REGRESO
Abrí una de las hojas de la puerta de calle de aquella casa antigua, grande, sólida, con su carpintería de cedro todavía intacta gracias a los cuidados de todos los que en distintos tiempos vivimos en ella. Fue construida de adobe en 1944; sin embargo, su estructura tan bien lograda no sufrió daños cuando el feroz terremoto de ese año azotó San Juan. Luego de finalizada dio cobijo a cuatro generaciones, desde mi abuelo materno, que la hizo construir, hasta sus bisnietos. Quizás por ser aquella entonces una zona de terrenos incultos, el plano la denominaba ‘casa de campo’. Se llegaba a ella por el llamado ‘Callejón Videla”, que luego se convertiría en la calle Esteban Echeverría, ancha arteria de una populosa zona.
El damero blanco y negro se mostró ante mis ojos. ¡Cuánto amaba ese piso! En su frescura me había tendido en las siestas de verano a leer, comer duraznos calientes o jugar a las muñecas, siempre silenciosamente, ya que esa era la hora sagrada de descanso de mis padres. Era el piso del hall central de la casa, inmenso, adonde daban las puertas de los dormitorios, el living-comedor, la cocina y el baño en una típica casa antigua.
Avancé lentamente. Miré a mi derecha. Todavía estaba allí la estufa de leña. Alcé mis ojos. El techo alto, altísimo, con sus seis banderolas, era testigo mudo de mi regreso. Lo había sido también, a través de los años, de noviazgos, bodas, cenas familiares y ruedas de mate frente al fuego. Caminé todo su largo y entré en la cocina, con su piso rojo, al que había que lavar con agua todos los días para que luciera impecable. Esa habitación amplia fue siempre el alma de la casa, donde comíamos nuestras comidas, donde hacíamos los deberes al calor del brasero que mi madre prendía hacia la media tarde, donde ella era la reina indiscutida. Miré el rincón al lado de la ventana y los ojos de mi mente la vieron de pie, pequeña, con su eterno delantal. Los olores y perfumes me envolvieron: de mermeladas, arroz con leche con canela, galletas de grasa de cerdo, habas cocidas al vapor, el famoso puchero y su arroz con pollo que a mí nunca me saldría igual por más que lo intentara.
Ya con la vista nublada por las lágrimas, busqué la puerta que daba a la galería. Otro damero, esta vez rojo y negro, me recibió. Ahí estaba: la galería, mi galería, con sus cuatro arcos, mirando al norte. Allí hubo macetas con helechos de ilusión y de serrucho, filodendros, hojas de lata, cretonas y, junto a un pilar, la glicina. Si tan solo tuviera sus racimos lilas impregnando el aire con su perfume dulzón. Mis ojos ya casi no podían ver. Solo mis oídos y mi olfato no me abandonaban. Percibí sonidos tan amados y olores tan añorados. Ya para entonces las lágrimas corrían libremente por mis mejillas en una catarsis jamás sospechada. Me volví. Desanduve mi camino. Al llegar nuevamente al hall central, miré lo que no había querido ver antes. Las puertas a la derecha, las que daban a los dormitorios, entre ellos el mío, y al comedor habían sido reemplazadas por ladrillos. No existían ya esas habitaciones; habían sido derribadas por los mandatos de la vida y la división de bienes. Mi dormitorio solo estaba en mi memoria. Caminé hacia la puerta de calle, la abrí y traspasé. Sin volverme, la cerré suavemente y me marché.