EL PLACER EN LA MIRA
EDITORIAL
El contagiómetro se disparó una vez más. Tras registrar un súbito aumento de casos de Covid-19, en un contexto de vacunación insuficiente y de nuevas variantes virales deambulando por las calles, las autoridades sanitarias de nuestro país evalúan dictaminar nuevas medidas restrictivas que amenazan con confinarnos sine die a la intimidad de nuestros hogares, como hace casi exactamente un año. No obstante, la profunda reconfiguración de los modos de producción e interacción en el ámbito laboral -que tuvo lugar en el 2020- anticipa un menor estancamiento de la actividad económica este año. Si bien una caída del PBI se insinúa, ineludible, en el horizonte, la validación del home office como modalidad legítima de trabajo a escala masiva, en los más diversos rubros y niveles administrativos (incluso con sustento legal en la Argentina), parece presentarse como un factor capaz de atenuar esa obscena pendiente en el anno morbo 3, como quizás sería menos anacrónico llamar al corriente año.
Independientemente del escenario más o menos dantesco que se presente de aquí en adelante, buena parte de los que trabajamos y/o estudiamos en la actualidad entendemos que nuestra actividad ya no tiene por qué desarrollarse de forma exclusiva en un recinto específico; que las relaciones que nos vinculan con nuestros compañeros, jefes, subordinados, alumnos o docentes trascienden ampliamente las lindes que cualquier pared osaría trazar.
Ahora bien, ¿qué pasa con todas aquellas relaciones que no se manifiestan inmediatamente como funcionales al sistema productivo y al bienestar de la economía local? ¿A dónde quedan relegados nuestros vínculos extra-laborales/educativos de cualquier índole: amigos, familia, parejas, etc.? ¿A qué paraje destierra el virus esa pulsión por cruzar la calle para encontrarnos con quien vamos a jugar al fútbol, a salir a bailar, a escuchar una banda, a compartir una comida, a coger o simplemente a mirar por el balcón en silenciosa compañía? ¿Puede la virtualidad sencillamente suplantar el placer de lo físico del mismo modo que suplanta lo físico del trabajo o, en cambio, se ve condenada al eterno rol de sucedáneo en este campo?
A priori, probablemente el pandémico lector de estas líneas podría responder que sí. A falta de juntadas nocturnas, buenas son diez temporadas de The walking dead para matar el hastío. Y, haciendo algunos cálculos, hasta probablemente el plan nos saldría más barato. Pero bien cabe la pregunta: ¿el hecho de quedarnos en casa todo el día, de trabajar puertas adentro, nos dota necesariamente de más tiempo para el ocio? ¿O es al revés? ¿No estaremos atestiguando en verdad una perturbación de la clásica frontera entre oikos y ágora que nos conduce no solo a derramar litros de intimidad a cada paso que damos (como difícilmente podríamos seguir ignorando a esta altura), sino también a asistir, lánguidos y famélicos de tiempo, a las exequias de nuestro propio ser-para-sí?
Durante el último año, montañas de bits han sido escritas en torno a la irrefrenable capacidad de la pandemia por el nuevo coronavirus humano para sedimentar, reafirmar y fortalecer el carácter tecno-totalitario de algunas sociedades [1]; para abolir de facto la intimidad del sujeto y dirigir al conjunto de la ciudadanía, en forma más o menos coordinada, hacia la consecución de un fin que justifique, mal que mal, cualquier medio. Intentar sobrevivir dignamente al embate de cada ola de contagios (para poder sacar rápidamente la cabeza y tomar un poco de aire antes de que llegue la próxima) bien vale cualquier clase de atentado contra los derechos civiles de los potenciales afectados. A fin de proteger nuestra vida, y la de nuestros seres queridos, debemos (debimos) modificarla radicalmente de la noche a la mañana, para adecuarla a las recomendaciones de una autoridad institucionalizada, ante cuya jerarquía nos postramos sin mayores cuestionamientos.
Este paradigma, lejos de estar fundado en nuestra era (pensemos, por ejemplo, en la PATRIOT Act, aprobada en EUA después de los atentados de septiembre de 2001), alcanza hoy una nueva dimensión performativa, provista de un código léxico, estético y comportamental rebosante de originalidad. Definiendo casi el debut de una episteme [2] en la historia humana, la pandemia reconfiguró el mapa geopolítico y dejó a los arqueólogos del futuro la ardua tarea de rastrear, entre toneladas de barbijos, los restos de una civilización que devolvió las libertades ganadas durante centurias al establishment político, al módico precio de un par de bocanadas más de aire.
La salud deviene raison d’État. La recomendación de la autoridad sanitaria, por su parte, se vuelve obligación. Una obligación que reviste carácter legal, sin duda, y que, como cualquier otra de su tipo, se encuentra al amparo del uso legítimo de la violencia. Una obligación que, al mismo tiempo y por su naturaleza, excluye a quienes detentan la prerrogativa de estar por fuera de la ley. Que no alcanza a aquellos que, munidos de cualquier clase de certificación o argumento, traspasan sistemáticamente las barreras policiales, las fronteras cerradas, los toques de queda.
Si ahora mismo nos asomáramos a la ventana, podríamos ver a los empleados entrando a sus casas y a las empresas pisándoles los talones. Al fondo de la fila, el último en cerrar la puerta es ni más ni menos que el Estado. Y sin fábricas ni escuelas en funcionamiento, ese Estado no vacilará en trasladar su modelo disciplinario, haciendo uso de cualquier clase de artilugio técnico que tenga a mano, hasta el calor de nuestro living, a fin de (en palabras de Preciado) “gestionar y maximizar la vida de las poblaciones en términos de interés nacional” [3].
Cuando la temida segunda ola llegue y nos deje sentados en casa con todas nuestras responsabilidades puestas y con una sed insaciable de consumo, ¿qué es lo que se va a llevar a cambio el Estado? Bueno, claramente, el placer. Juzgado como innecesario, como no esencial, el placer que nace del encuentro, ese que solo podemos encontrar en la otredad, en pocas semanas, nos será vedado. Las fuerzas del orden van a interponerse entre nosotros y los demás, haciendo que cada uno conserve sus propias secreciones, de modo que todos podamos trabajar como si nada estuviera pasando; extremando la cautela para evitar esas fugas placenteras que pueden poner en jaque a la economía o al lábil sistema sanitario.
Vivir es sobrevivir y el Eros, agónico, ya no podrá no darse por aludido.
Cuando el reloj dé la hora y vuelvan a extinguirse los cines, las juntadas con amigos y los encuentros furtivos; cuando en la profundidad de la noche no nos desvelen más que promesas, anhelos y sueños inconclusos; y cuando nuestra carne seca nos despierte a gritos y el papel en nuestras manos ya no sirva para humedecerla, tal vez, solo entonces tal vez, sabremos que hemos renunciado a algo valioso.
[1] Por ejemplo, en Berardi, F. et al. (2020). Crónica de la psicodeflación en P. Amadeo (Ed.), Sopa de Wuhan (1ra ed, pp. 35-54). ASPO.
[2] Foucault, M. (1979). Les mots et les choses: Une archéologie des sciences humaines. Gallimard.
[3] https://elpais.com/elpais/2020/03/27/opinion/1585316952_026489.html