EL HOYO: CAPITALISMO, INDIVIDUALISMO Y ALTERIDAD
Por ahí alguno vio “El Hoyo”. Es una película española del año 2019 dirigida por Galder Gaztelu-Urrutia. La trama se desarrolla en una prisión vertical en la que los reclusos son distribuidos en niveles, con una plataforma llena de comida que desciende desde el nivel superior hasta el inferior. La individualidad se exacerba de una manera aterradora en esta ficción. Es así como, dependiendo del nivel en el que uno se encuentre, será despreciado por la envidia rabiosa del vecino de abajo, al tiempo que sufrirá el menosprecio de los de arriba. Una vez al mes la cosa cambia, y puede ocurrir que a quien estaba arriba ahora le toque el nivel 132, pero la empatía no tiene lugar en El Hoyo. Automáticamente efectuado el cambio de nivel ascendente o descendente, uno debe adaptarse a dicha situación. La empatía y la solidaridad parecieran sinónimos de comunismo y no puede existir tal cosa en un sitio donde la individualidad es la única manera de sobrevivir, donde los instintos más bajos del ser humano se despiertan, allí donde es mejor comer que ser comido.
Hasta acá (quiero aclarar) hablamos de la película, pero, amigos míos, “la realidad supera la ficción”. En nuestro mundo real, el capitalismo devorador se sirve de estas mismas estrategias para exacerbar la individualidad desde hace muchos años, así siempre veremos al otro como nuestro enemigo y quizás el culpable de nuestros males. Además, si el otro tiene la culpa podemos infligirle daño sin consecuencia alguna, sin remordimientos, a la manera de un acto en pos de la propia supervivencia.
Todos entramos en El Hoyo, quienes realizan una carrera universitaria, quienes quieren cambiar el auto y quienes pelean día a día por un mísero trozo de pan. El Hoyo es la carrera por conseguir la mayor cantidad de bienes limitados. El principio de la economía nos mueve hacia el consumo en exceso, el exceso es riqueza y la riqueza es una forma de ostentar el poder. La estrategia del poderoso es generar esa carrera, poner a disposición una pequeña porción de riqueza para que el 99% de los menos privilegiados luche durante toda su vidas por conseguir la porción más grande del pastel. La carrera por la zanahoria ad infinitum. Entre tanto, los comunes ejercemos una lucha descarnada contra el par, a quien le atribuimos la culpa de nuestros males. ¿Quién sino nuestro vecino, quien vive mejor con menos horas de trabajo, sería el culpable de nuestras carencias? ¿Quién sino el pobre, que sucio se traslada por la ciudad, sería quien deteriora las cuentas públicas, recibiendo subsidios a costa de nuestros impuestos? ¿Quién si no el inmigrante sería el causante del nivel de desempleo de los ciudadanos nativos?
El enemigo es el otro
En nuestro país la tradición de buscar en el diferente la culpa de nuestros males tiene una larga historia. El criollo, el indio, el gaucho, civilización y barbarie, la negritud, el cabecita negra, “el villero” y “el planero” (una alteridad más actual) son los blancos hacia donde históricamente apuntamos nuestras armas y que denotan una estrategia para poner al pobre en contra del pobre.
De lo anterior, entonces, podemos decir que el camino de la construcción del arquetipo de argentino promedio generó una larga lista de otredades. Esta alteridad sobre las que se erigen las identidades se basa en polos opuestos que dependen uno del otro para existir. La alteridad en sí funciona como una forma de identificación en la que ambos (aunque opuestos) se reconocen en el otro como primer paso para identificarse a sí mismos. Yo soy esto y no soy aquello, mi modo de actuar es diferente al del otro. Asumirse con una determinada identidad es un paso crucial en la construcción de este sujeto particular.
Pero la alteridad en sí misma no es dañina, por ejemplo: yo soy cordobés y me diferencio del santafesino en mi identidad regional, sin por eso convertirlo en mi enemigo.
Entonces, ¿por qué existen o se generan alteridades asimétricas? Las alteridades asimétricas son aquellas que parecieran creadas en laboratorio para distinguirnos de un otro peligroso. Los inmigrantes y refugiados son el boom de la alteridad europea en estos momentos, y la clara explicación de los males que aquejan a sus sociedades. Pero no quiero entrar en un análisis del modelo europeo actual, sino analizar el propio. En Argentina nuestra forma de generar identidad ha sido preponderantemente en contrapartida a un otro inferior, una contracara negativa del nosotros. Por ejemplo, las disputas entre español peninsular y criollo, civilización y barbarie, gaucho e indio, “negro villero” y argentino “de bien” (las comillas se hacen más necesarias cuanto mayor la proximidad histórica).
La categoría raza como construcción de un otro por rasgos físicos fácilmente identificables fue la piedra fundacional de nuestras otredades. Dice Aníbal Quijano en su artículo “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina” que la importancia de la categoría raza (una nueva categoría de diferenciación humana que se suma a clase, edad y género) para el patrón mundial de poder capitalista eurocéntrico colonial, moderno y contemporáneo es que genera una nueva distribución de las relaciones de poder en la sociedad, dividiendo el mundo según estas nuevas identidades geoculturales. Y acá quería llegar: las relaciones de poder se configuran de manera asimétrica, generando nuevas relaciones de dominación entre los miembros de las distintas categorías. Entonces no son las otredades por sí mismas las que generan un otro inferior, sino que es la relación de poder la que mancha o pervierte nuestra relación con el otro. El color de piel fue el puntapié inicial que habilitó la diferenciación de las categorías. Se adjudicó a los dominadores la categoría de raza blanca y a los dominados la de raza de color y así, recorriendo brevemente la escala cromática, se ordenó a la sociedad de manera gradual.
Hoy en día, el epíteto “negro” no parece haber perdido vigencia. Más bien podríamos afirmar todo lo contrario cuando verificamos la extensión de su uso a otros grupos: el movimiento peronista y en particular el cabecita negra, por ejemplo, absorben la condición invisible de la negritud. Por supuesto que también es de relevancia verificar la gama de color de las almas, de otra forma los “negros de alma” serían indistinguibles del resto. Julio Cortázar hace la caracterización del cabecita negra como algo monstruoso en “Las puertas del cielo”, un cuento de su libro “Bestiario” (1951), en el que el autor aborda temas relacionados con la percepción y los prejuicios sociales en Argentina. Bajo esta terminología, engloba no solo aspectos biológicos (más bien minoritarios o ausentes), sino características sociales, culturales y políticas divergentes en relación a las posiciones hegemónicas.
También Adolfo Bioy Casares, en su libro “Diario de la cacería del cerdo” (1969), nos narra una distopía que parece encuadrar a la perfección con el estado actual de nuestra sociedad. El autor describe una situación social en la que, ante una apabullante serie de datos económicos que sugieren que las personas de la tercera edad son una carga insostenible para el conjunto de la sociedad, a lo que se suman aparentes fake news que describen un aumento de la criminalidad en el mismo grupo etario, se resuelve proceder a la eliminación de los ancianos.
Sin embargo, lo que se manifiesta como un fenómeno tan rupturista como profundamente reproducible en nuestra experiencia cotidiana es la incapacidad de los propios abuelos para reconocerse a sí mismos como personas mayores. Al igual que en la película de Gaztegu-Urrutia, el problema siempre reside en la percepción del otro. La dificultad para situarnos en el lugar del otro nos impide vernos a nosotros mismos como otro de alguien. Nos cuesta entender al otro como un igual, como un par, a la hora de tomar decisiones que hacen a la vida política y económica de nuestra sociedad.
Hoy más que nunca, los medios masivos y las redes sociales reproducen y amplifican discursos odiantes que socavan la cohesión social. Este escenario nos hace parte al tiempo que nos excluye. El chivo expiatorio siempre es el otro, el peldaño de abajo. Ya en el año 338 a.C. Julio César basaba sus exitosas campañas militares en el leitmotiv ‘divide et impera‘.
Ahora bien, una vez divididas las aguas, todo el mundo sabe que la trayectoria de la saliva vertida en el esputo depende sustancialmente más de la gravedad que de la dirección que el salivador pretenda imprimirle. Por ello siempre nos resulta más fácil escupir hacia abajo.
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