EL MUNDO, EL PRINCIPAL ENEMIGO DE LA VERDAD

Una historia de matemáticos, filósofos y otras especies

"El Universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número
indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos 
pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas (…) 
En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. 
Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es 
infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?)". 
(J.L. Borges, "La biblioteca de Babel", Ficciones)

La ciencia contemporánea, desde hace siglos, se ha recostado sobre las matemáticas con diversos propósitos. Para algunas disciplinas, las matemáticas ofrecen una amplia gama de herramientas en virtud de las cuales pueden abordar sus objetos de estudio; para otras, el lenguaje de las matemáticas estructura sus teorías. Pero la mayoría de las disciplinas entienden que los hábitos de rigor y claridad propios de las matemáticas son como un faro que alumbra la ruta de ingreso al paraíso de las ciencias.

A continuación les propongo un recorrido de momentos históricos y citas célebres de matemáticos y filósofos que se preguntaron hasta dónde la ciencia puede ofrecer un conocimiento profundo de la realidad y no solamente soluciones pragmáticas a problemas humanos. En este marco, y más específicamente, me pregunto: ¿contribuyen en algo las matemáticas para la consecución de este objetivo?

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En los albores del pensamiento occidental pocos filósofos se abstuvieron de ofrecer –con laboriosas y sofisticadas estructuras conceptuales– sus máximas sobre los fundamentos de lo real. Heráclito (siglo V a.C) formó parte de este grupo incontinente. Pero su pensamiento, el cual se expresa con cierta claridad en su célebre frase “no es posible entrar dos veces al mismo río”, produjo un severo trastorno al pensamiento. ¿Cómo es posible conocer, postular conceptos sobre una realidad que se encuentra en permanente cambio? El movimiento caprichoso, por veces exasperante, de la realidad circundante, siguiendo a Heráclito, en nada se parece al cosmos tal como lo experimentaban los filósofos griegos de aquel entonces. Aristóteles, uno de los más grandes e influyentes pensadores de toda la historia, distinguía entre el caótico y escurridizo universo sublunar y el ordenado e inmutable universo supralunar. Para alguien como Heráclito –quien vivió mucho antes de Aristóteles– tal distinción no habría representado más que una ilusión óptica.

Debimos esperar unos 2000 años para que un florentino llamado Galileo Galilei postulara las leyes del movimiento y mostrara que el universo sub y supralunar no son tan diferentes como había sostenido Aristóteles; pocas décadas más tarde, Newton daría el golpe final con la postulación de la ley de gravitación universal, de la cual ningún objeto –aquí o en Alpha Centauri– estaba exento.

Por supuesto que tanto Galileo como Newton estaban equivocados. El mundo externo ingeniosamente se empeña en contradecirnos. No obstante, aquel genial florentino vio con claridad el potencial de las matemáticas para el estudio del comportamiento de los cuerpos; acto seguido, como en un pase de magia, aggiornó el viejo postulado pitagórico de que todo lo que existe se reduce a número y escribió su propia fórmula en Il Saggiatore en el año 1623:

“El verdadero conocimiento está escrito en un enorme libro abierto continuamente ante nuestros ojos; me refiero al universo. Pero uno no puede entenderlo, uno debe aprender la lengua y a reconocer los caracteres para poder entender el lenguaje en el que está escrito. Está escrito en el lenguaje de las matemáticas”.

A partir de allí, las estructuras puramente conceptuales de los primeros filósofos empezaron a ser reemplazadas por intimidantes modelos matemáticos. Primero, vimos, fue el turno de la física; luego llegaría el de la química. Lavoisier excluiría, tras largos siglos de pensamiento mágico –¿tanto así?–, los aspectos cualitativos de la alquimia para el estudio de la composición de la materia reduciendo la cuestión a un conjunto imperturbable de fórmulas escritas en lenguaje matemático.1

Immanuel Kant, el primer filósofo de profesión de la historia, supo afirmar con perspicacia: “nada más práctico que una buena teoría”. Pero sus pesquisas no parecían estar guiadas por esta máxima pragmática sino por un empecinado esquematismo para ‘frizar’ el mundo; o para decirlo en la terminología del propio Kant: su pragmatismo se diluyó en un esquema conceptual que cimentaba la experiencia sensible a las formas puras de la intuición –formas de espacio y tiempo–, formas inherentes al sujeto que anteceden, estructuran y son condición necesaria de toda experiencia.

[Nota: nada más parecido a un frízer que su natal Königsberg: un pequeño pueblo de la antigua Prusia en donde todo sucedía de acuerdo con lo previsto mientras el termómetro descendía por las noches a -5°C.]

Retomando el hilo, Kant se propuso –en un mamotreto titulado “Crítica de la razón pura”– eliminar la metafísica y responder a la pregunta “cómo es posible conocer” dando por verdaderos tanto los axiomas de la geometría de Euclides como las leyes de Newton. No pasarían muchos años para el mundo se riera de él. La emergencia de las geometrías no-euclideanas y de la teoría de la relatividad, de haber estado vivo, habrían obligado a Kant a reescribir buena parte de su gnoseología –y a moderar sus tesis.

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El entendimiento, siguiendo a Kant, prescribe sus leyes al mundo; pero al mundo –como señaló Karl Popper en un texto de 1978– esto parece no importarle demasiado. El mundo deja que juguemos con él por algunas décadas; siglos en el mejor de los casos: a escala cósmica, no más que un suspiro. Pero pasado un tiempo aparecen las goteras… primero aquí, después allá; así, hasta el punto en que los remiendos tornan irreconocible nuestra casa. Las teorías científicas son un traje hecho a medida de un mundo que toma hormonas de crecimiento. Si el ego de nuestra especie no se hubiera inyectado varias dosis de la susodicha hormona, la filosofía habría abandonado sus ambiciones totalizadoras. Resuena, con fuerza, la voz de Nietzsche en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral:

“En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la ‘Historia Universal’, pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza, el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer. Alguien podría inventar una fábula semejante pero, con todo, no habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza. Hubo eternidades en las que no existía; cuando de nuevo se acabe todo para él no habrá sucedido nada, puesto que para ese intelecto no hay ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la vida humana. No es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma tan patéticamente como si en él girasen los goznes del mundo”. (F. Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral)

Ahora bien, si la ciencia está, desde el punto de vista de su posibilidad de alcanzar la verdad, destinada al fracaso: ¿por qué es tan efectiva? ¿Qué la hace tan confiable? ¿Y qué la distingue de otras formas de conocimientos como la astrología -tan en boga hoy- o las terapias cuánticas?

Constituye un reduccionismo alevoso e injustificado sostener, como durante mucho tiempo algunas corrientes filosóficas hicieron, que una disciplina obtiene el certificado de ciencia una vez que alcanza un grado de matematización que le permita controlar, mensurar y predecir. Pero entonces: ¿por qué la máxima de Galileo de que el libro del universo está escrito en caracteres matemáticos goza aún hoy de tan buena salud?

[Nota: he de confesar que guardo un respeto profundo por la máxima galileana, siempre que se la despoje de su carácter metafísico y tan solo se la tome como una regla práctica para la investigación]

El filósofo e historiador de la ciencia francés Gaston Bachelard (1884-1962) supo afirmar que las matemáticas son el súper yo de las ciencias. Las matemáticas ejemplifican con total transparencia los valores epistémicos del pensamiento científico y su rica y arcana historia ha dejado invalorables mojones al resto de las disciplinas para la búsqueda de la verdad.

En el siglo XVII Leibniz había dicho que la matemática es la única disciplina que hace explícitas las operaciones de la mente, y donde cada error de la mente es igual a un error de cálculo. Así, la virtud principal de las matemáticas es que permiten identificar el error, por pequeño que este sea, mediante una experiencia sencilla e infalible. Para probar una afirmación, decía Leibniz, sólo es cuestión de recurrir a la tinta y el papel” –mientras que en los asuntos de metafísica no hay experiencia posible que permita comprobar sus postulados:

“Las matemáticas llevan consigo las demostraciones de sus afirmaciones. Porque cuando se me presenta un teorema falso, no necesito examinarlo, y ni siquiera conocer su demostración, ya que descubriré su falsedad a posteriori mediante un experimento fácil, que no requiere más que de tinta y papel; es decir, mediante cálculo, el cual revelará el error por pequeño que sea”. (Leibniz 1677, C, 154)

Otro aspecto destacable de las matemáticas, y que supo fascinar a Edger Dijkstra –una de las grandes personalidades en la historia de la informática–, es que las matemáticas definen con precisión un universo del discurso. Esto es, en matemáticas se define con precisión el conjunto de objetos de referencia y las reglas para tratar con ellos. De acuerdo con Dijkstra, esta característica metodológica de las matemáticas marca una línea divisoria con la filosofía:

La puerta de escape del científico del ejercicio de la filosofía es –al menos en principio!– tan solo esto: él reemplaza el universo difuso y abierto del discurso inspirado en experiencias cotidianas –al cual solemos referir como ‘realidad’– por un universo postulado del discurso de su propia invención, el cual, por definición, de lo que él habla es… de lo que él habla!”

[Nota: hermoso pasaje, siempre que no tengas un diploma de filósofo colgado en la pared de tu habitación]

Dijkstra fue quizás el más enfático promotor de acercar cuanto más posible la computación a las matemáticas. Más aún: llegó a afirmar que aquélla no es otra cosa que una rama aplicada de las matemáticas. Su empeño por instaurar el método de la demostración formal para dar cuenta de la corrección de un programa informático nos recuerda que la investigación científica en universidades y otros centros de investigación con una larga tradición, a contrapelo de la industria del software y las lógicas de mercado, debe avanzar con paso lento, firme y sin grandilocuencias.

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Ya cerrando este aglomerado de pasajes y notas mentales que hoy se volvieron artículo para la revista Pogo, les comparto una inquietud: ¿qué precio tiene que pagar la ciencia por adoptar el discurso de las matemáticas y sus valores epistémicos? Todo parece indicar que no es otra cosa que el propio mundo… la realidad en su intrincada e inagotable multidimensionalidad…

quien poco abarca mucho aprieta.

Acotar y precisar un universo del discurso, como es habitual en matemáticas, no es otra cosa que observar una ínfima parte de la realidad con un sofisticado y poderoso microscopio. Albert Einstein había afirmado en 1921:

“En la medida en que los enunciados de la Matemática se refieren a la realidad, son inciertos; en la medida en que sean ciertos, no se refieren a la realidad”. (A. Einstein, Geometrie und Erfahrung)

“Tener fe significa no saber la verdad”, escribió Nietzsche. O mejor: la búsqueda de la verdad significa el abandono de la fe.

¿Tanto así?

 

1 Esa forma de representación del conocimiento de la que rehuye cualquier estudiante en la escuela secundaria.

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