EL PROBLEMA DEL CHIPÁ DE “LA CABAÑA”

  • 1. El viaje (tortuoso) de ida a Rosario

Algunos espacios propicios para el ejercicio de la bohemia ya no están. La Escuela de Filosofía de la UNC, y otras escuelas de ese tipo, extendían las discusiones del aula tradicional a La Alameda, al Ojo Bizarro o a otros espacios que hoy cierran sus ventanas dando lugar a predecibles franquicias. Las charlas de café pasan, los recuerdos quedan. Bajar de ciudad universitaria por Independencia… criollitos, unos mates, y a seguir con el estudio en algún departamento de la zona. Otro circuito bastante transitado por aquellos años en los que estrenábamos milenio, era el de la calle Belgrano y sus alrededores por entonces nada pitucos. En ese sector de la ciudad estaba la pensión del amigo Sandrone, filósofo callejero, ingeniero frustrado, humorista nato. Confluían personajes de toda calaña en su morada. Antes del arribar, cuando ya empezaban los meses invernales, hacíamos escala siempre en La Cabaña de Chamigo, un espacio tan austero como las pensiones de barrio Güemes. Todavía existe. Se come rico y se está cómodo en la incomodidad de unas mesas y unas sillas que parecen tomadas de una escuela pública. Pero ante todo, se consigue el mejor chipá de la ciudad. Uno llega, pide, espera diez minutos y se vuelve a casa con una bolsa de papel “de la que sale humito”. Una mañana, en mi Renault 12 desvencijado –patente SIU666– pasamos por lo de Sandrone y viajamos a Rosario. Digo “pasamos” porque de camino, por la zona de la vieja terminal, se sumaba a la aventura “el viejo” Vega, un palo de 62 kg., de 1,80 m. de alto, poeta vestido siempre de luto, sin ninguna duda, el mejor cebador de mates del condado. Chipá en mano, largamos por la vieja ruta 9 en pleno boom sojero. El 12 tenía un tubo de gas mínimo que con $2.30 estaba lleno, pero te obligaba a una parada en cada pueblo. Luego de 7 horas, llegamos a Rosario sanos, salvos y contracturados: ¿ya les dije que Sandrone tiene la estatura media de un noruego? Durante nuestra estadía paramos en lo de Lucho, “el fantasma” (como lo había bautizado el viejo Vega). A Lucho lo habían expulsado de la Escuela de Ciencias Humanas de la UNR, una escuela en la que para expulsar a un perro callejero del aula magna se hacía una asamblea. Poco conocimos de aquella ciudad portuaria, todo transcurría al caer la tarde entre cervezas y picadas en la Pellegrini. Por aquellos años, Vega estaba obsesionado con Leibniz; yo también. Lucho escribía sobre Macedonio, decía: “Borges no le llega a los talones”. Sandrone, entusiasta, se prendía a toda discusión.

  • 2. La receta del chipá

Una de las discusiones que aún recuerdo, ya pasados más de quince años de ese viaje, versó sobre el concepto de autoría. Pensábamos, dicho frontalmente, que robarle una bolsa de chipá a La Cabaña de Chamigo era moralmente inaceptable; pero no así apropiarnos de su fórmula secreta. Con la receta del chipá en mano, dominaríamos el mundo, un poder incontrastable, como tener la bomba atómica o, en aquellos años, como tener un silo-bolsa para el acopio de la soja por entonces a 800 verdes. El chipá podía comercializarse de variados modos; o podía regalarse, o estar de adorno expuesto tras un vidrio para sufrimiento del peatón. Ese no era asunto nuestro. En cambio, insistíamos, la receta es información y como tal, debía compartirse, esto es, estar a disposición del público. En pocas palabras, defendíamos el derecho humano al acceso a la receta del chipá; también a la del helado rosarino –queríamos de paso terminar con ese mélange de colorante y hielo que empezaba a copar la plaza cordobesa. Sosteníamos que el chipá no había alcanzado un techo y que publicando la receta de Chamigo, algún versado panadero podía realizar mejoras; que el chipá de La Cabaña era un piso excelente para hacerlo; que nadie merecía empezar a producir chipá de cero; que privar al resto de la humanidad de sus nutrientes era el verdadero mal de nuestro tiempo. Sin escalas, como era su costumbre, Vega fue a parar a los modernos: Descartes primero y, luego, Leibniz.

  • 3. La receta oculta de Eudoxo, Euclides y Apolonio.

Descartes, el gran matemático y filósofo de la primera mitad del siglo XVII, despotricó en casi todos sus escritos contra los geómetras de la antigua Grecia. Su legado, explicaba Descartes, se reduce a un conjunto ordenado de teoremas prolijamente deducidos; pero nada hay en estos textos helénicos que dé cuenta del método en virtud del cual dichos teoremas fueron descubiertos. Descartes, ávido de nuevos horizontes matemáticos, debió ocupar buena parte de su preciado tiempo en redescubrir o reinventar un método matemático para revolver los desafíos que el nuevo orden natural planteaba. Por su parte, Leibniz también se hizo eco del mismo reclamo. Fue menos enfático en su acusación de ocultamiento intencional de los métodos matemáticos empleados por sus antepasados remotos. Pensaba sí que había mucho “alarde” en el canon demostrativo de la geometría clásica, canon respecto del cual la cultura matemática de su tiempo todavía no lograba despegarse. Leibniz escribió en un texto de 1675:

“(…) nada me resulta más artificioso que seguir a ciertos autores en sus ostentosos aunque escasamente fructíferos escrúpulos detallistas. Destacándose más por sus laboriosos esfuerzos que por su genialidad, ellos pasan su tiempo, por así decir, en ceremonias cubriendo el origen de las invenciones con un manto de sombras.”

El cuerpo del conocimiento, pensaba Leibniz, debía ser reordenado y accesible. Ante todo, debía explicitarse el modo analítico, i. e., los procedimientos de resolución de problemas empleados. La enciclopedia, un ambicioso proyecto colectivo emprendido por este filósofo alemán, deberá narrar la historia del origen de los descubrimientos humanos. Una de las grandes preocupaciones de Leibniz era la siguiente: sin una enciclopedia, estamos condenados a dispensar el tiempo en  descubrir los resultados ya alcanzados. La ciencia avanza y se perfecciona sobre la base de saberes previos. El reclamo de Descartes y Leibniz a sus antecesores de la antigua Grecia podemos resumirlo en pocas líneas: Eudoxo, Euclides, Apolonio y tantos otros, nos legaron el chipá y ocultaron la receta para elaborarlo, privándonos de ese modo de nuevos y mejorados productos de panificación; pero también, condenando al maestro panadero a caminar una y otra vez por senderos ya largamente transitados.

  • 4. La ética del hacker

La palabra hacker en la actualidad no goza de buena fama aunque pueda resultar muy atractiva para algunxs. La primera comunidad de hackers se conforma a principios de los ‘70 en el Laboratorio de Inteligencia Artificial del MIT. Se trataba de una comunidad de investigadores, apasionados por su trabajo, entusiastas de la informática, que acostumbraban compartir la información entre colegas del mismo instituto y de otros institutos que por entonces también estaban trabajando en ese área. Las primeras políticas que restringieron el acceso al código fuente de un programa informático (software) fueron recibidas con marcado malestar; resultaban arbitrarias, artificiosas y autoritarias. Con el correr de los años tales políticas se expandieron a toda la industria del software y un nuevo sentido común desplazaba la ética hacker de libre acceso a la información. El movimiento de Software Libre nace a mediados de la década del ‘80 como una respuesta a las restricciones impuestas a la distribución del software. La licencia estipulada por aquellos años garantiza las siguientes cuatro libertades:

  • usar el software para cualquier propósito, o lo que es igual, hacer con el chipá lo que creamos conveniente (comercializarlo, regalarlo, etc.);
  • estudiar y modificar el software, para lo que es necesario el acceso al código fuente, es decir, a la receta del chipá;
  • copiar y compartir el programa sin infringir la ley, esto es, compartir sin restricciones la receta del chipá;
  • distribuir las mejoras realizadas al publicarlo nuevamente bajo las mismas condiciones para contribuir a la comunidad, o dicho de otro modo, compartir las mejoras y modificaciones hechas al chipá original.

El movimiento de Software Libre, hijo del espíritu hacker, confronta hoy en desigualdad de condiciones contra un doble sentido común. Primero, el desinterés general del público por defender el humano derecho de acceso a la información y al conocimiento; segundo, la práctica ordinaria de ese mismo público de ejecutar copias ilegales de software propietario. Así, el sentido común milita el ocultamiento de la receta del chipá al tiempo que aprueba mansamente apropiarse del chipá de don Chamigo cuando el mozo se distrae.

  • 5. El viaje (delictivo) de regreso

Una mala decisión desnudaría nuestra moralina hacker. Debimos emprender el regreso a Córdoba tomando la avenida Pellegrini con un kilo de helado rosarino. Sólo por cambiar de recorrido, encaramos el regreso por Circunvalación Sur, como quien apunta a Buenos Aires. Era el lejano oeste, una gama de gris urbano que alcanzaba el horizonte. Dimos con la cana; el 12, flojo de papeles. Ocurrió un largo silencio, un cruce de miradas con Sandrone, otro con el poli; detrás nuestro, Vega estaba ya rompiendo la alcancía. Entregamos todo.

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