EL CEREBRO DE DIEGOTE

EDITORIAL

El 10 tuvo en vilo por unos días al mundo entero. O al menos a esa parte significativa del mundo que no estaba ocupada en asuntos más importantes. Lógico, su estado era delicado y tuvo que someterse a una cirugía. El asunto fue que lo que estaba en riesgo no era cualquier órgano del astro futbolístico. No era un pulmón, la vesícula o un infame pedazo del colon, sino el mismísimo cerebro. Para los convencidos de la existencia del alma esto puede no significar gran cosa, apenas una pieza más del enigmático rompecabezas corporal de Maradona. No obstante, los que deben haberse preocupado bastante son los inmanentistas, materialistas, monistas y neurocientificistas del palo del fóbal.

A este grupo de eruditos autoconvocados le resulta muy complejo concebir cómo hubiera podido el mejor jugador del ’86 (¿o de la historia?) haber concretado, por ejemplo, la herejía de hacer un gol con la mano en un mundial en ausencia de un tejido tan noblemente ordenado. Ese nivel de picardía, esa audacia, lejos de venir dado por el amasijo de carne y hueso de las piernas, insignia reluciente del futbolista, sólo podría ser producto de una mente iluminada, diferente. Y cuando dentro de la rígida caja craneana una colección de sangre se consolida, ofensiva, en el espacio subdural, no puede hacer otra cosa que pechar a la línea de defensa de la convexidad cerebral, precipitando, en el peor de los casos, un peligroso orsai del lóbulo temporal que pone en riesgo toda la jugada. Y ahí sí: fin del partido. Sin cerebro no hay genio deportivo, ¿no?

Bueno, en realidad sí. Pero no. Que quede claro: sabemos que el cerebro juega algún papel de relevancia en los procesos cognitivos. Lejos de aquella vieja tradición del pensamiento, impresa en todas las lenguas, que reducía al sentir al dominio del músculo cardíaco, entendemos hoy también que el encéfalo se hace eco de nuestros sentimientos y manifiesta cambios en relación a los mismos. Cuando un individuo sufre daños en el cerebro sus consecuencias, lamentablemente, no se limitan a la motricidad y a las funciones corporales esenciales: puede presentar muchas veces también trastornos del lenguaje, de la personalidad, de la voluntad y de un sinnúmero de procesos que circunscribimos al campo de lo mental. Tal vez por eso, nuestra cultura científica, y esto es una marca de nuestros tiempos, da por sentada una equivalencia exacta entre cuerpo y mente. Sin embargo, la identidad entre mente y cerebro es un dilema jamás resuelto, a medio camino entre la filosofía y las neurociencias.

Aún más, todo el desarrollo científico en torno a las neurociencias cognitivas parte del supuesto de que la mente se expresa a través de procesos legibles o bien visibles en la actividad o en la anatomía cerebrales. Entonces, algunos científicos se precipitan a postular que la representación de un determinado objeto se produce como consecuencia de la activación de cierta región de la corteza (la parte más superficial del cerebro), porque observan que el fenómeno se reproduce en varias personas cada vez que estas piensan en ese objeto. Esto es inducción pura, por supuesto. Pero lo cierto es que la causalidad es una relación muy difícil de demostrar, que este tipo de afirmaciones suponen un marco epistemológico muchas veces tambaleante y que la activación cortical podría ser un epifenómeno que acompañe a la representación del objeto y no que la produzca. Difícil es afirmarlo, pero también negarlo.

Otros no vacilarían en sostener que los interminables y anecdóticos “eeeeeeeeeeeeeeeeh” del 10 no serían otra cosa que la expresión de una turbación de la capacidad de elaboración del lenguaje, producto de una severa atrofia (disminución de volumen) de la corteza cerebral a nivel de los lóbulos frontales. Esto podría ser consecuencia del hábito de consumir ciertas sustancias, en particular alcohol y cocaína. Las mismas han visto comprobado su potencial de reducir el volumen cortical en consumidores habituales en múltiples investigaciones, corroborándose en paralelo un empeoramiento de lo que se conoce como funciones cognitivas superiores, es decir, la capacidad de razonamiento, de abstracción, la memoria y el lenguaje, entre otras. Incluso, en esta condición, es de esperarse que el individuo manifieste además síntomas de un síndrome frontal, que evoluciona con apatía, cambios de personalidad, comportamiento indiferente o indolente, lentitud del pensamiento (bradipsiquia), dificultad para mantener la atención, etc. En otras palabras, para todas esas peculiaridades del comportamiento que Diego presenta en sus apariciones públicas, y que le han valido más de una burla o crítica en los medios de comunicación de todo el planeta, la ciencia médica tiene una explicación preparada. Sin corteza cerebral, la mente pareciera fundirse en el negro del vacío absoluto. Dicho sea de paso, es de esperarse que el ahora mundialmente famoso hematoma subdural, que llevó al ex futbolista al quirófano, haya encontrado espacio para crecer adentro de su cráneo sólo a expensas de este (probable) proceso de atrofia.

Volviendo a la discusión anterior, la elucubración de la neurofilosofía llega a tal extremo que existe un campo de investigación en torno a lo que se conoce como la “neurociencia del libre albedrío”, inaugurado por un tal Benjamin Libet en los ochenta. Este neurólogo estadounidense encabezó un experimento que parecía demostrar, en la opinión de algunos investigadores, la inexistencia de algo semejante a una voluntad libre de decidir. Libet censó, en un grupo de participantes a quienes se pedía que comunicaran el momento exacto en que les sobrevenía la intención de pulsar un botón, un “potencial premotor” que precedía en algo así como medio segundo a la intención (interpretada como toma de decisión), con lo cual podía asumirse que esa señal cerebral, normalmente asociada a la planificación cortical de la actividad motora (o sea, a un proceso subconsciente), producía en segunda instancia el movimiento y, retrospectivamente, la consciencia asumía la decisión como propia. Es decir, la consciencia interpretaba como propia una decisión nacida directamente del plano subconsciente. La exégesis se ganó rápidamente toda clase de adeptos, pero también un buen número de detractores. Claramente, para algunos autores se trataba de una conclusión un poco atrevida. En parte, porque desconocía que la relación entre consciencia, voluntad y movimiento difícilmente pudiese ser reducida a una linealidad aislada de otros factores distorsivos, tema retomado en estudios más recientes que sostienen que el potencial detectado en el experimento de Libet sería en realidad meramente una señal cerebral de actividad atencional o bien ruido de fondo neuronal. Pero también, por otra parte (y esta es la crítica más francamente filosófica), porque no define con precisión un concepto de voluntad libre, lo cual, a decir verdad, puede resultar bastante complejo.

Todo el sustrato epistemológico que subyace a esta suerte de ebullición experimental que las neurociencias conocen desde hace más de medio siglo fue, concomitantemente, criticado por numerosos filósofos y definido como la “teoría de la identidad mente-cerebro”. Sus detractores sostienen que, a la luz del conocimiento científico actual, no existe evidencia suficiente para afirmar que las experiencias mentales sean procesos cerebrales, sino apenas para decir que están correlacionadas con los mismos. La crítica al reduccionismo materialista de la cultura científica actual viene dada, en buena parte, por la vulneración de la dificultad para interpretar, estudiar y objetivar los componentes “no físicos” de la vivencia consciente que trae implícita (i.e. los qualia, las cualidades subjetivas de la experiencia individual, tema ampliamente debatido). Los conceptos de mente y cerebro no son estáticos y están siempre a la intemperie, expuestos a los embates de la cultura y de la historia. Es válido recordar cómo Descartes creía en una consciencia absolutamente inmaterial; o cómo Aristóteles sostenía que el cerebro tenía la función principal de enfriar la sangre, algo así como un radiador al servicio del corazón, el órgano donde asentaba la inteligencia, el pensamiento, las sensaciones y el origen de la motilidad corporal. Y también cómo aquel cardiocentrismo, probablemente heredero de la tradición egipcia, fue ya combatido en la antigüedad clásica por un primitivo cefalocentrismo auténticamente griego, de la mano de Pitágoras de Samos.

En resumen, lo correcto es mirar con recelo todo intento de transmitir certezas en la identificación de la mente con el sólido y grasiento parénquima cerebral. Después de todo, la mente del Diego todavía podría estar a resguardo de las vicisitudes de un cuerpo bienviviente.

O no.

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