EL ABOGADO DE DIOS
The Devil´s Advocate es una inevitable película de esas en las que la presencia superlativa de Pacino justifica las dos horas y pico frente a la pantalla. Estrenada en 1997 bajo la dirección Taylor Hackford, la historia nos muestra la ascendente carrera del abogado Kevin Lomax (Keanu Reeves) en el más importante lawyers buffet de Nueva York a cargo de John Milton (Al Pacino). La trama es interesante aunque no excepcional, salvo por el monólogo culminante de nuestro admirado Al en el que le confiesa a Lomax no solo que es su padre sino además que es el mismísimo Lucifer. El veterano actor se luce encarnando un diablo cínico y divertido que en poco menos de diez minutos tiene tiempo de explicarle a Reeves cuántos pares son tres botas, persuadirlo de que Dios es un viejo tacaño, convencerlo de revolcarse con su hermana (Connie Nielsen) y hasta improvisar unos pasos de baile mientras de fondo Sinatra canta “It happened in Monterey”. Un monstruo!
Bueno, nada. El monólogo es realmente delicioso y mientras discurre, el novelista Andrew Neiderman (o el guionista Jonathan Lemkin, vaya uno a saber) pone en boca de Milton una inquietante idea que es, al menos, digna de ser rescatada. Lomax, confundido, le pregunta a su satánico padre sobre el carácter leguleyo de su revelación en la Tierra –¿Por qué elegiste la Ley? ¿Por qué reencarnaste como abogado? –a lo que Milton, entre ademanes y genialidad le responde -Porque la ley, hijo mío, ¡está metida en todas partes! Es el mejor salvoconducto, es el nuevo sacerdocio… Entre tanto histrionismo y estímulo visual de fondo la frase pasa casi inadvertida para el espectador distraído, aunque, a mi modesto entender, es la expresión más provocativa del filme.
Nos guste o nos disguste, los abogados y el derecho cruzan transversalmente cada instancia de nuestras vidas, desde un documento legal llamado Partida de Nacimiento hasta otro documento legal llamado Partida de Defunción. Tiene su lógica. Antes de la Revolución Francesa el teocentrismo medieval reconocía a Dios como fuente de toda razón y justicia. Sus intermediarios –los sacerdotes- eran los tipos más poderosos del mundo conocido. Eran los exégetas de la divinidad, interpretando sus palabras y hablando con él seis o siete veces por día. Conocían cada resquicio del Código Contencioso-Administrativo de la época llamado La Biblia y conservaban en su poder la discrecionalidad de impartir justicia, aplicar penas y expedir indulgencias. La Sagrada Inquisición era algo así como la Corte Suprema y la herejía, un equivalente del actual delito de sedición, era causa suficiente para mandarte a la hoguera.
Pero un día Dios se jubiló y el hombre pasó a ocupar el centro de la escena. El antropocentrismo de la modernidad necesitaba otra doctrina ordenadora y, desprovisto de cualquier licencia lúdica, ungió a la Ley como la nueva fuente de toda razón y justicia. Con el aparato jurídico-legal como religión y las constituciones y códigos como nuevas Biblias, los jueces y abogados se convirtieron en los modernos sacerdotes capaces de interpretar al dios-ley y conversar cara a cara con él en ese mismo idioma abstruso. Las catedrales pasaron a ser tribunales, el pecado tomó la forma de delito y el infierno se convirtió en un instituto correccional. Hasta el “amén” al final de las plegarias fue reemplazado por el “será justicia” al final de las sentencias.
La religión hegemónica del Derecho conformó su evangelio tomando los mismos principios rectores de cualquier credo: el bien y el mal como valores absolutos, la confesión y delación como eximición de la culpa, la penitencia como expiación de la falta y un ejército de ángeles y arcángeles –algunos con gorra y uniforme, otros con saco y corbata- cuidando celosamente que el feligrés de a pie cumpla con el dogma. Y para lograrlo se reservó el monopolio de la fuerza. A la Ley, como a Dios, no se la discute. No importa lo arbitraria, parcial o injusta que sea. Simplemente se la obedece (no lo digo yo, lo dice Slavoj Zizek) como a la palabra divina. Las atrocidades cometidas por el cristianismo en nombre del amor no difieren demasiado de las cometidas por la justicia en nombre del bien común. No es de extrañar entonces que los vicarios de la Ley en la tierra sean las personas más destacadas y favorecidas en este contexto de “sacralización” de la legalidad. Tampoco resulta curioso descubrir que el grueso de los políticos, legisladores y funcionarios que padecemos cotidianamente sean abogados, articulando y manipulando las normativas con elevados niveles de aleatoriedad. Vivimos en un mundo creado por abogados, a imagen y semejanza de ellos, donde cada acción tiene una figura legal y cada reacción una “carta documento”. Un mundo que se ha vuelto sórdido a costa de llenar códigos con leyes y leyes y más leyes, la mayoría inútiles. Un mundo conflictivo en donde las disputas jurídicas por intereses personales han pulverizado los valores humanos, los afectos y hasta los lazos sanguíneos. Todo, absolutamente todo, es susceptible de ser judicializado. Y juzgado. Y condenado. Todo entra en la categoría de legal o ilegal. Todo, inclusive este texto, podría en algún momento ser considerado subversivo y entrar en el sombrío y discutible marco del delito.
Aunque la historia ha demostrado que la Ley dista de ser una fe ciega. Su miopía selectiva a privilegiado sistemáticamente al poderoso por sobre el relegado y una doctrina tan poco inclusiva difícilmente pueda ganarse el corazón de la gente. Aun así, no importa, para eso cuenta con la represión legal y la figura del desacato.
Sí, definitivamente Milton tenía razón. La abogacía es el nuevo sacerdocio. Esos semi-dioses que ofician de intermediarios entre nosotros, simples mortales, y las divinidades que habitan los olimpos de los juzgados y de Comodoro Py. Los representantes del dios-ley en la tierra. Los guardianes de la verdad revelada. Los gerenciadores de nuestras vidas, nuestras libertades y nuestros bienes. Y al igual que hace cinco siglos, en esta religión el ateísmo también es brutalmente castigado.
Protesto, Su Señoría!