significancia, imaginemos un negocio que vendiera chucherías al final del recorrido guiado por el Centro Clandestino de Detención de La Perla o en la sede de Abuelas de Plaza de Mayo.
La banalización del sufrimiento es indultada por una causa más “noble” aún: la generación de riquezas. Y generar riquezas no sólo es acumular millones o lingotes en la Reserva Federal. Empieza por el kiosco de la esquina.
Es que el “shop” es parte del acervo norteamericano, de sus creencias, de su esencia. La existencia no se concibe sin la prosperidad y el acceso a ella está dado por los negocios. Por la compra-venta. En definitiva, por la “tarasca”. A tal punto llega esa raigambre ética que ni siquiera sus grandes catástrofes se salvan de ser negociadas. Comerciar bienes y ganar dólares es casi una tarea evangelizadora. Una moral aspiracional. Generar riquezas es un mandato divino. Es la meritocracia llevada al paroxismo.
Algunos se lo atribuyen a la cultura calvinista y su libre interpretación de la Parábola de los Talentos, otros a las raíces irlandesas, otros a las políticas liberales y neoliberales que aplican desde hace siglos. En definitiva, el libremercado es también una religión en la que el dinero es la deidad.
Lo dijo Brad Pitt encarnando a Jackie Cogan en la película de Andrew Dominik, Killing them softly (2012): “America is not a country. It´s just a business. Now pay me!”