UNA PREGUNTA INCÓMODA

“No son los muertos los que en dulce calma
la paz disfrutan de su tumba fría,
muertos son los que tienen muerta el alma
y viven todavía.
No son los muertos, no, los que reciben
rayos de luz en sus despojos yertos,
los que mueren con honra son los vivos,
los que viven sin honra son los muertos.
La vida no es la vida que vivimos,
la vida en el honor, es el recuerdo.
Por eso hay hombres que en el Mundo viven,
y hombres que viven en el Mundo, muertos.”
 
                            Gustavo Adolfo Bécquer

Advertencia: no es ficción, es realidad. Sabrá usted (o no) qué hacer con lo que lea a continuación.

Mientras charlaba con Diego (también médico) sobre temas de actualidad, haciéndome el culto, mi sobrina de doce años correteaba jugando con un perro a pocos metros. Estábamos sentados en el pasto, en el patio de la casa de mis abuelos. Sin que yo lo notara, ella haciéndose la distraída permanecía atenta a mi parloteo. Fuimos pasando por varios temas que iban desde el cambio de presidente hasta la legalización de la marihuana.

Estábamos en pleno debate sobre la legalización o despenalización del aborto, haciendo las disquisiciones meramente técnicas entre una y otra cosa. Mientras argumentaba mi postura, el perro con el que estaba jugando mi sobrina me saltó en la espalda. Recién en ese instante noté que ella estaba sentadita a unos cincuenta centímetros por detrás y que sin dudas había escuchado gran parte de mis alegatos a favor del aborto legal.

Con toda inocencia, pero sin perder la cara de picardía de haberme agarrado desprevenido, me preguntó:

-¿Tío, qué es el aborto?

La seguí mirando, ella entrecerró los párpados y bajó la vista mientras agarraba una flor de diente de león y la hacía girar del tallo con sus deditos. Y por esas cosas raras o no del todo claras que tiene el cerebro, su expresión me llevó a aquél instante del Hospital de Niños. Fue como entrar en una quiescencia y quedar haciendo bucles en una situación que me había ocurrido hacía cuatro años.

Llorando en una cama de la unidad de terapia intensiva del hospital, esa nena me repetía una y otra vez:

– Me dijo hija de puta, me dijo hija de puta, me dijo hija de puta…

Cierro los ojos y me acuerdo de su cara con una nitidez impresionante, sus efélides marrones clarito, sus pestañas larguísimas y arqueadas, un lunar negro en la mejilla izquierda. Recuerdo sus párpados entrecerrados y la mirada hacia abajo, entre sus piernas. Unas lágrimas escasas y el movimiento pendulante casi imperceptible de la cabeza como no pudiendo creer lo que había pasado.

Por suerte o por desgracia, o en un débil e intangible equilibrio entre esas dos cosas, en mis guardias como médico forense del lugar del hecho la tan trillada frase de “la realidad supera a la ficción” semana a semana se renovaba con cada caso que me tocaba; pero éste en particular iba a ser uno de los que más peso habían tenido.

El primer bombazo para mi cabeza fue entrar junto con la policía en aquella casita humilde, para realizar un allanamiento por una denuncia hecha durante la mañana desde el hospital de niños. Según nos ofició la Fiscalía de Instrucción por medio de la Unidad Judicial debíamos proceder y recabar toda la evidencia posible respecto de una denuncia formulada por un aborto realizado en aquella vivienda.

Fui con la cabeza formateada y protocolizada a trabajar de la misma manera que me había tocado otras veces en clínicas clandestinas que realizaban abortos. Sabía qué buscar, dónde buscar, qué secuestrar e inclusive llevar adelante el interrogatorio de los que estaban en el lugar. Había desarrollado cierta habilidad (que también aplicaba en mi vida diaria) para detectar las mentiras, o la incomodidad ante determinada pregunta que era clave. Pero jamás había pasado por lo que estaba a punto de pasar.

Cuando nos bajamos de los móviles oficiales, uno de los policías que llevaba la orden de allanamiento en la mano se dirigió directamente a la puerta de la casa. El procedimiento era siempre el mismo. En primer lugar, se golpeaba la puerta esperando que alguien atienda y si nadie abría, se insistía. Acto seguido, se gritaba desde afuera notificando que era la policía y tenían una orden de allanamiento; y si aun así no abrían, como se dice en la jerga, “reventaban” la puerta con una especie de tubo con un peso en uno de los extremos. Se ingresaba de manera violenta y se aseguraba el lugar para luego poder trabajar cómodamente en condiciones de seguridad.

Ni bien me informaron que estaba asegurado, me bajé de la camioneta y caminé en dirección de la puerta con la cerradura rota. La primera sensación rara fue la olfativa. No percibí el olor que suele sentirse en las clínicas clandestinas de aborto. No estaban flotando en el aire esas partículas de olor como a alcohol avinagrado y a su vez metálico. Revisamos el living, comedor y cocina, los cuales conformaban un solo espacio de tres metros cuadrados. No hallamos nada relevante. El baño también estaba limpio, vocablo que no usábamos para referirnos a condiciones de higiene, sino para dar a entender que no hay relevancia criminalística. Cuando ingresamos a la habitación que estaba al fondo a la derecha, la cosa comenzó a cambiar y muy de golpe. La primera imagen fue un colchón manchado con sangre. Inmediatamente comencé a sentir olor a mierda. Hacia la derecha una sábana toda enroscada y arrugada sobre el suelo, manchada con sangre y materia fecal líquida. Sobre una banqueta de plástico, una tijera con cabo de plástico, toda manchada con sangre. Entre la banqueta y la sábana del suelo, había un corpiño sin breteles. Del otro lado del colchón llegué a ver algo tirado en el suelo, que no lograba identificar. Era como un hilo aplastado con un nudo al medio, atando algo. Me acerqué despacio como quien se acerca a la cama para dormir intentando no despertar al que ya está acostado. Me agaché y con los guantes de nitrilo levanté ese cordón.

A mi cerebro le estaba entrando el segundo bombazo visual y de a poco se fue amasando solito, acomodándose a lo que veía para intentar explicármelo. Ese cordón era un bretel del corpiño y lo que estaba anudado al medio era el verdadero cordón: un fragmento de cordón umbilical de unos pocos centímetros. Tenía la misma consistencia que un chinchulín crudo. Era gelatinoso, blanquecino y con tres puntitos negros en cada uno de los extremos. El bretel estaba manchado de sangre. Lo seguía mirando mientras lo tenía suspendido en el aire desde una punta y el fragmento de cordón umbilical giraba lentamente en sentido horario primero y luego antihorario, justo en frente de mis ojos. Me quedé mirándolo como si estuviera en un trance de hipnosis. Unos segundos después volví a dejarlo en el suelo tal cual lo había encontrado. Llamé al fotógrafo para que tome la imagen.

Giré rodeando el colchón y comencé a desenroscar la sábana. Como si uno desarmara un pionono agridulce en navidad, pequeños fragmentos aparecían de a poco. Primero unas ramitas verdes como tallos, luego un piecito y una pierna diminuta, un brazo (el derecho) y por último un cráneo medio aplastado como si fuese un alcaucil pasado de hervor, pero en el que se lograba definir sin problemas la naricita, la boca y las orejas. Los ojos estaban cerrados. Se tomaron fotografías de todo, se recolectaron los restos del feto y se secuestró la tijera, las sábanas y el bretel con el cordón umbilical.

Al salir de la habitación, pasé por delante de los policías y de la gente que ya se había amuchado en la vereda. Llevaba en mi mano izquierda una bolsa blanca de nylon con todo lo que habíamos secuestrado.

Sin mediar palabra con nadie, me subí a la camioneta y le dije al chofer, mi compañero: – Negro, en el oficio de la Fiscalía me piden también examinar a la madre. Llevame al hospital de niños.

Frunció el ceño y giró levemente el tórax hacia mi lado.

– ¿Al hospital de niños? ¿Nació bien el bebé? ¿está vivo?

Lo miré fijo, y sin que le dijera nada se atajó: – Perdón, hace de cuenta que no dije nada. Ya salimos para allá.

Eso era lo mejor de trabajar con gente con la cual te conocés hace muchos años. En ciertos momentos las palabras son innecesarias o no salen, ni una solita se puede articular. Pero si estás con alguien del palo, con una mirada basta. Así me pasaba con mi compañero, y en esos momentos el silencio era vital.

A las tres o cuatro cuadras, cuando ya tenía saliva de nuevo en la garganta, solo pude decirle: – La “madre” – haciendo el gesto de comillas, flexionando varias veces los dedos índice y medio de cada mano- tiene 12 años. Y en cuanto al bebé, tengo los pedazos dentro de una bolsa de nylon en la parte de atrás de la camioneta. ¿No me preguntes más nada, ´tamos?

El negro, como le decíamos afectuosamente todos, tenía una sensibilidad exquisita. Hablaba poco, muy poco, pero con una precisión quirúrgica. No tenía ni el primario terminado, pero tenía muchísima calle encima. Después de que le respondí la edad de la madre, volvió a hacer silencio. Me conocía mucho, sobre todo en ese tipo de momentos. Me había visto reaccionar cuando alguien hacía esa pregunta innecesaria de más. Sabía, sin los detalles técnicos, que mi temperamento era como la energía de activación de las enzimas. Si se superaba cierto punto o límite, una vez que comenzaba la reacción no había manera de frenarla. Desde chico era así y con el tiempo se acentuó. Él me había visto empujar a policías, agarrar del guardapolvo a algún colega, resoplarle en la jeta a algún fiscal e inclusive contestarles irónicamente. Me vio llorar sin poder parar, me vio vomitar al costado de la ruta más de una vez, como si fuera una manera de exorcizarme por lo que había pasado algunas horas antes; me vio viajar kilómetros y kilómetros con los puños y los maceteros apretados hasta el calambre, me vio mirar la banquina sin mirar nada. No sólo que me había visto, sino que me había calmado primero y contenido después en cada una de esas circunstancias. Me conocía.

Llegamos a la puerta del hospital y me bajé. La entrada estaba abarrotada de gente esperando a ser atendida en la guardia. Había niños por todos lados, incluso algunos de estos niños de trece o catorce años, tenían bebes en sus brazos. Y no sea tan ingenuo de creer que eran hermanitos. No, eran sus hijos.

Pregunté en la mesa de atención de la guardia en dónde estaba internada la paciente que tenía que revisar. La secretaria me miró por encima del marco de los lentes, mascando un chicle como si tuviera una parálisis facial y generando un sonido desagradable. Realizando un leve cabezazo a la derecha me dijo:

– UTI pediátrica, por ese pasillo, al final doble a la derecha. Suba por la escalera y de ahí, de nuevo a la derecha hasta al fondo. Golpee y espere. ¡Siguienteee! – gritó sin volver a mirarme.

No pude evitar linkear los giros a la derecha con lo que estaba por hacer. A fin de cuentas, iba a examinar a una víctima de un aborto clandestino que estaba internada al fondo a la derecha, sitio donde suelen encontrarse los baños. La derecha, el lugar a donde van los excrementos y desperdicios en general. La derecha, donde uno se lava las manos después de cagar o mear. Esa nena estaba internada a su vez, porque los de la derecha impedían sistemáticamente la implementación del aborto legal bajo el lema “salvemos las dos vidas”. La derecha …al fondo …la derecha. Estoy tentado de decir “¡la derecha, por dios!” como expresión de desprecio, pero es una combinación extremadamente peligrosa (como la sandía y el vino, el lechón y la cerveza, o la tos y la diarrea). La derecha y dios, cuánto daño generan en las personas y en la sociedad de forma permanente, constante y en ocasiones irreparable.

Cuando llegué a la puerta de la terapia intensiva pediátrica, golpeé tal cual me había indicado la secretaria y esperé. A los pocos segundos, una enfermera abrió la puerta. Me presenté e ingresé. Primero pedí la historia clínica, la leí, saqué los datos estrictamente médicos y después me fui hasta la cama en donde se encontraba la nena de doce años. La vi desde lejos, semisentada con el respaldar de la cama levantado y una almohada doblada al medio puesta en la espalda.

Esa nena, en aquel momento, tenía la edad que tiene mi sobrina ahora. La misma que me acaba de preguntar con total inocencia qué es el aborto. Y la mirada y el gesto de mi sobrina era el mismo que tenía aquella nena.

Me acerqué a la cama, mientras ella repetía una y otra vez, mirándose entre las piernas: – Me dijo hija de puta, me dijo hija de puta, me dijo hija de puta…

Esperé un ratito para que notara mi presencia, para buscar la conexión visual, la mirada cómplice y comenzar a hablar. Después de cinco minutos y sin que notara que yo estaba allí, le toqué el antebrazo izquierdo. En ese mismo momento se calló, pero seguía sin mirarme. No sé si era por vergüenza, por timidez, por culpa. Como el imbécil que soy -y que cada tanto lo reconfirmo- le pregunté: – ¿Cómo estás? – pregunta idiota, imbécil, automática y no pensada en ese contexto para esa nena.

No me respondió, pero levantó la cabeza y por primera vez conectamos las miradas. Era una nena, se los juro. La carita, los gestos, el cuerpito en general. Con un movimiento muy leve, levantó los hombros tratando de decirme que no sabía bien cómo se encontraba. Con mi mano aún apoyada sobre su antebrazo, moví muy lentamente el dedo pulgar. Le hice una pequeña caricia mínima, sutil, pero sentida desde lo más profundo que una persona puede tener. Desvió su mirada hacia mi mano y yo hice lo mismo. Noté la desproporción del tamaño entre su antebrazo y mi mano. Comenzó a temblarle el mentón y corrió el brazo, metiéndolo debajo de las sábanas para que me quede bien claro que no quería el más mínimo contacto. No entendí el rechazo, pero me quedé en el molde.

En este tipo de situaciones siempre se me armaba un brete en tratar de delimitar hasta dónde involucrarme. En esa dicotomía entre lo apolíneo y lo dionisíaco que me ponían estos temas, decidí dejarme llevar. Sin pensarlo, arremetí de nuevo: – ¿Quién te dijo hija de puta?

El movimiento de su mentón se volvió incontrolable y comenzó a llorar otra vez. Superponiéndose al llanto comenzó su catarsis emocional. A medida que la iba escuchando, otra vez empecé a maldecirme por haber preguntado, pero a su vez me aliviaba que esa nena pudiera soltar todo lo que tenía adentro.

Me contó su historia completa, con detalles. Hablaba como si tuviera treinta años. Era una mujer en un cuerpo de doce años.

– Mi papá me violaba desde hacía más de dos años. Vivíamos los dos solitos. Mi mamá murió cuando yo tenía siete. Hace un año me indispuse por primera vez, y de la vergüenza no le dije nada a nadie. Averigüé en internet qué era y qué tenía que hacer. Todos los meses me venía. Mis amigas me prestaban las toallitas y yo siempre me las cambiaba en el colegio para que mi papá no sepa. Hace tres meses me dejó de venir. También averigüe en internet qué podía ser. Embarazo. Mi hice el test. Busqué como sacármelo. Misoprostol decía en internet. Fui a la farmacia a averiguar. No tenía la plata y menos me lo iban a vender a mi sin receta. Seguí buscando en internet. Perejil decía. Meterme un tallo ahí. Era más fácil de conseguir, más barato y a mí me lo iban a vender. Lo conseguí a la tarde siguiente en la verdulería a la vuelta de casa. Me encerré en la pieza del fondo para hacer lo que me decía en internet. Me empezó a salir sangre, no mucha, pero me salía. Después un poco de algo que era como agua tibia con olor a lavandina. Ahí me asusté. Me empezó a doler mucho, mucho, pero mucho la panza. Eran como las tres de la tarde. Quería hacer todo rápido antes que llegara mi papá. De golpe me salió un pedazo de cordón, y empecé a tirar de la desesperación, tiré fuerte y no salía nada. Agarré la tijera que tenía en la mochila y que llevaba a la escuela. Corté ese cordón y seguí tirando. De una de las dos puntas del cordón salía mucha sangre. Me saqué el corpiño y con una de las tiritas le hice un nudo para que dejara de sangrar. Me seguía doliendo mucho la panza y la espalda. Seguí tirando y ahí apareció una manito y una pierna. Del susto lo corté con la tijera también. Al ratito y sin que tire, salió la cabeza. También la corté. Estaba re mareada. Me paré como pude y desde el teléfono fijo llamé a la ambulancia. Llegó rápido dentro de todo. Y mientras la médica que me revisaba lloraba, sentí el ruido del caño de escape de la moto de mi papá. Ahí sí que me asusté de verdad. Se ve que algún vecino le avisó que vio la ambulancia porque él llega más tarde de trabajar. Sentí que abrió con fuerza la puerta del frente y vino directo a la pieza. La médica se dio vuelta para mirar y él, con los ojos muy abiertos se acercó hasta la cama. Cuando vio todo, se quedó un ratito callado y después me dijo casi a los gritos “¡¿Qué hiciste hija de puta…hija de puta!?” Eso me dijo, muchas veces. “Hija de puta, me dijo hija de puta, me dijo hija de puta…”

Ya a esa altura, mientras ella se volvió a tildar repitiendo esa frase, yo estaba con hormigueos en todo el cuerpo, la cara me quemaba, me temblaban las manos, un frío tremendo en la espalda y el cuello, sentía que estaba descalzo con los pies acalambrados y pisando algodones. No entendía nada de lo que me estaba pasando. Esa historia, su historia, me había penetrado desde el dedo pulgar de mi mano hasta la médula, desde la membrana timpánica hasta el corazón y desde los ojos hasta el cerebro. Me estaba apaleando como si estuviera tirado en el suelo, en medio de una patota y sin poder defenderme. Los golpes, absolutamente todos los golpes me entraron.

De repente, sentí que el perro con el que había estado jugando mi sobrina, me volvió a saltar en la espalda. Salí del trance en el que había caído al acordarme de toda aquella situación.

Volví a mirar a mi sobrina. Su gesto había cambiado y me hizo otra pregunta que me descolocó más: – ¿Por qué llorás tío?

No me había dado cuenta. Diego me dio un mate y me preguntó si estaba bien. No le contesté. Volví a girar hacia mi sobrina.

– Fiore, ¿vos querés saber qué es el aborto?

Me contestó asintiendo con la cabeza. Sentí que me iban a estallar las muelas de tanto apretarlas. Como un torbellino comenzó a subirme un odio hacia la escuela a la cual había ido yo, que era la misma a la cual estaba yendo mi sobrina. Si las putas escuelas aplicaran el Programa de Educación Sexual Integral en lugar de cajonear el material para que sólo acumule tierra, yo no tendría que estar tratando de hacer malabares para explicarle esto a una nena de doce años. Y yo que pensé que el momento más incómodo que iba a vivir como médico con mi sobrina sería cuando me preguntara cómo nacen los bebés.

Tragué un poco de saliva, le pegué dos sorbos al mate y arranqué, como pude y con lo que me salió.

– Fio, el aborto es cuando alguien decide terminar un embarazo. El embarazo es cuando una mujer tiene un bebe en la panza.

Ella me miraba fijo. No lograba entender si su mirada era como diciéndome “ya sé lo que es un embarazo”, o si me miraba diciendo “que incómodo está mi tío” o “para que carajo le pregunté esto”. Sea cual haya sido su pensamiento, decidí seguir.

– El aborto es la chance que tiene esa mujer que está embarazada para decidir qué hace con su cuerpo. Como te dije, el bebe está adentro de la panza, entonces la mujer puede elegir qué hacer con eso…

Y ahí sí, hizo otra pregunta que llevaba la explicación a un nivel un poco más complejo: – ¿Es matar al bebe entonces?

Confieso que en ese momento sentía que mi cabeza era como el cordón umbilical colgando del bretel, girando para un lado y para otro. Mi cabeza iba de acá para allá, girando sin poder tomar una dirección. De esa misma manera, las leyes o la manipulación de las leyes y su implementación, giran de acá para allá, siguiendo la cadencia de la política transitoria e insostenible, fútil y espuria en la que estamos sumergidos y de la cual somos partes.

Se me venían cientos de cosas para contestarle, pero tenía que poder bajar la información para una nena de doce años que iba a un colegio católico. Quería decirle que hay nenas de su edad que van a escuelas públicas y que no son de la élite a la cual ella pertenece. Me moría por decirle que hay nenas de su edad que ya están embarazadas y que posiblemente las hagan abortar en lugares clandestinos, y en el mejor de los casos ellas no se mueran. Quería explicarle que, si sale de su ambiente, hay nenas que viven en la cotidianeidad del embarazo y el aborto clandestino.

Me acordé en ese instante otra vez de la nena del hospital, que no tenía un tío médico, que no tenía dinero para pagar un aborto bien hecho en una clínica privada. Me quedé pensando en la excusa de los colegios que se sienten amenazados por la tecnología y el acceso a la (des)información. Por qué carajo las escuelas no se hacen cargo y asumen la responsabilidad de dar la chance de que sus alumnos hagan las preguntas que quieran. Por qué no asumen la pedagogía de la pregunta. Por qué la escuela piensa que internet va a hacer volar por las nubes los pilares de la educación. Por qué el miedo a la pregunta incómoda.

Otra vez el perro saltando me trajo a la realidad. Miré nuevamente a mi sobrina que seguía jugando con la flor de diente de león. La miraba y pensaba cómo, de a poco, en la escuela le van esculpiendo la idea de que tener un hijo es una bendición, pero no le aclaran que hay nenas de su edad en las que la bendición viene agarradita de la mano de una violación (o varias en realidad).

Me moría por decírselo. Me salía de la vaina por repetirle lo que le estaba diciendo a Diego mientras ella escuchaba silenciosa desde atrás. Decirle que no fue el perejil que se metió aquella nena el que podría haberla matado, que no era la edad de doce años la que podría haberla matado, no. Lo que podría haberla matado era un aborto en esas condiciones. Porque si ella hubiese tenido dinero, nada de eso lo hubiera ocurrido. Los que se propagandean y defienden el cuentito de las dos vidas son los hipócritas que se definen a sí mismos como “defensores de la vida” y son en realidad homicidas de pobres mujeres y mujeres pobres, que no es lo mismo. Pensaba en el poema de Bécquer cuando dice que muertos son los que tienen muerta el alma y viven todavía. Me imaginaba a una nena de trece o catorce años amamantando a un bebe que nació como consecuencia de una violación ¿tendría el alma muerta, viviendo todavía? ¿lo defensores de las dos vidas, consideran este tipo de muerte? ¿qué es estar muerto para ellos? Me gustaría saber si los defensores de las dos vidas leyeron a Becker. Otra vez volví a mirar a mi sobrina que seguía dando vueltas para un lado y para el otro al diente de león. El mismo movimiento que hacía el cordón umbilical atado del bretel. La miraba (mirando ese diente de león) y en un ataque de romanticismo pensaba que ojalá florecieran este tipo de preguntas en la escuela y en el seno de cada familia, como florece el diente de león en el verano.

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